Estados Unidos y China: una puja entre potencias disímiles

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Claudio Katz

19/04/2021

La restauración inconclusa, el régimen político, la historia de acosos y el abismo cultural con su oponente limitan la conversión de China en una potencia imperial. América Latina necesita combinar la resistencia a la dominación estadounidense con la renegociación comercial con China.

El conflicto entre Estados Unidos y China es la principal confrontación geopolítica actual. Hay evaluaciones muy dispares sobre el eventual vencedor de la disputa e interpretaciones muy diversas sobre las razones de esa colisión. Las caracterizaciones más corrientes destacan el choque de civilizaciones, la transición hacia un nuevo poder hegemónico y el despunte de un mundo multipolar.

Pero el primer interrogante a resolver es la ubicación de ambos contendientes. ¿Confrontan desde lugares semejantes o contrapuestos? ¿Expresan fuerzas sociales equiparables o disímiles?

La lógica de una agresión

La hostilidad de Estados Unidos hacia su rival acumula muchos antecedentes. Clinton priorizaba el despliegue de misiles fronterizos contra Rusia, pero ordenó el bombardeo de la embajada china en Belgrado. Bush estaba embarcado en las guerras de Medio Oriente, pero no desatendió el rearme de Taiwán. El conflicto con China escaló a partir de la crisis de 2008, cuando el poder económico de la nueva potencia se tornó tan visible como la incapacidad de Washington para contrarrestarlo.

Obama inició el viraje hacia una confrontación más directa, que incluyó el desplazamiento de tropas hacia la región asiática. Saboteó el acercamiento japonés hacia Beijing y sepultó el intento nipón de cerrar la base militar del Pentágono en Okinawa (Watkins, 2019).

Trump redobló la embestida. Designó a China como el gran enemigo estratégico, introdujo una virulenta agenda mercantilista y acentuó la disputa por la primacía tecnológica. Sancionó a firmas orientales como Huawei, para impedir su preponderancia en el nuevo sistema digital 5G y concibió un plan para expulsar a su rival de todas las plataformas. Su proyecto Clean Network incluía el corte de cables submarinos y la anulación del almacenamiento de datos (Crooke, 2020).

El magnate acusó a China de exportar el COVID y reavivó los viejos prejuicios racistas contra los asiáticos («se alimentan con especies exóticas y transmiten enfermedades»). Intentó culpar a los orientales de todos los males contemporáneos y complementó esa furibunda retórica con un gran despliegue bélico (Margueliche, 2020). Exhibió el poder de fuego estadounidense para hacer valer duras exigencias económicas contra su competidor.

El cerco que comenzó a erigir el Pentágono sobre China se inspira en una doctrina de golpes letales contra la infraestructura de ese país (Air Sea Battle), en la hipótesis –por ahora muy lejana– de un conflicto abierto.

La prioridad inmediata es el acoso naval en el mar de China. Como no existen reglas consensuadas para la administración de esa zona vital del comercio mundial, la disputa se dirime con desplazamientos de cañoneras. La Casa Blanca simplemente desconoce que actúa en un mar interior bajo autoridad de China. Sus principales estrategas consideran que en ese radio marítimo se procesarán las tensiones clave entre las dos potencias (Mearsheimer, 2020). Las acciones bélicas difusas con fuerzas no estatales –que el Pentágono ha propiciado en distintas partes del mundo durante las últimas décadas– no serían suficientes para contener al gigante asiático (Fornillo, 2017).

La acelerada gestación de una «OTAN del Pacífico» junto a Japón, Corea de Sur, Australia, e India corrobora los propósitos agresivos de Washington. El primer socio alberga 25 bases militares estadounidenses; el segundo, 15 y el tercero opera como un gran portaviones de la primera potencia (Bello, 2020). También India ha introducido novedosos ejercicios conjuntos con los marines (Ríos 2021).

Todo el establishment de Washington apuntala esa presión geopolítica y militar. La política previa de asociación económica con China quedó erosionada por la crisis de 2008 y fulminada por la pandemia. El hostigamiento en curso es tan fomentado por las vertientes globalistas y americanistas como por las empresas multinacionales y los altos funcionarios. Los medios de comunicación liberales y los principales asesores de la Casa Blanca comparten esa postura beligerante (Merino, 2020).

