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martes, diciembre 3, 2024

La COVID-19 y la marginación urbana en Arabia Saudí

Noor Tayeh

REBELIÓN | 08/09/2020

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Las ciudades de la Península Arábiga, desde Dubai hasta La Meca, evocan a menudo imágenes de cosmopolitismo, utopismo y ambiciosos planes de megadesarrollo urbano. En los últimos años, dado el mayor interés mundial en la política y regímenes laborales opresivos de los Estados del Golfo, estas mismas ciudades también se han vuelto notorias por el enclave de sus estructuras urbanas, que segregan los espacios no solo por líneas de clase, sino por etnia y nacionalidad. Sin embargo, las geografías urbanas menos prósperas, habitadas por trabajadores expatriados con bajos salarios, siguen estando excluidas de la mayoría de las discusiones académicas y periodísticas. Por tanto, nunca ha sido más urgente llamar la atención sobre la difícil situación de estos trabajadores, que han sido los más afectados por la pandemia de COVID-19 en curso. Un hecho que revela cómo las estructuras espaciales y sociales de marginación son una amenaza para el bienestar urbano en las sociedades neoliberales contemporáneas. Esta marginación, al adoptar la forma de una exclusión duradera y sistemática de los derechos civiles y la infraestructura básica, socavó el derecho de los expatriados a la ciudad y los colocó en una posición particularmente vulnerable. Arabia Saudí, como hogar de la tercera población migrante más grande del mundo y clasificada entre los quince principales países en términos de casos de COVID-19, ofrece un estudio de caso crucial para comprender estas políticas espaciales y abogar por una política urbana pospandémica basada en la sostenibilidad y la inclusión.

Las geografías de la infección

La fragmentación espacial en el corazón de la mayoría de las ciudades de la Península tiene sus raíces en la estructura social que traza fronteras entre lo indígena y lo extranjero o “forastero”. El forastero aquí es el trabajador expatriado que ocupa toda una variedad de trabajos, ya sea en escasas profesiones cualificadas, como la medicina y la ingeniería, en el servicio doméstico, que es lo más común, o en el trabajo no especializado cuyo papel es fundamental para la construcción y el funcionamiento de las ciudades. Etiquetados como “trabajadores invitados”, sus encuentros con la vida de la ciudad giran en torno a su experiencia laboral, considerada temporal y carente de perspectivas de ciudadanía dentro de los países que construyen. Esta temporalidad, junto con el sistema de patrocinio (kafala) que la gobierna, son los principales ingredientes de su existencia marginada.

En las ciudades de Arabia Saudí, al igual que en las de los países vecinos, la nacionalidad y el estatus social gobiernan las geografías y tipologías de vida siguiendo una estructura específica: muchos locales residen en unidades independientes dentro de vecindarios de tipo suburbano; los saudíes de ingresos medios y bajos, junto con algunos profesionales migrantes cualificados, viven en apartamentos y pisos; y el resto de los trabajadores migrantes poco cualificados viven en distintos tipos de alojamiento repartidos por la ciudad. Las viviendas de este último grupo, compuesto a menudo por hombres solteros, están restringidas a sus lugares de trabajo y son sus empleadores quienes se las proporcionan. En la mayoría de los casos no disponen de la opción de mudarse a otro lugar sin infringir su visado de trabajo.

En la capital, Riad, los migrantes constituyen el 36% de la población total de la ciudad. Los trabajadores migrantes poco cualificados ocupan viviendas que van desde campamentos asignados en las afueras de la ciudad, hasta unidades compartidas alquiladas en edificios de uso mixto a lo largo de corredores comerciales. La mayoría ocupan alojamientos baratos en el centro histórico de la ciudad, en barrios como al-Dirah y al-Shemaysi, que alguna vez fueron vibrantes distritos comerciales pero que fueron deteriorándose a medida que la ciudad se expandía hacia el norte. Estas zonas mantuvieron un nivel de actividad comercial para los residentes de bajos ingresos junto con opciones de vivienda asequible para los más marginados de la comunidad, el 78% de los cuales son migrantes.

A lo largo de la capital, por lo demás en expansión, el alojamiento de los trabajadores migrantes se caracterizó siempre por el hacinamiento y las condiciones insalubres. Donde el espacio individual en las unidades de vivienda de todo el país variaba entre 42 a 60 metros cuadrados por persona, los migrantes tenían alrededor de cuatro metros cuadrados por persona, por lo general restringidos a la zona de su litera. Fueron especialmente las instalaciones habitacionales tipo barracones las que se convirtieron en el caldo de cultivo perfecto para la COVID-19. Según el Ministerio de Salud de Arabia Saudí, alrededor del 70% de los casos de infectados en el país se registraron, durante la primera oleada de marzo, entre grupos de migrantes. A medida que los alojamientos de los migrantes se convertían en focos del virus durante el primer brote de la pandemia, las autoridades saudíes los definían como “lugares peligrosos”. La pandemia ha agravado gravemente las ya precarias condiciones de los trabajadores migrantes con salarios bajos.

Neoliberalismo, crisis e inevitabilidad política

A causa de la pandemia, la naturaleza misma de la estructura social neoliberal global contemporánea se ha visto zarandeada. Los gobiernos locales de todo el mundo se vieron obligados a ponerse al frente para contener y combatir el brote viral y mitigar sus perjuicios económicos. Un problema que no podía resolverse mediante el “emprendimiento individual”. Por lo tanto, surgieron nuevas formas de política que aumentaron, hasta niveles sin precedentes, el papel de las autoridades locales en los asuntos cívicos.

En Arabia Saudí la situación no ha sido diferente. Las autoridades tuvieron que tomar decisiones difíciles a pesar de sus graves consecuencias económicas. A principios de marzo, cuando se anunciaron los primeros casos de infección en el país, se suspendieron los viajes nacionales e internacionales. Las autoridades implementaron medidas de confinamiento que incluían la prohibición de reuniones y el cierre de escuelas, negocios y lugares de culto. Se anunciaron toques de queda totales y parciales en todas las ciudades, junto con un sistema de sanciones estrictas en caso de infracción. Así se continuó hasta junio, cuando las autoridades comenzaron a suavizar gradualmente las restricciones a las actividades económicas. También se reforzaron las capacidades médicas al aumentar la oferta de trabajadores y equipos, tanto dentro de las instalaciones existentes como en las clínicas emergentes recientes (Tetamman) para hacer pruebas y protocolos de intervención, brindando atención gratuita a todos, incluidas las personas sin visado. La respuesta también incluyó el despliegue de una serie de plataformas digitales en varios idiomas para crear conciencia y facilitar hojas informativas, proporcionar evaluaciones médicas y gestionar permisos de movimiento durante el toque de queda. Los esfuerzos para combatir el nuevo virus fueron el resultado de la movilización de varios actores estatales, incluidos el Ministerio de Salud, el Centro Saudí para la Prevención y el Control de Enfermedades (Weqayah) y la Comisión General de Encuestas, entre otros.

Los primeros casos de infección entre las comunidades de migrantes del país se detectaron en seis barrios marginales de La Meca. Posteriormente, las autoridades aislaron los barrios de al-Nakkasah y Ajyad, impidiendo la entrada o salida. Días después, toda la ciudad estaba bajo toque de queda. El Ministerio de Salud envió equipos médicos a estas zonas para realizar pruebas masivas y brindar atención médica. Se realizaron pruebas de campo similares en todas las áreas infectadas de las grandes ciudades, habitadas de forma habitual por una mayoría de trabajadores migrantes. A medida que se agravaba la crisis, el Ministerio de Asuntos Municipales y Rurales (MOMRA, por sus siglas en inglés) se desplegó para abordar el brote entre los trabajadores y, el 13 de abril, se formó un comité para atender tal labor. El comité trató de albergar temporalmente a los migrantes en edificios escolares. A este esfuerzo se dedicaron alrededor de 3.400 edificios.

MOMRA aprobó también varias regulaciones para un conjunto de estándares de diseño para viviendas de migrantes a fin de garantizar condiciones de vida saludables. Estas regulaciones exigían estructuras seguras y duraderas para la vivienda de los trabajadores: un espacio pertinente de doce metros cuadrados por persona, iluminación y ventilación adecuadas, instalaciones correctas de saneamiento y comedor, y la disponibilidad generalizada de productos higiénicos y equipo de protección. Los equipos de inspección de MOMRA dieron a los empleadores cuarenta y ocho horas para rectificar la situación y reubicar a sus empleados de forma que se evitara el hacinamiento. Para facilitar la reubicación, MOMRA creó una plataforma online que permite a los residentes registrar propiedades vacantes disponibles para alquiler o donación. Miles de propiedades fueron rápidamente identificadas y miles de trabajadores fueron reubicados allí. A finales de mayo las tasas de infección entre los migrantes disminuyeron en un 50%. Sin embargo, se inició una segunda oleada de infección como resultado de la flexibilización de las medidas de bloqueo, y el total de casos en el país se duplicaba poco después.

El sistema de patrocinio, o kafala, que tenía como objetivo privatizar la gestión de la fuerza laboral migrante para aliviar a las autoridades de esa responsabilidad, es una de las principales causas de esta crisis de salud. Bajo el patrocinio privado (individual o institucional) y en ausencia de regulaciones, los trabajadores fueron sometidos a prácticas de explotación. Las disposiciones sobre viviendas superpobladas parecidas a las cárceles fueron un ejemplo flagrante. El sistema de kafala restringe el movimiento de los trabajadores y no les permite cambiar de residencia o de empleo sin la autorización del patrono, lo que impide que los migrantes mejoren sus condiciones de vida y de trabajo. La deportación, o la amenaza de la misma, es otra herramienta que los patronos podrían implementar si tuvieran que rescindir los contratos de trabajo. Sin embargo, el gobierno suavizó estas restricciones durante la pandemia, permitiendo así que los migrantes legales aceptaran otros trabajos. No obstante, el 22 de abril, el Ministerio de Relaciones Exteriores ofreció la repatriación voluntaria (awdah) a través de una aplicación online que facilitaba la salida después de obtener la aprobación de los países de origen de los migrantes. Sin embargo, esta medida, vista con buenos ojos, colocó la carga financiera sobre los propios trabajadores, quienes tuvieron en gran medida que pagarse el viaje. A mediados de julio se repatriaron más de 47.500 personas. También se informó de deportaciones a gran escala de inmigrantes ilegales durante la pandemia, a pesar de las seguridades en sentido contrario del gobierno. Jadwa Investment estimó que en 2020 salieron del país alrededor de 1,2 millones de migrantes extranjeros.

Esos desarrollos recuerdan ciertos debates sobre la estructura social en las ciudades del Golfo, uno de ellos en relación con la temporalidad de los trabajadores expatriados y cómo actúa en tiempos de adversidad. Adam Hanieh sostiene que esta estructuración espacial de clases ha proporcionado un “arreglo espacial” que permitió el “desplazamiento de la crisis” desde el Golfo hacia los países de origen de los migrantes. Utiliza la crisis financiera mundial de 2008 para demostrar cómo los Estados del Golfo evitaron muchas de las consecuencias sociales del desempleo cuando se suspendió la financiación de proyectos inmobiliarios al expulsar a miles de trabajadores migrantes. En medio de la pandemia de la COVID-19, el “desplazamiento de la crisis” vuelve a funcionar a través de la expulsión de trabajadores expatriados, que se ha convertido en un mecanismo legal para transferir cargas sanitarias y económicas a otros países.

El desplazamiento de la crisis adoptó también otra modalidad. Las autoridades saudíes intentaron mitigar los impactos económicos de la COVID-19 aprobando varios paquetes de estímulo para proteger a las empresas privadas que habían sufrido financieramente como resultado de la pandemia. Esos paquetes, sin embargo, solo beneficiaron a los ciudadanos nacionales que solicitaron la ayuda, excluyendo en conjunto a los trabajadores expatriados que representaban alrededor del 80% de los empleados del sector privado. Estos tuvieron que hacer frente a una precariedad aún mayor y contaron con pocas opciones reales de conseguir una licencia no remunerada, un cambio de empleo o el regreso a su país de origen. Las autoridades defendieron estas medidas como una continuación de las políticas de nacionalización laboral, conocidas como saudización, que comenzaron hace décadas para reemplazar a los trabajadores extranjeros por nacionales saudíes a través de un conjunto de incentivos a las empresas privadas. Sin embargo, las licencias no remuneradas y la pérdida de puestos de trabajo plantearon desafíos financieros para muchos trabajadores de bajos ingresos, así como para algunas comunidades saudíes vulnerables. Para ayudar a ambos grupos, el Ministerio de Recursos Humanos y Desarrollo Social estableció en abril un fondo con 25 millones de riales saudíes. En asociación con varias organizaciones benéficas, el fondo estableció la iniciativa “nuestra comida es una” para proporcionar cestas de alimentos a los necesitados. Sin embargo, no está claro que una amplia gama de trabajadores de bajos ingresos se haya beneficiado de esas iniciativas.