Todos los mensajes de Biden desde su asunción han reafirmado esa política de confrontación. El nuevo mandatario atenúa la intensidad de la guerra comercial, pero apuntala la disputa tecnológica y recompone las alianzas con Europa para potenciar el acoso de China. Seleccionó un equipo de asesores especializado en ese endurecimiento.

Biden esgrime el demagógico estandarte de los derechos humanos para acrecentar el descontento de Hong Kong y desestabilizar al régimen chino. Las ONGs y fundaciones que financia el Departamento de Estado despliegan una intensa labor en ese enclave. También avala la militarización de Taiwán que incentiva el actual presidente derechista de esa isla.

Washington redobla la agresión contra China para apuntalar un proyecto más ambicioso de recuperación de su dominio mundial. Con la cohesión social interna quebrantada por una crisis de largo plazo que corroe su economía, la primera potencia necesita doblegar a su principal competidor. Es la principal carta de Estados Unidos para reconquistar el liderazgo imperial. Esa confrontación es más gravitante que el afianzamiento de las ventajas sobre Europa o la batalla contra el rival ruso. Moscú es un contendiente geopolítico y militar, pero no un desafiante económico. Por esa razón, el asedio de China es la prioridad estratégica de Estados Unidos.

El contrapunto defensivo

La nueva potencia oriental mantiene una actitud muy distinta a su contendiente. Rechaza la demanda estadounidense de internacionalizar su espacio costero, con medidas defensivas de control de pesquerías, rutas y reservas submarinas de petróleo y gas. No envía buques a navegar por las cercanías de Nueva York o California.

China ejerce su soberanía en un radio muy acotado de millas, que contrasta con las enormes superficies marítimas bajo control de Estados Unidos, Francia o Australia (Poch de Feliu, 2021). La defensa de esa plataforma es tan relevante para Beijing como la recuperación de los viejos enclaves de Macao y Hong Kong. Busca consolidar un espacio nacional que fue atropellado en numerosas ocasiones por el colonialismo.

Es cierto que China desenvuelve esa custodia mediante un intenso programa de modernización militar que no se limita a las fuerzas terrestres. El nuevo despliegue naval incluye la construcción de siete islas artificiales para contrarrestar la presencia de la VIIª flota estadounidense (Rousset, 2018). Como el 80% de las mercancías comercializadas en el mundo se transporta por mar, el control de esa ruta se ha tornado indispensable para una economía tan internacionalizada.

Es importante registrar el abismo de gastos bélicos que separa a los dos contendientes. En 2019, el presupuesto militar chino bordeó los 261 mil millones de dólares, frente a los 732 mil millones de Estados Unidos. Las inversiones anuales en armamento del coloso norteamericano superan a los 10 países que lo siguen en el ranking de las erogaciones destructivas (Benjamin, Davies, 2020). Beijing cuenta con 260 cabezas nucleares frente a las 4500 de Washington y opera solo dos vetustos portaviones frente a los once de su rival (Bello, 2020). La gran dimensión cuantitativa del ejército chino en término de tropas no define al vencedor de los conflictos contemporáneos.

Es cierto que el gigante oriental tiene prevista la instalación de varias bases en el extranjero, pero hasta ahora solo concretó un proyecto en Djibuti. Esa avanzada contrasta con la alucinante constelación de fuerzas militares estadounidenses, localizadas en todos los rincones del planeta.

La estrategia geopolítica china no enfatiza el aspecto militar. Privilegia el agotamiento económico de su rival, mediante una prolongada batalla de desgaste productivo. Busca «cansar al enemigo» con maniobras que incluyen la aceptación formal de demandas que luego son incumplidas.

Beijing no convalida, además, ninguna concesión decisiva en el ámbito de la tecnología. Respondió, por ejemplo, con la inmediata detención de dos ciudadanos canadienses al encarcelamiento de un directivo de Huawei.

El comportamiento cauto de China se inscribe en la lógica geopolítica del poder agudo (sharp power), tan equidistante de las respuestas bélicas duras (hard power) como de las reacciones meramente diplomáticas (soft power) (Yunes, 2018).

Con una postura de perfil bajo, la nueva potencia apuesta a quebrar el liderazgo estadounidense del bloque occidental. Pretende crear un escenario de mayor paridad de fuerzas afianzando la relación con Europa. Incentiva especialmente los tratados de libre comercio que su rival abandonó. También ofrece atractivos negocios a los principales jugadores de Medio Oriente, consolida la alianza defensiva con Rusia en una organización común (OCS) y prioriza la neutralización de los vecinos.

Para contrapesar las presiones bélicas de Pentágono, el dragón asiático impulsa numerosos convenios comerciales con Filipinas, Malasia, Laos, Camboya y Tailandia. Tienta a sus vecinos con las potenciales ganancias de los emprendimientos conjuntos. El Banco Asiático de Inversiones en Infraestructura (BAII) es el principal instrumento de ese operativo (Noyola Rodríguez, 2018).

La misma zanahoria se extiende a los adversarios más peligrosos. China firmó recientemente un gran tratado comercial (RCEP) con Australia, Japón, Nueva Zelanda, Corea del Sur y las diez economías del Sudeste Asiático (ASEAN). Aspira a contrapesar el convenio militar que Estados Unidos suscribió con los principales firmantes de ese convenio (QUAD). No logró sumar a la India –que es cortejada con especial atención por Washington– para reavivar los diferendos territoriales, que en 1962 desembocaron en un sangriento conflicto fronterizo con la nueva potencia.

La definición imperial

La postura defensiva de China es coherente con el status de un país que se expandió con cimientos socialistas, complementos mercantiles y un modelo capitalista enlazado a la globalización. Esa combinación apuntaló la retención local del excedente. La ausencia de neoliberalismo y financiarización permitió al país evitar los desequilibrios más agudos que afrontaron sus competidores.

El conflicto con Estados Unidos tiene una enorme incidencia en el rumbo que sigue China. Influye en la definición del sector que prevalecerá en el comando de la sociedad. La contundente gravitación del capitalismo no se ha extendido aún a toda la estructura del país. La nueva clase dominante maneja gran parte de la economía, pero no controla el Estado. Revirtió la transición socialista previa sin instaurar su preeminencia. A diferencia de lo ocurrido en Rusia o Europa Oriental, en China prevalece una formación intermedia, que no cohesiona a los capitalistas con los funcionarios, en el marco de un legado socialista aún presente.

Esa peculiar estructura determina una política exterior muy diferenciada de los lineamientos habituales de las grandes potencias. China diverge de Estados Unidos por la vigencia de un status capitalista insuficiente, que obstruye la implementación de políticas imperialistas.

Pero la continuidad de ese curso está sujeta al desenlace del conflicto que opone a los sectores neoliberales y estatistas. El primer sector aglutina a los grupos capitalistas que auspician el libre comercio con proyectos expansivos y tentaciones imperiales. El segundo segmento propicia reforzar la gestión estatal, moderar el curso capitalista y preservar la prescindencia geopolítica internacional.

Xi Jinping ejerce un fuerte arbitraje entre todas las vertientes de la élite gobernante. Para asegurar la cohesión territorial del país, mantiene a raya a los enriquecidos acaudalados de la costa. Ha defenestrado multimillonarios y multiplicado las campañas contra la corrupción para sepultar los gérmenes que condujeron a la disgregación semicolonial padecida en el pasado.

China evita el conflicto con Estados Unidos para sostener esos equilibrios y por eso alentó la estrecha asociación económica con su competidor hasta la crisis de 2008. Posteriormente, intentó aligerar los superávits comerciales y las acreencias financieras mediante un desacople hacia el mercado interno.

Pero la búsqueda de ese compromiso con Washington está obstruida por la propia expansión del capitalismo. Las exigencias competitivas que impone el apetito por el lucro acentúan la sobreinversión y las consiguientes presiones para descargar excedentes en el exterior. La distensión con Estados Unidos es socavada por los proyectos expansivos que China multiplica para atemperar la sobreproducción.

Esa confrontación económica es gestionada por Beijing con normas defensivas contrapuestas a la ofensiva de su oponente. La dinámica imperial estadounidense determina el curso de un conflicto que no obedece a desencuentros de civilizaciones, al devenir de las transiciones hegemónicas o a la disputa entre patrones geopolíticos de unipolaridad y multipolaridad.