La marginación de los trabajadores expatriados con salarios bajos por parte de las autoridades saudíes vino auspiciada por la prolongada negligencia ante sus pésimas condiciones de vida. Las autoridades solo han intervenido, como sucedió durante la pandemia, cuando estos trabajadores representaron una amenaza para la salud de la “nación”. La capacidad de diseñar y promulgar normativas sobre las viviendas en tan poco tiempo, y durante épocas de presión social y económica, solo amplifica el hecho de que la decisión de no haberlo hecho así en el pasado era política. Además, dado que los trabajadores migrantes continúan soportando la mayor parte de la carga económica de la crisis, su seguridad financiera y su bienestar general siguen estando en peligro. Como era de esperar, las intervenciones estatales se incrementaron solo en la medida necesaria para proteger la salud pública y, al mismo tiempo, trasladar la mayor parte del riesgo a los migrantes individuales, considerados como una amenaza a la seguridad nacional que debe eliminarse. Esto resalta cómo opera el neoliberalismo en los países de destino de los migrantes y cómo contribuye a las estructuras sistemáticas de la injusticia.

¿Una trayectoria para las reformas?

La crisis de la COVID-19 sirvió para destacar en qué aspectos muchas ciudades funcionaban mal, y la mayoría de las primeras respuestas exigieron un aumento de la capacidad de la infraestructura de la atención médica, incluidos hospitales, pruebas y capacidades de rastreo. Estas demandas se desprendieron de las condiciones sanitarias en el entorno urbano y las desigualdades socioeconómicas subyacentes que determinaron las geografías de la infección. En cambio, las infraestructuras habitacionales sostenibles deben considerarse como el principal mecanismo de defensa contra las enfermedades infecciosas, conformando la piedra angular del bienestar urbano. La pandemia ha demostrado que la mercantilización de la vivienda ha obstaculizado especialmente las iniciativas de construcción de ciudades sostenibles. Disponer de una vivienda adecuada fue reconocido en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 como parte del derecho a un nivel de vida apropiado, y estaba en el centro de la Nueva Agenda Urbana anunciada durante la Conferencia de las Naciones Unidas Hábitat III de 2015.

En el caso de Arabia Saudí, el compromiso con el desarrollo sostenible se anunció en 2014 a través del Programa para las Futuras Ciudades Sauditas (FSCP, por sus siglas en inglés), que tenía como objetivo alinearse con las demandas de la Nueva Agenda Urbana de la ONU para la creación de ciudades inclusivas y prósperas. El FSCP implementó diferentes índices para determinar los niveles de prosperidad en las ciudades saudíes, incluido un índice de inclusión social. Sin embargo, los trabajadores expatriados no forman parte de este índice y aparecen como simples números en los datos demográficos. Para que una ciudad sea verdaderamente inclusiva, todos los grupos sociales deben estar incluidos. Para ello conviene explorar la conciliación de conceptos de temporalidad y medios de vida sostenibles basados ​​en el derecho a la ciudad.

La ciudad saudí pospandémica debería colocar la equidad social en el centro de la vida urbana, prestando más atención a las personas marginadas cuyo sufrimiento fue puesto de relieve por la crisis de la COVID-19. Un informe reciente de Amnistía Internacional declara que la “COVID-19 hace que sea imposible ignorar los abusos hacia los trabajadores migrantes en los países del Golfo”, señalando que la pandemia presenta una oportunidad para llevar a cabo reformas que abarquen todos los aspectos de la vida de dichos trabajadores. Tales reformas deben considerar condiciones de vida adecuadas, salarios justos, atención médica y derechos para los trabajadores domésticos, entre otros.

Aunque las recientes regulaciones sobre la vivienda emitidas por las autoridades saudíes son un paso en la buena dirección, es preocupante que estas regulaciones se etiqueten como precauciones contra una pandemia. Dichas reglamentaciones deberían ser una práctica permanente que proporcione la red de seguridad necesaria para proteger los derechos de los trabajadores expatriados con salarios bajos a unas condiciones de vida adecuadas, y no deberían verse como una solución emergente ante la crisis. Además, el hecho de que muchos trabajadores extranjeros se encuentren en condiciones precarias al quedar excluidos del apoyo financiero gubernamental exige una acción inmediata para garantizar la protección de sus medios de vida a largo plazo.

Los desastres y las pandemias mundiales causan destrucción y sufrimiento, pero también presentan oportunidades de cambio. El encuentro con la COVID-19 ha revelado que se deben tomar decisiones políticas sostenibles para desafiar los viejos modelos económicos, ambientales y sociales de gobernanza de la ciudad que están contribuyendo a la creación de diversas desigualdades y vulnerabilidades que amenazan el bienestar urbano. Esta podría ser la llamada de atención que las ciudades necesitan para iniciar un cambio positivo que no deje a nadie atrás.

Noor Tayeh es una arquitecta y académica interesada en la investigación de las prácticas de desarrollo urbano y sus implicaciones dentro de las ciudades de Oriente Medio. La investigación que actualmente lleva a cabo aborda cuestiones de mejora urbana, urbanismo sostenible y gobernanza urbana.

Fuente: https://rebelion.org/la-covid-19-y-la-marginacion-urbana-en-arabia-saudi-2/

Viviendo sobre arenas movedizas

Higinio Polo

REBELIÓN | 07/09/2020

La crisis mundial provocada por la pandemia de la Covid-19 ha añadido más dramatismo a un Oriente Medio que continúa marcado por las guerras, las intervenciones militares estadounidenses, la represión política, el fanatismo religioso y los mercenarios, las ciudades destruidas y los campamentos de refugiados.

La región sigue siendo un polvorín, y ninguno de los conflictos está en vías de solución definitiva: ni en Palestina, donde la feroz ocupación militar causa estragos; ni en Siria, donde no ha terminado la guerra; ni en Afganistán, pese al acuerdo de Washington con los talibán; tampoco en Iraq, convertido en un magma de milicias armadas, ni en el martirizado Yemen. Las protestas que se iniciaron en 2010 (la llamada primavera árabe) en Túnez, Egipto, Yemen, Iraq, Bahréin, incluso en Arabia, no estuvieron inspiradas por Estados Unidos, a diferencia de las operaciones de acoso en Siria y Libia, donde los servicios secretos norteamericanos combinaron el estímulo de protestas locales con el envío de mercenarios y armamento. Arabia intentó sostener a Mubarak, reforzó su propia policía y reprimió sin contemplaciones ejecutando a centenares de personas, y fue muy activa en la península arábiga para aplastar las protestas. Pese a la importancia de la religión, que moldea culturas, crea pautas de comportamiento y galvaniza identidades, en Oriente Medio las guerras no son religiosas: todas tienen un origen económico, y responden a enfrentamientos entre grupos de poder, aunque Estados Unidos y Arabia han utilizado a fondo el sectarismo religioso, creando divisiones artificiales para conseguir sus objetivos, a lo que se añade el interés por el dominio de los yacimientos de hidrocarburos, el tutelaje de las vías de comunicación, la venta de armamento y el control de las nuevas iniciativas económicas, además de la abierta lucha por áreas de influencia. En ese complejo depósito de Oriente Medio donde se vierten las guerras y amenazas del viejo imperialismo y se debaten entre la vida y la muerte millones de personas, Washington sigue utilizando la retórica falsaria de la defensa de los derechos humanos, la libertad y la democracia, mientras bombardea poblaciones civiles, crea grupos terroristas que utiliza a conveniencia e incluso impone gobiernos sectarios islamistas que, en una singular paradoja, a veces escapan a su control.

A la precaria situación en muchos países (sólo hay que reparar en Gaza, en los millones de sirios que tuvieron que abandonar sus hogares a causa de la guerra; en la penuria de Afganistán, en las empobrecidas ciudades iraquíes donde ni siquiera tienen agua potable; en los centenares de miles de personas que huyeron al Líbano o a Turquía; en los dispersos campos de refugiados palestinos en toda la región), se añade el embate de la crisis económica, la inestabilidad política y, para acabar, el jinete apocalíptico de la pandemia. El recurso a los mercenarios es habitual tanto por Estados Unidos como por Arabia e Israel: el propio Jordan Goudreau (el antiguo militar norteamericano responsable ahora de la empresa mercenaria Silvercorp que protagonizó el intento de invasión de Venezuela en mayo de 2020 para derribar a Maduro) se pavonea públicamente de sus operaciones en Iraq y Afganistán, y la empresa de mercenarios de Erik Prince, Academi (antes,Blackwater), trabaja en Oriente Medio con el Pentágono, la CIA y el Departamento de Estado. A los intereses y el protagonismo de los principales países de la región (Irán, Arabia, Israel y Turquía) debe añadirse la actividad de las grandes potencias, que desempeñan un relevante papel en los conflictos o en el diseño de los nuevos flujos económicos: Estados Unidos, China y Rusia. Queda lejos la ambición que llevó a Bush, Cheney, Rumsfeld y Wolfowitz a invadir Iraq en 2003, y antes Afganistán, en la búsqueda del que debía ser el nuevo siglo americano y la hegemonía incontestable. Hoy, Washington está más cerca de resignarse al multipartner world, aunque sus dirigentes prefieran ignorarlo y sigan prisioneros de la inercia imperial y del recurso a la guerra que ha marcado a fuego su historia. Si en algún momento Estados Unidos albergó la esperanza de modelar a su antojo Oriente Medio, hoy su influencia se ha reducido considerablemente: aunque mantiene tropas en Siria, y otras las ha trasladado a Arabia, ha perdido pie en esa guerra que inició, donde se resiente su anterior alianza con las fuerzas kurdas sirias y siguen abiertas las diferencias con Erdogan, aliado en la OTAN. En Iraq, durante años controlado desde los búnkers estadounidenses de la zona verde de Bagdad, el gobierno escapa a su control y el parlamento pidió la retirada de los militares norteamericanos del país, cuyo número se desconoce, aunque algunas fuentes calculan que dispone de entre seis y ocho mil, además de los numerosos grupos de mercenarios. Estados Unidos se niega a retirar sus tropas, lo que crea una peculiar situación, porque, increíblemente, Trump asegura que sus soldados no saldrán de Iraq hasta que el país pague por las bases militares que Estados Unidos ha construido allí.

La marcada improvisación de Estados Unidos en Oriente Medio, que ya se inició con el gobierno de ocupación en Iraq de Jay Garner y más tarde Paul Bremer, ha sido fruto de la arrogancia, de una ridícula convicción de superioridad y de país omnipotente, y después de los reveses políticos y militares, de los problemas presupuestarios y de la necesidad de redirigir su fuerza hacia la gran región de Asia-Pacífico para contener a China. Esa falta de planificación lleva hoy a Trump a anunciar retiradas militares que no siempre se cumplen y, al mismo tiempo, como hizo en enero de 2020, a pedir a la OTAN, por medio de Stoltenberg, que intervenga más en Oriente Medio para “asegurar la estabilidad” (inexistente, por otra parte) y “luchar contra el terrorismo internacional”: el presidente norteamericano estaba, de hecho, pidiendo a sus aliados que envíen tropas a la región para aliviar la carga norteamericana. Pero su influencia en la región declina y su presencia es cada día más discutida. Su relación con Teherán, que nunca fue buena, se ha deteriorado más tras el abandono del acuerdo nuclear 5+1, mantiene programas de acoso con grupos de intervención especial del Pentágono y sus servicios secretos utilizan a conveniencia grupos terroristas para actuar en el interior de Irán. En Afganistán, veinte años de ocupación militar se cierran con un acuerdo con los talibán que supone una derrota política para Washington, aunque simule una victoria. El propio Departamento de Defensa norteamericano calculaba a finales de 2019 que la guerra en Afganistán había costado hasta ese momento un total de 760.000 millones de dólares, aunque otras fuentes elevan la cifra a más de un billón: los costes de las aventuras imperiales empiezan a ser una pesada carga. Por eso, Trump se inclina por retirar tropas de Oriente Medio, poniendo fin a las guerras donde interviene, pero persisten diferencias con el Pentágono porque asumir el fracaso ante el mundo tiene consecuencias estratégicas, y cuesta escapar de las mentiras: en diciembre de 2019, The Washington Post revelaba documentos confidenciales del gobierno estadounidense según los cuales altos funcionarios mintieron sobre la evolución del conflicto, presentando supuestos éxitos pese a que creían que no podía ganarse la guerra: que Estados Unidos no haya podido derrotar a los talibán abre un escenario preocupante para su influencia en la región y para su crédito ante sus propios aliados. Esa situación tiene repercusiones: Moscú y Pekín ven con preocupación que grupos terroristas islamistas tomen Afganistán como plataforma para operaciones en Asia central y en el Xinjiang chino.

Por su parte, China ha logrado mantener buenas relaciones con la mayoría de los países de Oriente Medio gracias a una prudente política exterior que se abstiene de intervenir en los asuntos internos de cada país, busca la cooperación económica con acuerdos ventajosos para las partes en el marco del gran proyecto de la nueva ruta de la seda y, a diferencia de Estados Unidos, no recurre nunca a imponer sanciones económicas ni busca la expansión militar, ni mucho menos desata guerras e invade países. Pekín desarrolla una activa diplomacia para acordar proyectos en Omán, Abu Dabi y Arabia; en Kuwait, construye el puerto de Bubiyán, junto al Shatt al-Arab, que podría ser utilizado también por Irán e Iraq, y planifica el desarrollo de infraestructuras y de los puntos de apoyo para la nueva ruta de la seda. Pero China debe soportar la presión norteamericana en muchos frentes, desde la guerra comercial hasta los patrullajes del Pentagóno en sus costas, y que llevó a Trump a firmar la Taipei Act en marzo de 2020, en una deliberada violación del principio de “una sola China” que había aceptado anteriormente, actuando en esa zona gris entre la paz y la guerra que recuerda el general y estratega chino Qiao Liang, estimulando las tesis independentistas de Taiwán, algo inaceptable para Pekín, aunque el gobierno chino prefiere seguir el camino del fortalecimiento cauteloso de su país antes que forzar una reunificación que abriría una crisis de graves dimensiones. A su vez, Rusia recompone sus relaciones en la región tras haber conseguido evitar la caída de Siria; mantiene importantes lazos con Irán, intenta llegar a acuerdos sobre el mercado petrolero con Arabia, procura limitar la influencia turca marcando los límites de la acción de Ankara, y continúa apoyando la causa palestina sin dejar de lado a Tel-Aviv: un complejo rompecabezas, pero Rusia es, de nuevo, un actor relevante en Oriente Medio.

La cotización del petróleo añade incertidumbre sobre la región: primero, en marzo, los precios cayeron por el aumento de la producción de Arabia, en una disputa con Rusia; después, por la falta de demanda a causa de la pandemia. Los precios han vuelto a subir parcialmente, sin recuperar su nivel anterior. Ello también crea problemas a Estados Unidos que ha visto cómo su producción de petróleo de esquisto dejaba de ser rentable. Primero con Obama y después con Trump, Estados Unidos acarició la posibilidad de apoderarse de una buena parte del mercado petrolero (cuyos tres primeros productores son Estados Unidos, Rusia y Arabia) y gasístico, éste en manos de Rusia y de Estados Unidos, que, en 2018, se convirtió en el principal productor; tras ellos, Irán y Qatar. El actual sabotaje norteamericano a los gasoductos rusos del Báltico, acompañado de sanciones, y la oferta, que ya hizo Obama, de abastecer a Europa para sustituir el gas ruso se añade a una estrategia global que tiene muy en cuenta Oriente Medio (también, Venezuela), además de Turquía, de quien Rusia es su principal suministrador de gas. Sin embargo, la política norteamericana adolece de frecuentes improvisaciones y evaluaciones precipitadas.

Estados Unidos inició las guerras de Oriente Medio con el pretexto del 11-S, lanzando una operación de castigo en Afganistán para mostrar al mundo su determinación y su venganza, con el propósito de controlar la región, consolidar el poder de sus aliados preferentes, Israel y Arabia, asegurarse el flujo de petróleo, y aumentar su penetración en las antiguas repúblicas soviéticas de Asia central. Invadió Afganistán en octubre de 2001, pero, dos décadas después, otra fecha de ese mismo año cobra hoy relevancia: en junio, China y Rusia habían creado la Organización de Cooperación de Shanghái integrando a Kazajastán, Kirguizistán y Tayikistán, unos meses después a Uzbekistán, y en 2004 y 2005 a la India, Pakistán, Afganistán, Irán y Mongolia, que se incorporaron como observadores. Hoy, India y Pakistán son miembros de pleno derecho. Es probable que, entonces, los estrategas del Pentágono y la Casa Blanca, envueltos en el humo de la guerra y la seguridad de su inigualable poder, no fueran conscientes de que su hegemonía en el mundo empezaba a quebrarse.

Washington pretendió crear un nuevo mapa político en Oriente Medio, como antes favoreció la partición de Yugoslavia y después la del Sudán, abriendo en ambos casos las puertas a la guerra y a duras crisis humanas. La invasión de Iraq en 2003 permitió la creación de un Kurdistán iraquí que tiene casi todos los atributos de un país independiente, y tuvo planes para la partición de Iraq, Siria e Irán, que no ha podido llevar a la práctica por la desfavorable evolución de los conflictos regionales para sus intereses. En ese marco, hoy, Estados Unidos suelta lastre pero no abandona Oriente Medio: pretende reducir gastos y reorientar su fuerza militar hacia China, pero continúa presente en todos los conflictos de la región al tiempo que sabotea en ella la proyección de la nueva ruta de la seda: Pekín había previsto la utilización de puertos yemeníes para el tránsito de sus mercaderías, quiere incorporar conexiones económicas en el golfo Pérsico y en los países ribereños y asegurar el flujo de hidrocarburos, pero la presencia militar norteamericana en la región es apabullante: a las bases en Iraq, Arabia, Afganistán, Jordania y Turquía, además de los acuartelamientos ilegales en Siria, se añaden bases aéreas en Kuwait, Qatar, Barhéin, Emiratos Árabes Unidos y Omán. La base norteamericana en Incirlik, Turquía, es además una pieza clave para el dispositivo de espionaje sobre Crimea, el Cáucaso ruso y Asia central, y dispone en ella de armamento atómico.

Todos los conflictos están relacionados a través de alianzas cruzadas y de la intervención y presencia de las grandes potencias; también, de los objetivos de los poderes regionales: Arabia, Turquía, Israel e Irán. Arabia y Turquía, por ejemplo, a quienes distancia el pasado otomano, son aliados tácitos en la guerra siria, pero adversarios en la guerra libia. Dentro del gran Oriente Medio, destacan tres grupos de países: por un lado, Siria, Líbano, Jordania, Israel y Palestina, con el añadido del gran vecino turco, antigua metrópoli; por otro, Arabia, Yemen, Omán y las monarquías del golfo Pérsico, algunas diminutas como Bahréin o que desempeñan un creciente protagonismo, como Emiratos Árabes Unidos; y finalmente un tercer grupo compuesto por Iraq, Irán y Afganistán. Junto a ellos, se encuentra la vecindad de Egipto y Libia, muy relevantes para las potencias regionales y que mantienen fuertes lazos con ellas.

Uno. El gobierno de Damasco ha conseguido sobrevivir a la guerra gracias a la ayuda rusa, iraní y los destacamentos del Hezbolá libanés y grupos palestinos, aunque buena parte del país ha sido destruido. Aunque la operación lanzada por Estados Unidos y sus aliados (Arabia, Turquía e Israel) para derribar al gobierno de Damasco ha fracasado, el norte del país sigue en manos de destacamentos kurdos y de islamistas ligados a Turquía, país que también cuenta con tropas en esa franja. Turcos, islamistas y kurdos sirios son enemigos entre sí y rivales del gobierno de Damasco, y al mismo tiempo aliados de Estados Unidos, aunque la evolución de la guerra y la evidencia de que Turquía es el más feroz enemigo de los kurdos ha hecho que éstos se vuelvan hacia Damasco, congelando el error de la alianza que sellaron con Washington, que les dotó de armas e información. Pese a ello, ni Washington renuncia a seguir utilizando a los destacamentos kurdos sirios para sus propósitos en Siria y en Oriente Medio, ni éstos han abandonado sus lazos con los servicios secretos norteamericanos. La invasión turca no es bien vista ni por Egipto ni por los Emiratos Árabes Unidos, y Daesh conserva una limitada presencia, y es apoyado con frecuencia por las tropas norteamericanas: a mediados de mayo de 2020, la televisión siria presentó a tres miembros de Daesh que habían sido capturados y que confesaron su relación con la base norteamericana de Al-Tanf, situada a pocos kilómetros de la confluencia de las fronteras siria, jordana e iraquí. En otras zonas siguen los enfrentamientos con destacamentos islamistas, donde el ejército sirio es apoyado por combatientes palestinos, como en el este de Homs. La situación económica es muy grave, derivada de la destrucción de la guerra, y se ha abierto un enfrentamiento de Bachar al-Asad con su primo hermano Rami Makhlouf, una de las principales fortunas del país y dueño de Syriatel, uno de los dos operadores de telefonía móvil en Siria. La guerra ha hecho que Siria pierda buena parte de su anterior influencia en la región, pero la ayuda rusa es un seguro decisivo.

En el vecino Líbano, el tiempo de los Hariri ha pasado, y el nuevo papel del maronita Michel Aoun ha hecho posible la configuración de un gobierno donde Hezbolá tiene un papel determinante. Arabia, el patrón de los Hariri, llegó a secuestrar al primer ministro Saad Hariri en Riad, obligándole a anunciar su dimisión públicamente en la televisión saudí. Las protestas sociales de 2019 no consiguieron ninguno de sus objetivos pero configuraron un nuevo gobierno dirigido por Hassan Diab, con el apoyo de la Alianza del 8 de marzo, que integra a Hezbolá, Amal y al Partido Comunista Libanés. La crisis sigue abierta, aunque la pandemia limita las manifestaciones de protesta. La inflación, el cambio del dólar, la actuación del anterior “gobierno de la banca” (como denominaban al gabinete de Hariri los comunistas libaneses), incluso la confiscación de cuentas por parte de la banca, ha envenenado la crisis: el país ha dejado de pagar su deuda, y los bancos no devuelven los depósitos a sus clientes. El deterioro de las condiciones de vida, el reparto confesional del poder y de las instituciones del país, en un momento en que la mitad de la población vive en la pobreza y ha rebrotado la violencia, junto a nuevas manifestaciones, pese a la cuarentena instaurada por el gobierno, y el acusado deterioro de la economía del país, que ha llevado a calificarlas como las protestas del hambre, han puesto al Líbano ante la quiebra. Hezbolá apoya el nuevo programa de reformas del gobierno, y combate a Daesh y Al-Qaeda, que protagonizan atentados terroristas contra sus seguidores, aunque desde la batalla de Arsal (una población del valle de la Bekaa cercana a Siria que estuvo controlada militarmente por Daesh y Al-Qaeda y que concentra a decenas de miles de refugiados sirios) donde sus milicianos y el ejército libanés derrotaron a los islamistas, éstos han perdido mucha fuerza.

En la cuestión palestina, el gobierno Trump ha ido más lejos que los anteriores: reconoció a Jerusalén como capital de Israel y presentó en febrero de 2020, con Netanyahu, el llamado Acuerdo del siglo, que supone la anexión por Tel-Aviv de los asentamientos ilegales de colonos israelíes en Cisjordania y de todo el valle del Jordán, impide en la práctica la creación de un Estado palestino y niega el retorno de los más de cinco millones de refugiados palestinos. Ese acuerdo, que Mahmud Abás rechaza de plano, como también la Liga Árabe, fue negociado con Netanyahu y también con su rival electoral Benny Gantz, y ha llevado a la Autoridad Nacional Palestina y a la OLP a abandonar todos los convenios firmados con Estados Unidos e Israel. De hecho, la decisión de Trump rompe con el derecho internacional, con las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU y de la propia Asamblea General, e ignora la Iniciativa de paz árabe que fue aprobada en Beirut por la Liga Árabe (a instancias de Riad, con Abdalá) que, en esencia, proponía el reconocimiento de Israel por todos los países árabes a cambio de la retirada de los territorios ocupados, la creación del Estado palestino en las fronteras de 1967, y una “solución justa” para los refugiados que no se concretaba. La situación en Gaza es desesperada, y Cisjordania vive la segregación, padece el robo de tierras y agua, la destrucción de cultivos y la constante humillación de las tropas ocupantes y la violencia de los colonos.