El choque sinoamericano retrata las encrucijadas del imperialismo del siglo XXI. A diferencia de lo ocurrido en las últimas décadas con el funcionamiento del capitalismo, el perfil general de la dominación mundial permanece irresuelto. Mientras que el neoliberalismo trastocó por completo el curso de la economía contemporánea, las reglas geopolíticas no están sometidas a una norma visible.

El imperialismo clásico de principios de la centuria pasada –signado por las catástrofes bélicas– y su sucesor de posguerra –centrado en sofocar revoluciones e impedir el socialismo– no han sido sustituidos por otro modelo definido. El choque entre Estados Unidos y China tiende a definir ese perfil.

Variedad de corroboraciones

La postura defensiva de China frente a la agresividad de su oponente es coherente con el impreciso perfil de la nueva potencia. Esa ambigüedad es resaltada por varios intérpretes del sistema imperante en el país.

Algunos remarcan la presencia de una economía interna capitalista sin proyecciones externas intervencionistas. Resaltan la notoria preeminencia del patrón de la plusvalía y del beneficio como resultado de la expansión del empleo privado y la reducción de la presencia estatal en la actividad industrial. Pero también señalan que ese viraje no tuvo connotaciones imperiales. Consideran que el Estado es manejado por una capa de funcionarios sin ambiciones de dominación internacional (Kotz; Zhongjin Li, 2021).

Esta visión retoma la distinción entre clases dominantes que acumulan capital en el manejo de la economía y burocracias que controlan la conducción del Estado para afianzar su hegemonía política. Entienden que esta última supremacía no incluye en la actualidad pretensiones imperiales.

Otro enfoque rechaza la ubicación de China en el pelotón imperial por el carácter inconcluso de la restauración capitalista (Roberts, 2018). Recuerda que el ansia por mayores cuotas de plusvalía refuerza la búsqueda de mercados externos. Pero también destaca el techo que introduce a esa expansión el elevado protagonismo económico estatal. La gravitación del sector público supera en China el promedio de cualquier economía desarrollada e incide en todas las decisiones de inversión. En una estructura económica sin financiarización ni total primacía del capital privado, los cimientos de una política imperialista son frágiles.

Un estudioso de la política exterior china arriba a conclusiones semejantes. Describe el lugar preeminente del Estado en las negociaciones económicas internacionales y destaca que el grueso de los créditos otorgados a otros países es manejado por los organismos públicos (Prashad, 2020).

Esa preeminencia estatal explica el perfil distintivo de esos préstamos en comparación a los gestionados por las entidades privadas, el FMI o el Banco Mundial. Las grandes empresas capitalistas de China lucran con esas operaciones, pero aceptando las normas de los convenios interestatales que define Beijing.

Otro abordaje, más anclado en la historia del país, asocia la cautela geopolítica de China a la trayectoria de un país acosado y carente de tradiciones expansionistas (Klare, 2013). Ese viejo encierro defensivo obstruye la trasformación de la supremacía comercial en una política de dominación.

Ese enfoque también destaca que el acaparamiento de materias primas de la periferia reaviva la memoria del padecimiento semicolonial afrontado durante dos siglos por China. El país quedó reducido a ese status dependiente y no pudo sostener su soberanía luego de la guerra del Opio. Los imperios europeos le arrebataron el manejo de varios puertos y Japón se apoderó de amplias franjas del territorio. Solo el triunfo revolucionario de 1949 puso fin a esa opresión.

Esos antecedentes gravitan en todas las relaciones externas y están presentes en los intercambios con África. China despliega enormes inversiones para asegurar su abastecimiento de insumos, pero toma distancia de las conductas emparentadas con el colonialismo europeo. Ansía el control de los recursos naturales, pero comparte el recuerdo de las humillaciones sufridas por sus clientes. Por eso transita (hasta ahora) por un camino que rehúye tanto la dominación como la solidaridad con el atormentado continente africano.