El nuevo gobierno de Netanyahu y Gantz quiere acelerar la anexión de territorio cisjordano a Israel, junto a la ampliación de las colonias existentes. La llegada de Pompeo a Israel, en mayo de 2020, ya configurado el nuevo gobierno, tenía el objetivo de abordar los aspectos concretos de la incorporación de partes de Cisjordania a Israel a partir de julio. Aunque Pompeo negó ese extremo, el embajador norteamericano con Obama, Daniel Shapiro, declaró que el secretario de Estado mentía al afirmar que la anexión era un asunto de Israel, y que el gobierno Trump quiere que se lleve a cabo, aunque eso pueda llevar también a Jordania a retirarse de su acuerdo de paz con Israel. Por su parte, Rusia considera que el llamado Acuerdo del siglo y la anexión de nuevos territorios palestinos pueden desembocar en una nueva ola de violencia y enfrentamientos. China mantiene buenas relaciones con Tel-Aviv pero apoya siempre la causa palestina en el Consejo de Seguridad de la ONU y rechaza la anexión de tierras que pretende Netanyahu. Estados Unidos ha pedido a Israel que reduzca su comercio con China, que ya se ha convertido en el segundo socio comercial, mientras el embajador David Friedman advertía al gobierno israelí de que China “utiliza sus inversiones para infiltrarse en otros países”. Estados Unidos quiere consolidar el monopolio atómico israelí en Oriente Medio, y comparte su agresividad hacia Irán, aunque se resiste a lanzar un ataque militar contra Teherán, como postulan los sectores más duros de Tel-Aviv, incluido Netanyahu, sin que ello afecte a la común determinación para impedir que Irán consiga armamento atómico.

El gran vecino del norte, Turquía, trata de impedir el surgimiento de una entidad kurda que pudiese poner en peligro su control sobre el Kurdistán turco, donde el PKK conserva una importante influencia. Esa es su principal preocupación. Ankara impuso el toque de queda en la región, lanzando duras operaciones militares de castigo, recibidas con entusiasmo por el nacionalismo turco, aunque ello no ha impedido que Erdogan pierda influencia en el país: en 2019 perdió la mayoría en Estambul (donde impuso la repetición de las elecciones) y Ankara, las dos mayores ciudades turcas, además de Esmirna. La organización de Erdogan (AKP, Partido de la Justicia y el Desarrollo) mantiene gran sintonía con la extrema derecha, los Hermanos Musulmanes, y la tuvo con el dictador sudanés, Omar al-Bashir, hasta que fue derrocado en 2019. Su agresivo nacionalismo se inspira en la fe islamista y en el inconfesado deseo de recuperar la influencia del pasado otomano en los países de Oriente Medio y el norte de África, abandonando la tradición kemalista de la Turquía moderna. Esa ambición nacionalista ha llevado incluso a Erdogan a disponer que la televisión pública turca, TRT, emita un canal en ruso, con el objetivo no declarado de influir en las cinco antiguas repúblicas soviéticas de Asia central, bajo el paraguas del velado sueño irredentista del viejo Turquestán, la “tierra de los turcos”.

Erdogan mantiene una difícil posición en la guerra siria. Aunque cuenta con tropas en el norte del país no ha conseguido eliminar la fuerza militar de los kurdos sirios, y su apoyo a los islamistas de Iblid se antoja difícil de mantener, debe respetar la línea roja trazada por Rusia, mientras el ejército turco combate a los kurdos de su país, bombardea a los kurdos sirios e incluso realiza operaciones especiales para atacar a grupos del PKK refugiados en el Kurdistán iraquí.

Turquía mantiene una alianza con Qatar (cuyo monarca, Tamim Al Zani, mantuvo buenas relaciones con Arabia, pero hoy se ha distanciado), pero no dispone de otros aliados en Oriente Medio, e interviene en la guerra libia, apoyando al gobierno de Unidad Nacional que combate a Haftar, quien recibe el apoyo egipcio, de Arabia y de los Emiratos Árabes Unidos. El sostén de Erdogan a los Hermanos Musulmanes egipcios ha deteriorado su relación con El Cairo, que ha acompañado de insultos a Al-Sisi, el golpista que derribó a Morsi, hasta el punto de que el gobierno egipcio rompió las relaciones diplomáticas con Ankara. Su relación con Europa se ha centrado en el mercadeo sobre los inmigrantes que atraviesan Turquía para llegar a Grecia y otros países europeos, olvidado por el momento el proyecto de incorporación a la Unión Europea. También se ha distanciado de Estados Unidos desde el intento de golpe de Estado de julio de 2016, donde murieron doscientas cincuenta personas y cuyo fracaso culminó meses después con la detención de más de cien mil turcos, de las que más de la mitad fueron encarcelados, y con la expulsión y el procesamiento de más de veinte mil jueces, policías y militares, unido al despido de ciento treinta mil funcionarios. Entonces, las mezquitas desempeñaron un decisivo papel para movilizar a los partidarios de Erdogan. Tras el fracaso del golpe, Obama apoyó a Erdogan, pero éste mantiene la reserva con su aliado norteamericano por su apoyo a las milicias kurdas en Siria. Estados Unidos dispone de un contingente de varios miles de militares de la USAF en Incirlik (donde tiene armas atómicas), aunque el distanciamiento se mantiene, hasta el punto de que Erdogan criticó en Estambul el asesinato del general iraní Soleimani, la actuación norteamericana en el golfo Pérsico y calificó de ilegal el operativo militar que “busca desestabilizar la región”. Con Moscú, la relación se deterioró gravemente tras el derribo del avión ruso a finales de 2015, y se ha centrado en el acuerdo de alto el fuego de marzo de 2020, para delimitar zonas en Idlib y para evitar enfrentamientos entre tropas rusas y turcas.

Dos. Arabia es otra de las potencias regionales, donde la aparición en escena del príncipe heredero Mohamed bin Salmán ha cambiado algunas de sus prioridades. Es un personaje siniestro, sin escrúpulos, que quiere consolidar su poder a toda costa: en 2017, ordenó la detención de cuatrocientos príncipes, empresarios y altos funcionarios en el hotel Ritz-Carlton de Riad, incluidos algunos hijos de Abdalá, el anterior monarca, con objeto de forzarles a ceder parte de su patrimonio a las arcas del reino: el fiscal calculó que la forzada recaudación ascendería a casi noventa mil millones de euros. Mohamed bin Salmán decretó también el descuartizamiento de Jamal Kashogui (que, más allá del cruel asesinato, fue un grave error político que le acarreó presiones de Turquía y de Estados Unidos), y en marzo de 2020 lanzó una nueva campaña para detener a más de veinte príncipes, algunos militares y miembros de los servicios secretos. Su padre, el rey Salmán, padece demencia senil y Mohamed bin Salmán procura eliminar a cualquier rival para llegar al trono. En Arabia, la represión política ha sido siempre feroz, y es frecuente que la policía acuse a los detenidos de espionaje para Irán; centenares de personas son ejecutadas cada año. Durante las protestas de 2011, el régimen asesinó a centenares de árabes, e incluso llegó a condenar a un niño, Murtaja Quereiris, a ser crucificado por haber protestado cuando tenía diez años. Las protestas internacionales consiguieron evitar el asesinato, aunque fue condenado a doce años de prisión. En 2019, la monarquía decapitó a Abdulkareem al Hawaj, un muchacho de dieciséis años a quien previamente la policía había torturado.

Arabia necesita recursos para impulsar las reformas y los faraónicos proyectos de Mohamed bin Salmán, donde destaca el proyecto Vision 2030. Ese plan, sumado al del puente sobre el Mar Rojo para unir Arabia y la península del Sinaí, y el de la construcción de Neom (la supuesta ciudad futurista de rascacielos y coches voladores impulsada por él, situada en la costa del Mar Rojo cerca de Jordania y de Egipto, un proyecto de quinientos mil millones de dólares) están en peligro por la caída de los precios del petróleo, que asegura casi el setenta por ciento de los ingresos del país. Neom es todavía más ambiciosa que Lusail, la ciudad creada junto a Doha por Qatar, que pretende ser un gran centro turístico y de ocio. De hecho, Riad ya ha empezado a reducir las inversiones destinadas a Vision 2030 en ocho mil millones de dólares, y el ministro de Finanzas, Mohammed Al-Jadaan, ha anunciado recortes en subsidios y aumento de impuestos, sugiriendo que el país tendría que pedir un préstamo de 60.000 millones de dólares para cubrir el déficit presupuestario. Rusia y Arabia mantienen negociaciones para recortar la producción de petróleo y aumentar su precio: Riad es quien está más interesada en reducir la producción.

Hasta la llegada de Mohamed bin Salmán, la principal preocupación de la monarquía saudita era preservar su relación con Estados Unidos (miles de militares árabes se forman en los cuarteles del Pentágono), fortalecer su papel regional gracias a los ingresos del petróleo, y contener la influencia de Irán, su gran rival en Oriente Medio, a quien acusa de una creciente intervención en la zona, sobre todo en Líbano, Siria, Iraq y Yemen, mientras consolidaba su influencia en la Liga Árabe y en la Conferencia Islámica, sin renunciar por ello a intervenciones militares en su periferia: así lo hizo Bahréin en 2011, o con su apoyo a milicias islamistas en Siria. También, en el Consejo de Cooperación del Golfo, donde Riad desempeña una función protagonista. El fanatismo religioso del régimen saudita agudiza su rivalidad con Irán, la vieja disputa entre sunnitas y chiítas, y Mohamed bin Salmán ha impuesto un creciente intervencionismo militar en el exterior.

Arabia se ha convertido en el principal comprador mundial de armamento, sobre todo norteamericano y británico, y ha tomado buena nota de la amenaza de Trump tras el asesinato de Jamal Kashoggi, cuando el presidente norteamericano sugirió que el rey Salmán “podría no estar en el trono en dos semanas”. El apoyo saudita a las reclamaciones palestinas ha dejado paso al distanciamiento, que ha ido de la mano de una aproximación a Israel, con quien ha colaborado en la guerra siria. El anterior rey, Abdalá, mantuvo un mayor apoyo a los palestinos. Más ambicioso, Mohamed bin Salmán ha impulsado algunas medidas modernizadoras que no cambian las características del régimen, decidió intervenir en Yemen, y aspira a desempeñar una función central en Oriente Medio, en el Mar Rojo, en el Máshrek y en otros escenarios africanos: pretende diversificar la economía y persigue el predominio en el mundo árabe y un mayor protagonismo en la escena internacional. Sin embargo, el impacto de la pandemia está siendo duro: el petróleo supone casi la mitad de su producto interior bruto, y el recorte de producción ha disminuido los ingresos, por lo que el régimen se ha visto obligado a activar créditos sin intereses, a promulgar una moratoria temporal de impuestos y el pago de salarios en algunos sectores económicos, y la guerra en Yemen también está pasando factura: Riad no ha conseguido sus objetivos, e incluso se está replanteando su apoyo al gobierno de Abd Rabbuh Mansur al-Hadi, a causa de las dificultades financieras. Esa es una de las claves que explican que el enviado especial de la ONU para Yemen, el diplomático británico Martin Griffiths, crea posible llegar a un acuerdo de alto el fuego en la guerra.

Su enfrentamiento con Irán, político, religioso y estratégico, es una de las cuestiones clave de la región, y las disputas con Qatar, que se ha acercado a Teherán, han complicado su política exterior: Riad mantiene desde hace tres años un bloqueo total a los qataríes, pese a que Estados Unidos presiona para acabar la discordia. Al mismo tiempo, en un sorprendente giro, Mohamed bin Salman no descarta llegar a acuerdos con Irán: ha pedido al primer ministro iraquí, Mustafá al-Kazemi, que inicie una mediación entre Riad y Teherán. De hecho, Arabia teme que Estados Unidos llegue a un nuevo acomodo con Irán tras la liquidación del acuerdo 5+1, y ello limite su hasta ahora incondicional apoyo a la monarquía saudita.

La intervención militar extranjera en Yemen, dirigida por Arabia con la aprobación de Estados Unidos, de la mano de Mohamed bin Salmán, principal impulsor de la agresión, ha creado la mayor crisis humanitaria del planeta: no sólo ha arrasado las infraestructuras del país, incluidas escuelas y hospitales, sino que ha abandonado a su suerte a los yemeníes afectados por la hambruna, agravada con un mortal brote de cólera. Cinco años de guerra en Yemen y cuatro de bloqueo, con un gobierno apoyado por Arabia enfrentado a los hutíes (que controlan el norte del país con la capital, Sanáa) respaldados por Irán, han destruido el país, que se enfrenta ahora al fantasma de la fragmentación. La agresión de Arabia no es la primera: Yemen ha sufrido reiterados ataques de Riad y sus aliados que se remontan a las intervenciones militares en los años sesenta y setenta del siglo pasado contra la República Democrática Popular del Yemen (o Yemen del sur), que se proclamó socialista, y soportó también los bombardeos británicos en esos años.

Las diferencias en el bando gubernamental que apoya a Abd Rabbuh Mansur al-Hadi aumentan. Mohamed bin Salmán forzó un acuerdo en un encuentro en Riad en noviembre de 2019 que suponía en la práctica un reparto del poder de Al-Hadi con los separatistas del sur que forman parte de su facción. Pero los problemas para el gobierno de Al-Hadi (que mantiene la capitalidad provisional en Adén, y la efectiva en Riad) aumentan tras la reciente proclamación del Consejo de Transición del sur,que se reclama gobierno de la parte meridional del país y anuncia la autonomía de Adén: las milicias del Consejo de apoderaron del puerto y aeropuerto de Adén y de todos los ministerios adscritos a Al-Hadi. A mediados de mayo, los combates se sucedían en Zinjibar, la capital de Abyan, mientras el gobierno respaldado por Arabia intentaba recuperar la ciudad. Tanto los atacantes como los soldados del Consejo son aliados contra los hutíes, por lo que esos enfrentamientos abren una nueva guerra dentro de la guerra yemenita. Por su parte, los hutíes, dirigidos Adbel Malik al-Huti y por Mahdi al-Mashat, presidente del Consejo Político Supremo, forman parte de una rama del chiísmo que agrupa a la tercera parte de los yemenitas, y su principal organización, Ansarolá, es un movimiento de extrema derecha de inspiración religiosa, aunque se proclama antiimperialista y rechaza abiertamente al yihadismo islamista, el wahabismo de Arabia, así como a Israel y Estados Unidos, y mantiene lazos con Irán y el Hezbolá libanés. De hecho, los enfrentamientos religiosos actuales enmascaran las anteriores luchas contra la desmedida corrupción del régimen de Alí Abdullah Saleh, que dominó el país durante más de veinte años, hasta 2012, y ocultan las disputas entre la izquierda y los nacionalistas de inspiración nasserista con los partidarios de la monarquía y los clientes de Riad.

Al tiempo, la coalición internacional que dirige Arabia en Yemen se resquebraja: Abu Dabi optó en 2019 por desvincularse de la guerra (los hutíes consiguieron atacar su aeropuerto internacional), y los Emiratos Árabes Unidos fracturan de hecho la alianza porque se han convertido en los padrinos políticos del Consejo de Transición del Sur. Los Emiratos Árabes Unidos (dirigidos por Abu Dabi con Jalifa bin Zayed, y por el príncipe heredero, su hermano Mohamed bin Zayed, otro inquietante personaje como Mohamed bin Salmán) tienen sus propios objetivos en Yemen. A su vez, Qatar, enfrentada a Arabia y también a los Emiratos, utiliza su cadena de televisión, Al Jazeera (la más sintonizada en el mundo árabe) para denunciar la devastación yemenita, no por sentimientos humanitarios sino para comprometer a Riad.

Tres. En Iraq, la situación es desesperada, y los gobiernos dependen de las milicias de distintos partidos. La ocupación militar norteamericana (justificada desde 2014 para combatir a Daesh), la insatisfacción por las duras condiciones de vida, la corrupción, el reparto sectario del poder que ha dado lugar al enriquecimiento de los dirigentes del gobierno, una sanidad casi inexistente, la falta de trabajo, los deficientes servicios, la falta de agua potable en las casas, y el enorme retroceso de las mujeres que padecen con frecuencia asesinatos por islamistas por no llevar hijab, son la muestra de la práctica destrucción del país. Ese caos condujo a la rebelión de octubre de 2019, el hirak; aunque las protestas intermitentes se iniciaron con fuerza ya desde 2011, con la participación de los comunistas. Adel Abdul Mahdi dimitó en noviembre pero se mantuvo provisionalmente como primer ministro, sin que los candidatos a sucederle pudieran lograr apoyo parlamentario. El 5 de febrero, partidarios de Muqtada al-Sadr, el clérigo chiíta que dirige el Movimiento Sadrista y las milicias del Ejército de al-Mahdi, quemaron un campamento de manifestantes asesinando a once personas, y la dura represión desde 2019 ha causado en las calles más de ochocientos muertos y treinta mil heridos. La pandemia limitó después las protestas callejeras, aunque en algunas ciudades existen campamentos de amotinados, como en la plaza Tahrir de Bagdad. La penuria es aprovechada por partidos islamistas que desempeñan en algunas regiones del país un papel asistencial, y la influencia iraní es rechazada por muchos iraquíes, como la norteamericana. El gobierno acusó a los manifestantes de actuar a las órdenes de Estados Unidos, y llegó a pedir, en enero, que el Consejo de Seguridad de la ONU condenase la actividad de Irán y de Estados Unidos en el país.

En febrero, el régimen, controlado por partidos islamistas, se vio ante el golpe de Muqtada al-Sadr cuando éste, tras ordenar la retirada de sus seguidores del movimiento de protesta, volvió a pedirles que regresaran a las plazas para controlar así el descontento, creando el espejismo de que su candidato a primer ministro era el preferido por los manifestantes. Finalmente, en mayo, el antiguo colaborador de la emisora de la CIA Radio Free Europe/Radio Liberty y despuésjefe de los servicios secretos iraquíes, Mustafa Al-Kadhimi se convirtió en primer ministro con las mismas limitaciones que había tenido Mahdi: las leyes de la ocupación por Estados Unidos en 2003, que fuerzan a un reparto religioso y sectario del poder, el muhasasa. Y de nuevo se han iniciado las protestas, duramente reprimidas por la policía, aunque han forzado al primer ministro a poner en libertad a todos los detenidos en las protestas callejeras desde el mes de octubre de 2019, y a investigar la muerte de más de quinientos manifestantes por francotiradores de milicias y del ejército.

Al-Kadhimi busca un equilibrio internacional para consolidar a su gobierno, y ha invitado a Putin a visitar Bagdad. Rusia apoya a Iraq con el objetivo de pacificar el país y la región, y está también interesada en abrir vías de explotación para sus empresas petroleras y gasista y para limitar la influencia norteamericana. El nuevo gobierno examina incluso la posibilidad de comprar los sistemas S-400 rusos, en un momento en que Estados Unidos, junto con los militares aliados de Australia e Italia destinados allí, abandona la base aérea de Al-Taqaddum, en Habbaniyah, a ochenta kilómetros de Bagdad. Pero la tensión y el caos continúan ahogando al país: el norte kurdo está en manos del corrupto clan de los Barzani, presidida la región autónoma ahora por Nechirvan Barzani, sobrino del viejo Masud; muchas ciudades iraquíes están destruidas, en Basora fluyen aguas fecales en los grifos de las casas, y las milicias enfrentadas luchan por sus territorios y por su fe, prisioneros de la división sectaria que impulsó Estados Unidos: la sede en Bagdad de la cadena de televisión de Arabia, MBC, fue ocupada por milicianos proiraníes de Hashd Al-Shaabi, las Fuerzas de Movilización Popular, PMF, porque la emisora había calificado a Abu Mahdi Al-Muhandis (su líder, asesinado por Estados Unidos junto a Qasem Soleimani) de terrorista.

Tras Egipto y Turquía, Irán es el país más poblado de la región, y se enfrenta a un angustioso futuro, amenazado por la guerra. La operación norteamericana para asesinar al general Qasem Soleimani, las nuevas sanciones económicas impuestas por Washington, la recurrente acusación a Teherán de que financia el terrorismo, y la exigencia de que el régimen de los ayatolás retire a sus tropas de Siria y renuncie a disponer de armamento nuclear, dibujan el acoso de Estados Unidos a Irán. El abandono unilateral por Washington (que Pekín, Moscú y Bruselas consideraron innecesario y perjudicial) del acuerdo nuclear 5+1, ha llevado al gobierno de Jatamí a dejar de cumplir algunas de las obligaciones comprometidas en él. Trump, espoleado por la presión israelí, consideró que el acuerdo de 2015 con Teherán, firmado con Obama, era insatisfactorio y no contempla el programa de misiles iraní, además de limitar las obligaciones de Teherán sólo hasta 2025. Pese a que la OIEA y las propias agencias norteamericanas admitieron que Irán cumplía con las obligaciones del acuerdo, Trump decidió romperlo: busca el derrocamiento del régimen, de momento a través de la presión diplomática, de la asfixia económica y de operaciones terroristas encubiertas. Curiosamente, antes de que Trump rompiera el convenio nuclear el régimen iraní estaba dispuesto a un entendimiento con Washington que dejase atrás décadas de disputas.

Las sanciones norteamericanas han creado una difícil situación, sobre todo en las entidades financieras, en el transporte y en la producción petrolera, agravadas por la caída de los precios del crudo. A finales de 2018, Trump decretó nuevas sanciones contra la industria petrolera iraní y contra su sistema bancario, impidiendo la relación con el sistema SWIFT, y persigue prorrogar el embargo de armas a Irán que acordó el Consejo de Seguridad de la ONU y que finaliza en octubre de 2020, pese a que Rusia y China se oponen a extender el embargo. Aunque Estados Unidos intenta desestabilizar a Irán, las grandes protestas en el país de finales de 2019 no fueron inspiradas por los norteamericanos, aunque intentasen después utilizarlas: la agudización de la crisis, el aumento del precio de la gasolina, los cupos para su adquisición y la precariedad fueron el detonante de las manifestaciones, duramente reprimidas por el régimen teocrático, cuyas fuerzas de seguridad causaron varios centenares de muertos y miles de heridos, en una de las más sanguinarias represiones de los últimos años. La gravísima situación económica ha forzada al Majlis a cambiar la moneda oficial, el rial, por una nueva divisa, el tomán, suprimiendo cuatro ceros en los billetes en un intento de contener la inflación. Irán ha aumentado su influencia en Iraq, y el nuevo gobierno de Bagdad se muestra receptivo: el ministro de defensa iraquí, Yuma Anad Saadoun, ya ha iniciado conversaciones para incrementar la cooperación militar con Teherán. En el tablero, la permanente amenaza norteamericana, el temor a una nueva guerra en la región, y la imprevisible actuación de Netanyahu y de Mohamed bin Samán, rivales regionales y enemigos poderosos: Israel dispone de armamento atómico y Arabia quintuplica el presupuesto militar iraní.

En Afganistán, las elecciones de septiembre de 2019 se celebraron con la habitual compra de votos y procedimientos fraudulentos, que ha sido la tónica desde la invasión del país y el establecimiento del primer gobierno impuesto por Estados Unidos, aunque ello no ha evitado las luchas de banderías. En marzo de 2020, tanto el presidente Ashraf Ghani como el vicepresidente Abdullah Abdullah tomaron posesión en Kabul, configurando una efímera dualidad de poder que se complicó por las ambiciones de otros grupos, como el del expresidente Hamid Karzai. Las presiones norteamericanas lograron después un acuerdo entre las dos partes con la formación de un gobierno de unidad, donde Ghani retiene los principales mecanismos de poder y Abdullah pasa a presidir el Alto Consejo de Reconciliación Nacional, decisiones que los talibán contestaron con nuevos atentados. Rusia, China, Irán y Pakistán apoyan negociaciones para terminar la guerra y para la retirada de tropas extranjeras del país, que son básicamente las norteamericanas y las de sus aliados de la OTAN.

Estados Unidos, que llegó a tener en el país ciento diez mil soldados en 2011, mantiene todavía trece mil, pero el acuerdo firmado en febrero con los talibán (en Qatar, con presencia de Pompeo) estipula su retirada en un plazo de catorce meses. Washington apuesta por un acuerdo negociado entre los distintos sectores políticos del país, incluidos los talibán, para asegurar que el país se mantenga dentro del área de influencia norteamericana. El propio Donald Trump habló con el mulá Abdul Baradar Akhund, el dirigente talibán que negoció el acuerdo. En una muestra más de una disparatada estrategia, Estados Unidos aceptó la exigencia talibán de dejar fuera del acuerdo al gobierno de Ghani mientras, en nombre de éste, aceptaba la exigencia talibán de que cinco mil de sus miembros encarcelados fueran puestos en libertad. Ghani se oponía pero acabó cediendo, y ya ha empezado a liberar a centenares de presos talibán de la cárcel de Bagram. La base norteamericana de Lashkar Gah y otra en Herat están en proceso de desmantelamiento, aunque los enfrentamientos no se han detenido, incluso han aumentado en muchas regiones: los talibán siguen atacando a las fuerzas gubernamentales, aunque se abstienen de hostigar a los norteamericanos. La invasión norteamericana ha destruido el país y no ha conseguido ninguno de sus objetivos; la producción de opio ha aumentado, buena parte de la población se encuentra desnutrida, y existen centenares de miles de desplazados internos.