No solo la trayectoria histórica de China obstaculiza su conversión en potencia imperial. El gigante asiático mantiene un conflicto estructural con el mandante norteamericano, que impide la repetición del modelo sucesorio consumado a principios del siglo XX. Las continuidades que prevalecieron en el traspaso de la dominación británica a la supremacía estadounidense no se extienden al escenario actual. Los dos colosos anglosajones estaban enlazados por múltiples vínculos políticos, culturales e idiomáticos. Esa estrecha conexión ha quedado reemplazada por contraposiciones frontales en todos los ámbitos entre Estados Unidos y China (Hobsbawm, 2007).

Status intermedio, potencia no imperial

Otros analistas deducen el carácter no imperial de China del lugar intermedio que ocupa el país en la jerarquía económica internacional. Consideran que la nueva potencia asiática se ha insertado en un segmento semiperiférico. Esa ubicación, equidistante de los centros desarrollados y de las periferias dependientes, determina una dinámica dual de desenvolvimiento. La economía china transfiere plusvalía a los países avanzados y captura excedentes de las regiones subdesarrolladas (Minqi Li, 2017).

Ese status intermedio sitúa al gigante oriental en un contradictorio ámbito de emisor y receptor de los flujos de valor circulantes en el mercado mundial. Por esa colocación igualmente distanciada del techo y del piso del orden global, China queda excluida tanto del club de los imperios como del universo de naciones sometidas.

Este enfoque remarca la existencia de relaciones de intercambio con dos tipos diferenciados de clientes. Los proveedores de insumos o de bienes fabricados con inversiones externas de China nutren el despegue del dragón asiático. Pero los adquirientes de exportaciones o los inversores foráneos en el país lucran con esas actividades más que la propia economía oriental.

Ese contradictorio resultado obedece al status semiperiferico de la nueva potencia. La clase capitalista china se ha expandido en el circuito global de la acumulación sin lograr el pleno control de los flujos de plusvalía. Capta excedentes de África, América Latina y el Sudeste Asiático, pero drena porciones del mismo sobrante a Estados Unidos y Europa (Minqi Li, 2020).

Esta mirada también ilustra cómo las proporciones de ese intercambio han variado en las últimas décadas. China ascendió en la globalización transfiriendo porciones decrecientes de plusvalía y capturando montos mayores de esas sumas. Los estudiosos de esa mutación cuantifican el giro con los criterios marxistas de la teoría del valor. Estiman que el intercambio de 16 unidades de trabajo chinas por 1 foránea, que primaba en el pasado, se ha revertido en la actualidad a 1 local por 0,6 internacionales. Entre 1990 y 2014 se consumó un cambio radical en el total de unidades de trabajo captadas y drenadas por China en su intercambio externo. Se ha verificado una creciente primacía de monto absorbido en comparación al transferido fuera del país (Minqi Li, 2017).

Pero esa enorme acumulación china de superávits comerciales y reservas no tiene correlato monetario por la condición intermedia del país. Captura excedentes mayúsculos sin gestionarlos con su propia divisa (Minqi Li, 2020). Esa dificultad para internacionalizar el yuan obliga al país a realizar transacciones en dólares y a convalidar el continuado señoreaje de esa divisa (Lo Dic, 2016). Debe acumular bonos del tesoro norteamericanos y pagar un pesado tributo a su competidor.

Esa forzada inmovilización de reservas chinas en dólares constituye otra confirmación de la disparidad imperante entre ambas potencias. La asimetría monetaria ilustra la inserción diferenciada de los dos contendientes en la jerarquía económica mundial.

Este diagnóstico de un esquema tripolar de capturas y drenajes de valor en la estructura actual del capitalismo global es compatible con el modelo analítico que hemos desarrollado en nuestro reciente libro sobre la Teoría de la Dependencia (Katz, 2018: 281-284).

Pero nuestro abordaje ubica a China en un lugar de economía central ascendente y no de semiperiferia. Este último casillero corresponde a países como Brasil, Sudáfrica o India, que solo comparten asociaciones internacionales con el gigante asiático (BRICS). No se equiparan en ningún terreno efectivo con la segunda potencia económica del planeta. El parentesco que establecen algunos organismos en un mismo casillero de «países emergentes» es tan forzado como poco creíble.