Cuatro. Convertida Libia en un Estado fallido tras la intervención norteamericana, francesa y británica de 2011, el enfrentamiento entre el gobierno de Acuerdo Nacional de Trípoli y las tropas del mariscal Haftar, de Tobruk, añadido a la persistencia de áreas controladas por señores de la guerra y milicias, al tráfico de seres humanos y a la existencia de mercados de esclavos, ha creado un infierno a las puertas de Europa. Los enfrentamientos entre los dos bandos principales han llevado también a suspender las exportaciones de petróleo desde puertos como Marsa Brega, Zuwetina, Ras Lanuf, Al Hariga y Sidra, y la vida de los libios se ha reducido a la subsistencia extrema, prisioneros de los grupos armados que campan por todo el país. El endiablado laberinto libio lleva a que Turquía, Italia y Qatar apoyen al gobierno de Fayez al-Sarraj, mientras Francia, Egipto y Arabia apoyan a Haftar, un hombre que colaboró con la CIA y fue utilizado por Washington en los años de su acoso a Gadafi. Hoy, Estados Unidos acusa a Rusia y Siria de ayudar a Haftar, e incluso de mandar cazas Mig y trasladar a combatientes desde Siria para apoyarlo, además de hacerles responsable de la supuesta presencia del grupo militar ruso Wagner, y su Departamento de Estado denuncia que Moscú busca conseguir “ventajas políticas” en Libia, extremos que Moscú niega. Las tropas de Haftar se encuentran cerca de Trípoli, pero el gobierno de Fayez al-Sarraj ha conseguido detenerlas gracias a la ayuda turca, que suministra drones de bombardeo y baterías antiaéreas. Por su parte, la Unión Europea, atada por las diferencias entre Francia, Italia y Alemania, apoya el llamado proceso de Berlín para una solución negociada entre las partes, como hacen Estados Unidos y la OTAN, pero al mismo tiempo financia a la corrupta y criminal guardia costera del gobierno de Al-Sarraj: Bruselas está más preocupada por la llegada incontrolada a Europa de inmigrantes desde las costas libias que por la desesperada situación de la población local, de los fugitivos que llegan de los países del Sahel, y de los mercados de esclavos.

Egipto, que ya ha superado los cien millones de habitantes, dispone de tierras cultivables en apenas un cinco por ciento de su territorio, y el agua del Nilo es su principal riqueza; sufre una gravísima crisis económica, y la dictadura militar del general Al-Sisi gobierna, desde el golpe de Estado de 2013, recurriendo a la más dura represión de las protestas sociales y aplastando a las incursiones islamistas. El Cairo, que apoya a Haftar en Libia, mantiene un duro enfrentamiento con Etiopía por la presa Al Nahda que construye Addis Abeba y que apoya Sudán; las negociaciones que se celebraron en Washington no han dado ningún resultado hasta el momento, pero Estados Unidos intenta mantener las conversaciones bajo su paraguas diplomático. El gobierno de Al-Sisi afronta además la pandemia, la actividad de los grupos islamistas, y rechaza las pretensiones etíopes sobre el volumen de agua del Nilo que puede retener en Al Nahda. El Cairo espera el apoyo de Arabia y de los Emiratos Árabes Unidos, aunque también recela de sus inversiones en el proyecto, mientras Etiopía confía en la defensa militar israelí y en Estados Unidos. En 2016, el dictador Al-Sisi cedió a Arabia dos islas sobre el Mar Rojo, Tirán y Sanafir, que cierran el golfo de Aqaba, decisión que, aunque pertenecían históricamente a Arabia, suscitó críticas en Egipto. Riad quiere utilizar esas islas para construir un puente que comunique la futurista Neom con Sharm el-Sheij: Arabia con la península del Sinaí.


Estados Unidos y sus aliados occidentales (Gran Bretaña, Francia) deberían abandonar Oriente Medio: es un requisito imprescindible para que la región deje de ser el escenario de la guerra, el caos y la destrucción en que la ha sumido el imperialismo en el último siglo, agravado en las dos últimas décadas por las guerras norteamericanas. Pero que esa salida norteamericana sea necesaria, vital, no quiere decir que vaya a producirse, aunque los países de Oriente Medio sigan viviendo sobre arenas movedizas. Con el mundo mirando cada vez más hacia la gran región del Asia-Pacífico, Oriente Medio ha perdido importancia estratégica, pero continúa siendo un nudo vital para la producción y distribución de energía y uno de los principales escenarios de confrontación de las grandes potencias, y aunque Estados Unidos está redirigiendo su atención y sus recursos hacia el Pacífico no va a abandonar la región: está reevaluando sus objetivos, adaptándose a la nueva realidad y trasladando la mayor parte de sus fuerzas militares hacia las áreas donde se está configurando el nuevo equilibrio mundial, que ya no es unipolar pese a la arrogancia norteamericana. Y Estados Unidos ha decidido apostar fuerte, con la mirada puesta en Pekín y Moscú sin dejar por ello los torturados escenarios de Oriente Medio. El descubrimiento de una relativa debilidad y la disminución de su peso en el mundo no llevan a Washington a la prudencia, sino a la aventura, al incremento de la presión y, tal vez, conduzca al planeta al caos y la guerra. El inquietante anuncio de Georgette Mosbacher, embajadora norteamericana en Varsovia, sobre la posible instalación de armas nucleares en Polonia; el envío de portaaviones a los mares cercanos a China, el abandono estadounidense del Tratado INF, su anunciada salida del Tratado de Cielos Abiertos y las alusiones al fin del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares y del Tratado START III son malas señales para un mundo que renquea. Si Trump y otros gobernantes norteamericanos utilizan un lenguaje agresivo, bélico, y lanzan amenazas contra China y Rusia, si desenfundan revólveres y disparan sanciones, si diseñan ejercicios de guerra en el Pentágono para amedrentar al mundo, ello significa que los días de su dominio solitario del mundo han terminado: son ya un recuerdo del pasado, pero eso no asegura la paz.

Fuente: https://rebelion.org/viviendo-sobre-arenas-movedizas/

Eurasia como eje del siglo XXI

Alberto Cruz

REBELIÓN | 21/04/2016

El título que se le ha puesto a esta intervención de la XXXIII Semana Galega de Filosofía puede parecer irreal, arriesgado o factible. Es evidente que yo me sitúo en esta última posición. No sólo eso, voy un paso más allá y considero que es algo no ya factible sino que es una realidad que difícilmente se puede negar.

Antes de entrar en materia hay que partir de una premisa también incuestionable: el mundo cambia y Occidente ya no es el actor principal. Han surgido nuevos actores geopolíticos que han hecho que esta decadencia de Occidente sea ya irreversible.

Dado que el tema central de este año es «Filosofía y política», voy a referirme a un filósofo y político que a mí me gusta bastante, Antonio Gramsci, cuando hace ya cien años definió de forma totalmente precisa qué es una crisis. Dijo que la crisis se produce cuando lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer, por lo que en ese interregno se generan monstruos. Es evidente que hoy uno de los monstruos es la organización llamada Estado Islámico. Y yo añado algo más: otro de los monstruos es el mismo Occidente, alarmado ante esa pérdida de su hegemonía mundial y que actúa cada vez más como una fiera herida, lo que le hace cada vez más impredecible.

Que Occidente ya no tiene el protagonismo internacional que tenía, que pierde hegemonía casi cada segundo que pasa no es algo que diga yo así, alegremente, sino que es algo que reconoce el propio Occidente. La Unión Europea, en la Conferencia Europea de Seguridad que se celebró en Berlín durante el mes de febrero, dijo, entre otras cosas a las que luego me referiré, que «la alianza entre la UE y EE.UU. es hoy más débil y menos relevante que nunca».

Volviendo a Gramsci, está claro que lo viejo que no termina de morir es Occidente y que lo nuevo que no termina por nacer está aún por definirse en los términos sociales, políticos y económicos, aunque ya se puede indicar que surge con unas premisas que son inconcebibles para Occidente: multipolaridad, no injerencia y diplomacia.

Si hay que establecer una fecha en la que esto pasa de ser factible a real es 2008, cuando como consecuencia de la crisis política, social, económica y moral de Occidente -y ahí está el caso de los refugiados como claro exponente- dos países vieron llegado su momento de ocupar un lugar preponderante en las relaciones internacionales: China y Rusia.

Como es lógico, esto no es algo que surgiese en el 2008 como las setas, por generación espontánea, sino que ya venía fraguándose de forma más o menos silenciosa hasta que en ese año se manifestó de forma abierta.

En el caso de China hay que remontarse a marzo de 1999. Ese año la Asamblea Nacional Popular, el Parlamento chino, adoptó dos resoluciones clave en política exterior: el comienzo de una expansión de su política de alianzas fuera de la zona asiática, incluyendo como zonas preferentes a África y América Latina, y el basamento de que ello tenía que enmarcarse en lo que se conoce como «consenso de Beijing» y que, en síntesis, consiste casi en las mismas líneas de actuación que están poniendo los nuevos actores geopolíticos que están desbancando a Occidente, es decir, la multipolaridad, la no injerencia y la diplomacia. La ANP consideraba que con el desarrollo de esta política en estos continentes llegaría en el año 2027 a la paridad estratégica con EE.UU. en todos los ámbitos, el económico, el político y el militar.

EE.UU. respondió a esta planificación con una acción inusual, pero lógica dentro de su concepción de la política exterior: bombardeó la embajada china en Belgrado. En ese año, en ese mes, estaba en pleno apogeo la guerra contra Serbia. EE.UU. ofreció tres versiones distintas de ese bombardeo, desde el error hasta que albergaba unas antenas desde las que el ejército serbio estaba eludiendo el control de sus comunicaciones por parte de la OTAN. También para evitar que las partes de un supersofisticado avión estadounidense que había sido derribado por los serbios fuesen entregadas a Beijing, como así ocurrió después. Pero con ello EE.UU. propinaba un pescozón a China, algo así como decir, «¿de qué vas? ¿de verdad crees que puedes equipararte a mí?».

Los chinos nunca olvidaron. En 2009, uno de los principales generales del Ejército Popular de Liberación lo reconoció de forma abierta diciendo: «fue una afrenta; entonces no podíamos devolver el golpe, pero ahora sí» (1).

El otro país que esperaba su momento era Rusia. Si no habéis leído el espléndido libro de Naomi Klein «La doctrina del shock», hacedlo; el capítulo referente a Rusia es muy ilustrativo del saqueo a que fue sometido el país tras la desaparición de la URSS. La etapa de Yeltsin fue El Dorado para EE.UU. y, en menor medida, la UE. Hasta que en el 2000 llegó Putin a la presidencia. Entonces hizo dos cosas que supusieron que se convirtiese, hasta hoy, en la bestia negra de EE.UU. y la UE: paralizó las privatizaciones y se enfrentó a la oligarquía. Hay que decir que históricamente en Rusia ha habido dos sectores: los pro-occidentales, euroatlánticos, como se llaman a sí mismos, y los euroasiáticos. Esto ha sido así en la Rusia zarista, en la URSS y en la actualidad. Putin pertenece al sector euroasiático y a quien se enfrentó fue a los pro-occidentales y apoyó, y se apoyó, en la oligarquía euroasiática. Supongo que se recordará la campaña que llevaron a cabo EE.UU. y la UE cuando Rusia encarceló a uno de esos oligarcas pro-occidentales, Jodorjovski, que pretendía hacerse -y casi lo logró- con el control de uno de los recursos básicos de Rusia: el petróleo. Controlar el petróleo, eso pretendía Occidente, dejar sin columna vertebral a Rusia.

Los euroasiáticos lo entendieron a la perfección. Putin lo expresó muy gráficamente cuando dijo: «sólo una Rusia con pleno control de sus recursos energéticos y con la recuperación de sus aliados durante la etapa de la URSS hará posible mantener una Rusia independiente y con voz geopolítica». Así que lo puso en marcha en su zona, sentando las bases para la Unión Económica Euroasiática (que está jurídicamente activa desde el 1 de enero de este año, estimándose en un total de 900.000 millones de dólares el intercambio comercial que moverá y de la que forman parte la propia Rusia, Bielorrusia, Kazajstán. Kirguizistán y Armenia); restaurando los lazos con su aliado tradicional en América Latina, Cuba, a quien condonó la totalidad de la deuda que la isla tenía con la URSS -lo que facilitó que Cuba hiciese de introductor de Rusia en América Latina-, y retomando las relaciones con sus aliados en Oriente Próximo. Pero aquí sólo tenía dos, Irak y Siria. Supongo que no hará falta recordar que lo primero que hizo EE.UU. tras la invasión y ocupación neocolonial de Irak, en 2003, fue no reconocer los acuerdos a los que había llegado el gobierno de Sadam Husein con Rusia y China en materia petrolera. Así que sólo le quedaba uno: Siria. En 2009 y 2010 Rusia y Siria firmaron acuerdos y convenios económicos por valor de 13.000 millones de dólares. Con el antecedente de Irak, los rusos no iban a consentir algo parecido y a lo mejor esto ayuda a entender el por qué del interés de Rusia en este país árabe, además de otros intereses geopolíticos.

La Organización de Cooperación de Shangai

Por lo tanto, China y Rusia estaban recorriendo unos caminos paralelos de claro enfrentamiento con Occidente y al constatarlo, terminaron confluyendo. Compartían intereses geopolíticos y una misma zona, Eurasia. La confluencia era inevitable. En 2001 dos países que llevaban años mirándose de reojo, desde el enfrentamiento ideológico por cómo había que entender el comunismo en los años 60, firmaron el Tratado de Buena Vecindad, Amistad y Cooperación. Pero ese año también EE.UU. dio un paso más con la guerra contra Afganistán, por lo que ya se situaba en una zona muy sensible para los dos países. Eso es lo que les incentivó para que, también en 2001, se impulsase la Organización de Cooperación de Shangai que desde que había sido creada, en 1996, languidecía.

La OCS tuvo dos objetivos iniciales: evitar el flujo de drogas desde Afganistán hacia los territorios de los países que la forman y dificultar las mal llamadas «revoluciones de colores» en Asia Central. El tema de las drogas es interesante porque una de las consecuencias desconocidas de la presencia occidental en Afganistán es que el cultivo de opio se ha incrementado hasta cifras desconocidas y que son muy superiores a las que había durante la etapa del gobierno talibán. La ONU lo reconoce así cuando dice que con los talibanes la extensión máxima fue de 94.000 hectáreas y que con los occidentales se llegó a las 193.000 y ahora está en las 224.000 hectáreas. El opio es fundamental para la heroína, y el consumo de heroína ha descendido en Occidente mientras que se ha incrementado en Asia, especialmente en India y en Pakistán.

Esta es una de las razones por las que tanto India como Pakistán, dos enemigos de siempre, decidieron incorporarse a la OCS, siendo admitidos como miembros de pleno derecho el verano pasado. Y por las que el propio Afganistán ha decidido convertirse en país observador dentro de la OCS: ya que Occidente ha sido incapaz de controlar el cultivo de opio, o más bien lo ha fomentado, a ver si quienes lo han combatido le ayudan a reducirlo.

Desde 2001 hasta 2012 la OCS ha ido ampliando su ámbito de intervención y, además de la cooperación militar, tiene competencias en aduanas, agricultura, comercio, tecnología y energía. Incluso ha llegado a hablar de moneda común y de tener su propio banco, que creo ya no seguirá adelante tras la constitución del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras. Si tenemos en cuenta que Irán será aceptado como miembro de pleno derecho de la OCS este verano, tendremos completo el panorama.

Hoy día la OCS es vital tanto para China como para Rusia, incluso para Irán, y eso preocupa a EE.UU. Tanto que en 2012 elaboró una nueva Estrategia de Seguridad Nacional (3) en la que estableció como prioridad de su política exterior Asia. En esa ESN se decía que «los intereses estadounidenses están inextricablemente ligados a Asia» y que esos intereses estaban amenazados por Rusia, China e Irán. Esto mismo acaba de repetir, casi palabra por palabra, Hilary Clinton en uno de sus mítines a la presidencia. En esa ESN se dice también que «el surgimiento de China como potencia afectará a la economía de EE.UU. y nuestra seguridad». Sin embargo, este giro hacia Asia ha tenido para EE.UU. una consecuencia o no prevista o minusvalorada: ha sido entendida por algunos aliados como Turquía o Arabia Saudita como una retirada de Oriente Próximo, lo que les ha llevado a actuar por su cuenta. También este dato tiene que ayudar a entender lo que está pasando en Siria, entre otros países árabes.

La cooperación estratégica entre China y Rusia

Al conocer la ESN y lo que ello conlleva, tanto China como Rusia dieron un paso más en su relación y afianzaron su acuerdo de cooperación estratégica. Rusia es una potencia militar y energética, como el petróleo y gas, mientras que China es un gran proveedor de productos y con una gran reserva de divisas. No es extraño que ahora los dos países hayan dado pasos espectaculares en cuanto al comercio bilateral, que ha pasado de los 63.000 millones de euros en 2011 a los 95.000 millones de euros en 2014, estimándose que para el 2020 ya habrá alcanzado la cifra de los 150.000 millones de euros.

Rusia ha vendido a China su sofisticado misil S-400, está ayudando a la modernización del ejército chino y está a punto de cerrar la venta de aviones Sujoi, que han tenido un escaparate perfecto en Siria. De hecho, además de los chinos, también India e Indonesia han manifestado interés en la compra de estos aviones.

Si a ello se añade el acuerdo gasístico que los dos países firmaron el año pasado, por el que durante un plazo de 30 años, renovables, Rusia va a convertirse en el proveedor del 30% del gas que necesita China, tendremos un cuadro mucho más claro de lo que este comercio representa y de que va más allá de una cuestión dineraria: es una relación estratégica entre los dos países. Estratégica porque Rusia es ya el principal proveedor de petróleo de China. En agosto del año pasado superó a Arabia Saudita. Esto tiene una explicación. Durante la campaña para agredir a Libia, los sauditas amenazaron -también lo han reconocido los chinos- con cortar el suministro de petróleo si China vetaba la guerra en el Consejo de Seguridad de la ONU. Esta es la razón por la que China se abstuvo, mientras que Rusia lo hizo por las desavenencias entre el entonces presidente, Medvedev, pro-occidental, y Putin.

El caso es que China, al igual que pasó con el bombardeo de su embajada en Belgrado, también aprendió y decidió buscar suministradores alternativos a los sauditas. Hasta ese momento, Arabia Saudita era el principal proveedor, seguido de Angola, de Rusia y de Irán. Ahora se han invertido los términos y aunque hay quien sostiene que los sauditas son el segundo proveedor de China, otros apuntan que ya lo es Irán. En lo que todos coinciden es que el que Rusia haya desbancado a los sauditas como principal proveedor de petróleo de China indica que la cooperación entre los dos países es irreversible.

Con ser esto importante, lo es aún más el hecho de que China y Rusia han acordado que la venta tanto de petróleo como de gas se puede realizar tanto en yuanes como en rublos. Es decir, se inicia de forma clara el proceso de desdolarización de la economía mundial, basada en gran parte en los petrodólares. No hay cifras aún de qué porcentaje del comercio bilateral entre ambos países ha sido en sus monedas, dado que esto se decidió en diciembre de 2014 y las cifras macro de 2015 no se conocerán hasta más o menos el verano de este año, pero las estimaciones apuntan que ha alcanzado el 6% del total y que para este año 2016 puede llegar al 13%. Además, ya hay experiencias piloto en ciudades fronterizas de China y de Rusia en las que se pueden utilizar tanto yuanes como rublos. Como digo, el proceso de desdolarización ya se ha iniciado.

Notas:

(1) Alberto Cruz: «China inicia el cambio en la geopolítica internacional» http://www.nodo50.org/ceprid/spip.php?article793

(2) http://onudc.org/documents/wdr2015/word_drug_report2015.pdf

(3) Alberto Cruz: «La nueva estrategia de defensa de EE.UU: el último intento por mantener el dominio mundial» http://www.nodo50.org/ceprid/spip.php?article1355

Esta intervención se realizó en el marco de la XXXIII Semana Galega de Filosofía que con el título de «Filosofía y Política» organizó el Aula Castelao en Pontevedra entre los días 27 y 31 de marzo. Contaba con el apoyo de varios gráficos que se han eliminado dado que el formato de página que utiliza el CEPRID no hace posible su visualización. El autor ha añadido las citas para su publicación.

Fuente: https://rebelion.org/eurasia-como-eje-del-siglo-xxi-i/

“La ofensiva imperialista, desatada al derrumbarse la URSS, se ha empantanado en Asia”

MOTOR ECONÓMICO

Entrevista a Jorge Beinstein

Tras casi una década de crisis, ¿cómo ves la salud del capitalismo y de su intento de revertir la caída de la tasa de ganancia?

JB: En realidad la crisis del sistema comenzó mucho antes de 2008, tendríamos que retroceder hasta los años 1970 o como lo señalaba Mandel hacia fines de los años 1960. A partir de ese período comenzó a descender tendencialmente la tasa de crecimiento real del Producto Bruto Global, proceso motorizado por la desaceleración de las grandes economías centrales como las de Estados Unidos, Japón, Inglaterra o Alemania (en ese momento Alemania Federal) y también a expandirse la llamada financiarización del capitalismo.

2008 fue un punto de inflexión que marcó el agotamiento de la financiarización que había sido la droga dinamizadora del capitalismo, su euforizante y su parásito al mismo tiempo. Si tomanos el caso de los “productos financieros derivados”, la espina dorsal del sistema financiero (y en consecuencia del capitalismo mundial), constatamos que hacia el año 2000 llegaban aproximadamente a los 100 billones (millones de millones) de dólares equivalentes unas tres veces el Producto Bruto Global, en 2008 alcanzaban los 685 billones de dólares casi unas 11 veces el PBM, pero ese año se produjo la gran crisis financiera y la masa nominal de derivados dejó de crecer, se mantuvo en una suerte de estancamiento inestable. En diciembre de 2013 llegaban a los 710 billones (unas 9 veces el PBM) y en 2014 comenzó el desinfle: hacia diciembre de 2015 habían caído a unos 490 billones de dólares (seis veces el PBM), en solo dos años se evaporaron 230 billones de dólares, que representaron algo menos de tres veces el PBM de 2015. El desinfle de esa hiperburbuja, en realidad la madre de todas la burbujas, golpeó duramente a los precios y a las inversiones, las economías centrales se estancaron, tuvieron crecimientos bajos o entraron en recesión.

Como sabemos en 2014 se produjo el derrumbe de los precios de las materias primas y la generalización de la que suele ser calificada como crisis deflacionaria global. El motor financiero dejo de cumplir el rol de euforizante y paso a ser un factor depresivo que empuja hacia abajo al conjunto del capitalismo. En lo que va del 2016 la situación ha empeorado y seguramente se va a agravar próximamente, numerosas señales así lo indican.

Cuando uno mira más en profundidad se da cuenta que por debajo del fenómeno, desde los años 1970 hasta hoy, aparece la acentuación de la tendencia a la declinación de la tasa de ganancia que de manera irregular, con algunas mejoras efímeras seguidas por fuertes caídas va acorralando a un sistema enfermo. Las mejoras pasajeras de esa tasa fueron obtenidas principalmente gracias a la mayor explotación de los trabajadores y/o a la depredación de los recursos naturales de la periferia. Por ejemplo el ingreso al mercado mundial capitalista de millones de obreros industriales chinos y de otras zonas de la periferia permitió a las grandes empresas deslocalizar sus instalaciones y así producir con salarios reducidos, gracias la aplicación de tecnologías mineras y agrícolas altamente destructivas del medio ambiente las economías imperialistas obtuvieron materias primas baratas (y súper beneficios). Entonces vemos como la curva representativa de la tasa de ganancia de las economías centrales dejaba de caer e incluso ascendía durante algunos períodos entre los años 1980 y 2000, pero esos remedios no consiguieron superar el problema y en lo que va del siglo actual la trayectoria a la baja es irresistible.

Ahora nos encontramos ante la tentativa siniestra de frenar ese descenso acentuando al extremo el saqueo de recursos naturales y sometiendo a centenares de millones de trabajadores a la superexplotación, para lograr esos objetivos es empleada una variedad de instrumentos que van desde las intervenciones militares directas y los llamados golpes blandos hasta la imposición autoritaria por parte de gobiernos seudo democráticos de planes económicos que producen desempleo y caídas de los salarios reales. Pero al poner en marcha esos remedios agravan la crisis del sistema, extienden el caos, expanden los espacios sociales ingobernables, deterioran las instituciones burguesas. Pretenden alejar el desastre pero en realidad lo amplifican.

¿Qué papel juega la deuda como elemento disciplinador? ¿Por qué debemos reclamar su impago?