Por otra parte, la evaluación del extraordinario crecimiento chino no puede quedar restringida a los flujos internacionales de plusvalía. El secreto de esa expansión fue la retención local del excedente y la acumulación orientada al mercado o al consumo local. Una mirada exclusivamente externalista del desarrollo chino pierde de vista ese determinante. Pero más allá de estos matices, la clasificación intermedia de China en el sistema mundial aporta un original sustento al diagnóstico del país como una nueva potencia no imperial.

Corolarios políticos

La caracterización de China como un país no integrado al ramillete de los imperios tiene importantes consecuencias políticas. Como su rival estadounidense encarna todas las aristas del imperialismo contemporáneo, el conflicto entre ambos opone a potencias de distinta índole. No son competidores equivalentes ni igualmente enemigos de las mayorías populares del planeta. Las posturas de neutralidad (o indiferencia) frente a la confrontación en curso son erróneas. Estados Unidos agrede desde un posicionamiento imperial a un rival no imperial que responde con acciones defensivas.

Pero también es cierto que China se ha convertido en una gran potencia económica. Ya consolidó relaciones de intercambio e inversión que afectan al grueso de la periferia. La plusvalía drenada por las firmas capitalistas del nuevo gigante limita el desarrollo del Sudeste Asiático y la renta capturada de África o América Latina agrava la primarización de ambas zonas. China no actúa como un dominador imperial, pero tampoco favorece el desenvolvimiento de las regiones empobrecidas del planeta.

El gigante asiático podría convertirse en un aliado político de los países dependientes por el singular lugar que ocupa en el orden global. No forma parte de ese bloque de naciones sometidas, pero podría ser integrado a la batalla prioritaria contra el imperialismo. 

En América Latina podría cumplir un papel de contrapeso del intervencionismo estadounidense, semejante al jugado en el pasado por la Unión Soviética. Ese rol brindó sostén geopolítico a varios procesos transformadores. 

En el contexto actual, todos los países del Nuevo Mundo situados al sur del Río Grande necesitan forjar un bloque de resistencia contra la dominación estadounidense. Pero deben apuntalar al mismo tiempo un frente de negociación común con China.

Esa alianza resulta indispensable para revertir la relación comercial adversa con la nueva potencia. Los dos procesos de acción antiimperialista frente a Washington y renegociación económica con Beijing están estrechamente conectados y presuponen una distinción cualitativa entre el enemigo imperial y el socio potencial. Esta caracterización suscita intensas polémicas que revisaremos en un próximo texto.

Referencias

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Benjamin, Medea; Davies, Nicolas J. S. (2020). La guerra fría de EE.UU. con China aislará a EE.UU., no a China 08/08/2020, https://rebelion.org

Crooke, Alastair (2020). El doble desacoplamiento, https://www.alainet.org/es/articulo/209241

Fornillo Bruno (2017). La China de Xi Jin Ping y el Estados Unidos de Trump, file:///C:/Users/Claudio/Downloads/18923

Hobsbawm, Eric (2007). Guerra y paz en el siglo XXI, Editorial Crítica, Barcelona, España.

Katz Claudio (2018). La teoría de la dependencia, 50 años después, Batalla de Ideas Buenos Aires.

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Kotz, David M; Zhongjin Li (2021). Is China Imperialist? Economy, State, and Insertion in the Global System December 2020, Union for Radical Political Economics at the virtual annual meeting of the Allied Social Sciences Association, January 3-5,

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Margueliche, Juan Cruz (2020). La irrupción del Covid-19, los medios de comunicación y un nuevo escenario geopolítico, https://www.academia.edu/43482291

Mearsheimer, John (2020). Es posible una guerra entre Estados Unidos y China en 2021, 25/07. https://www.perfil.com/noticias/actualidad/

Merino, Gabriel E (2020). La reconfiguración imperial de Estados Unidos y las fisuras internas frente al ascenso de China. Las venas del sur siguen abiertas: debates sobre el imperialismo de nuestro tiempo. Batalla de Ideas, Buenos Aires.

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Imagen: Jorge Villalba / Getty Images.

Fuente: https://jacobinlat.com/2021/04/20/estados-unidos-y-china-una-puja-entre-potencias-disimiles/