JB: El endeudamiento estatal y privado fue un gran dinamizador del capitalismo desde las últimas décadas del siglo pasado, en países como los Estados Unidos el grueso de los salarios crecían muy poco, se estancaban y en algunos casos caían pero el crédito permitía mantener el consumo. El Estado podía seguir gastando en guerras u obras públicas aumentando su deuda. Y las deudas crecieron más y más hasta que tocaron techo. En 2008 se produjo el descalabro financiero porque una masa significativa de deudores privados no podían seguir pagando y estalló la burbuja inmobiliaria. El ciclo de crecimientos en base a deudas se agotó y se inició un ciclo opuesto de estancamientos, recesiones y crecimientos anémicos. Antes el endeudamiento era un mecanismo que permitía crecer desacelerando salarios, ahora aparece como un factor que impone restricciones de gastos sociales del estado, reducciones salariales reales y aumento del paro. Los polos financieros disciplinan a los estados que a su vez disciplinan a los trabajadores. ¿Pero cuanto tiempo puede durar esa degradación?, no mucho más, dicho deterioro hace a mediano o largo plazo ingobernables a las sociedades. La decadencia del sistema se generaliza, ya no solo afecta a sus estructuras económicas, sino también a sus reproducciones institucionales, ideológicas, políticas, etc. Las súper deudas, dados sus volúmenes, son impagables, solo pueden ser atendidas con más deudas lo que a su vez impulsa más estancamiento económico y desintegración social. No existe la formula mágica capaz de resolver el problema preservando el funcionamiento del sistema por una razón muy simple: la súper deuda no es otra cosa que la expresión de la decadencia del sistema, no es su causa sino su resultado, es uno de sus efectos visibles.

Como lo demostró el caso griego donde el gobierno “progresista” proponía seguir pagando “de otra manera” y mejorar la situación económica general, el sistema no ofrece esa posibilidad. Y no pagar la deuda significa romper con el sistema, con el centro financiero de un capitalismo global completamente financiarizado. Para los progresistas hacer eso sería “irracional”, sería apartarse del “mundo”, con lo cual aceptan la irracionalidad profunda del sistema que nos está llevando hacia el desastre, también identifican al “mundo” con las élites dominantes. En suma, pagar y pagar empobreciéndonos cada vez más cuando es perfectamente posible mejorar las condiciones de vida de la mayoría de la población dados los recursos técnicos disponibles siempre y cuando nos saquemos de encima al parasitismo, es decir al sistema, es decir al capitalismo tal cual existe en la realidad que no tiene nada que ver con los capitalismos imaginarios que nos proponen progresistas y conservadores simpáticos.

¿Qué opinas de la acentuación de las contradicciones interimperialistas entre EE UU, Alemania, Rusia, China….?

JB: Como lo señalé antes el capitalismo central, básicamente las economías dirigentes de la Unión Europea más los Estados Unidos y Japón, necesita saquear a la periferia para frenar, aunque sea durante un cierto tiempo, su decadencia económica, se trata de una mega estrategia imperialista global en curso. Cuando hablo de periferia extiendo el concepto tradicional no solo a Rusia y China sino además a las economías sometidas de Europa centro-oriental y del sur.

Pero esa gran ofensiva imperialista desatada al derrumbarse la URRS, terminó empantanándose en Asia. Peor aún: el propio mecanismo de reproducción global del sistema al fomentar el desarrollo capitalista subordinado de China contribuyó de manera decisiva a la creación de las condiciones que posibilitaron el ascenso y consolidación de de una clase dirigente combinación de burgueses y altos burócratas civiles y militares que fue ganando una creciente autonomía política, económica y tecnológica. Un capitalismo de Estado con rasgos estructurales y culturales muy sorprendentes que conforma la segunda potencia económica del planeta y ahora también científico-tecnológica. Según la National Science Foundation en 2016 los Estados Unidos gastarán en Investigación y Desarrollo el 27 % del total global seguidos por China con el 20 % y entre 2009 y 2013 mientras que los Estados Unidos incrementaron en un 7 % sus gastos de I+D, China lo hizo en un 78 %. Extrapolando esos ritmos, hacia mediados de la próxima década China pasaría a ser la primera potencia científico-tecnológica del planeta. En términos reales tal vez lo sea antes ya que los gastos estadounidenses son realizados sobre un aparato científico viejo, plagado de zonas grises, burocracias, etc. mientras que los gastos chinos se aplican a un aparato joven, muy dinámico, en rápida expansión.

En el caso ruso quienes pronosticaban en los años 1990 la desintegración de Rusia siguiendo lo que había ocurrido con la URSS se equivocaron completamente. El Estado y en especial su componente industrial-científico-militar se recompuso, el núcleo duro de las élites dirigentes aprovecho el auge de las exportaciones energéticas, recupero tradiciones nacionalistas que habían atravesado (y deformado) a la URSS y que se remontan a los orígenes mismos de la identidad rusa que no pueden ser asumidas sin integrar a las glorias del siglo XX, por ejemplo la victoria soviética sobre el nazismo que le costó a ese país 27 millones de muertos, el mayor sacrificio militar de un pueblo a lo largo de toda la historia humana. Eso no se borra fácilmente. También allí se forjó un capitalismo de Estado que se fue autonomizando.

En ambos casos lo que no debemos hacer es caer en el reduccionismo económico, es necesario ampliar la visión al conjunto de la historia de dichas naciones, de ese modo podemos llegar a entender tanto sus resistencias a la hegemonía occidental como sus numerosas contradicciones y debilidades.

Ambos capitalismos dependen de sus exportaciones a las grandes potencias tradicionales, existen complejos lazos financieros globales a los que están atados, pero existe también la amenaza de los Estados Unidos, sus agresiones, pretendiendo colonizarlos. Algunos analistas simplificadores pronosticaban hace algunos años que jamás ocurrirían confrontaciones militares de los Estados Unidos con Rusia o con China, lo hacían señalando que la globalización económica había engendrado una suerte de trama burguesa transnacional que sobre determinaba el comportamiento de los grandes estados cuyas rivalidades pasaban entonces a un segundo plano. Algo parecido pensaba cierta gente antes de la Primera Guerra Mundial cuando avizoraba la instalación de una súper burguesía mundial por encima de los estados, pero la guerra llegó desmintiendo esa fantasía.

En síntesis: integraciones, interdependencias de todo tipo entre grandes potencias pero al mismo tiempo rivalidades, guerras.

¿Qué papel juega la guerra imperialista hoy? ¿Está el capitalismo en su etapa senil?

JB: La guerra, el aparato militar, sus prolongaciones industriales y financieras, sus articulaciones mafiosas, constituye actualmente el núcleo central de las élites dominantes de los Estados Unidos que conforman un conglomerado de redes muy concentradas volcadas mayoritariamente a practicas parasitarias. Parasitismo, imperialismo y militarismo son conceptos decisivos cuando tratados de describir el comportamiento del Imperio. Estos rasgos del amo explican a su vez la dinámica de sus socios-vasallos (Alemania, Francia, Japón, etc.).

Los capitalismos centrales tradicionales necesitan para sobrevivir como tales (así como Drácula necesitaba sangre y más sangre) sobreexplotar los recursos naturales y masas trabajadoras de la periferia lo que lo convierte en una gigantesca fuerza tanática de alcance planetario.

Estados Unidos apoyado en ciertos casos por otras potencias occiddentales ha destruido a países como Afganistas, Irak, Libia o Siria, intenta cercar militarmente a Rusia, hundir su economía, está empezando a hostigar militarmente a China, se encuentra embarcado en la recolonización integral de América Latina a la que le reserva un destino mexicano.

Se trata de la guerra de Estados Unidos y sus socios-vasallos contra el resto del mundo, “guerra de cuarta generación” que combina una amplia variedad de formas (militar convencional, mediática, financiera, etc.) cuyo objetivo final es la transformación de ese “resto-del-mundo” en una vasta zona gris, con semi-estados fallidos, sociedades desarticuladas, caóticas indefensas ante el saqueo desmesurado.

Pero querer no es poder, más aún si las retaguardias imperialistas, sus espacios nacionales se encuentran en franca decadencia. Sus economías crecen cada vez menos, algunas de ellas ya están en recesión y sin posibilidades de recuperación atrapadas por sus tramas parasitarias. En ese sentido el concepto de senilidad es sumamente útil para entender lo que está ocurriendo, tanto desde el punto de vista productivo-tecnológico como ideológico. La cercanía de la muerte, la pérdida de vitalidad, no promueven la resignación serena del viejo crápula sino su irracionalidad, su tentativa desesperada por conservar lo existente e incluso acrecentar sus privilegios, a medida que avanza la pérdida de vitalidad se exacerban sus delirios. La RAND Corporation, la más importante consultora norteamericana en temas militares, acaba de publicar un estudio donde se desarrollan escenarios de una hipotética guerra entre los Estados Unidos y China, allí se miden posibles “pérdidas” de cada contendiente, etc. Circulan documentos similares referidos a una eventual guerra con Rusia.

¿Cree que el capitalismo puede “reformarse”, como sostiene la socialdemocracia?

JB: La reforma productivista y social del capitalismo, como lo pregona la socialdemocracia es en el mejor de los casos una simple expresión de deseos, en realidad se trata de un engaño que oculta la naturaleza real del capitalismo tal como hoy existe. Para lograr ese supuesto capitalismo con rostro humano sería necesario erradicar a sus centros hegemónicos financieros. Dicho de otra manera para salvar al enfermo habría que extirpar su corazón y su cerebro para luego mejorar lo que queda. El capitalismo del siglo XXI está completamente financiarizado y ese hecho es el resultado de un largo proceso histórico de carácter global, no el efecto no deseado de una desviación reversible. Es el resultado de la prolongada declinación tendencial de la tasa de ganancia y en consecuencia de la irrupción de su salvavidas financiero, del achatamiento de las inversiones productivas, de los modelos tecnológicos centrados en la depredación de recursos naturales y el ahorro de costos laborales.

El capitalismo solo nos ofrece vivir cada vez peor, no tiene otra posibilidad, no puede reproducirse como sistema global sin acrecentar su parasitismo y por consiguiente la superexplotación de sus víctimas a las que la marcha de la historia va conduciendo ante dos escenarios contrapuestos: el de la insurgencia anticapitalista y el de la degradación prolongada.

Fuente: http://motoreconomico.com.ar/entrevistas/la-ofensiva-imperialista-desatada-al-derrumbarse-la-urrs-se-ha-empantanado-en-asia

Desorden y agonía

Higinio Polo

REBELIÓN | 11/04/2020

Cuando Francis Fukuyama, en su libro de 1992, divulgó la tesis del “fin de la historia”, consiguió una celebridad mundial. La formulación era sencilla, pero demoledora para la izquierda: ante la evidencia de la desaparición de la Unión Soviética, podía afirmar que el comunismo había fracasado y que el capitalismo surgía victorioso como el único sistema que garantizaba la paz, la libertad y la igualdad. Sin embargo, en 2010 Fukuyama reconoció que no había comprendido el significado de la desaparición de la Unión Soviética y del bloque socialista europeo. Fukuyama había creído en el borracho Yeltsin (el rostro del sepulturero y ladrón que se impuso a sangre y fuego, apoyado por Occidente, con el golpe de Estado en el Moscú de 1993) y en la capacidad del liberalismo para satisfacer las necesidades humanas y, además, en 1992 olvidaba la existencia de China, ella sola la quinta parte de la humanidad, aunque sin la fortaleza que tiene hoy: en la última década del siglo XX, su presupuesto militar era aún inferior al de España. Pero muchos como Fukuyama resaltaron la victoria del capitalismo: era definitiva, la historia había terminado.

Un siglo después del libro de Lenin sobre el imperialismo como última etapa del capitalismo, la jerarquía entre las potencias depredadoras es evidente. La historia del imperialismo muestra sus dos objetivos principales: la ocupación de territorios para convertirlos en colonias y el saqueo de recursos ajenos, que dieron lugar a disputas que culminaron en la gran guerra. Tras la Segunda Guerra Mundial, su involuntario retroceso es debido a la lucha anticolonial (que es apoyada por la Unión Soviética) y a la debilidad de algunas metrópolis: Gran Bretaña metaboliza que no dispone ya de la fuerza militar y de los recursos suficientes para retener su vasto imperio colonial, que abarcaba entonces desde la India hasta Birmania, Kenia, Rhodesia y el Sudán, entre otros muchos territorios. En nuestros días, las diecisiete colonias que reconoce la ONU están en manos de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia: son pequeños territorios como las posesiones británicas en el Caribe: Anguila, Bermuda, Islas Caimán, Islas Vírgenes Británicas y Monserrat, que desempeñan casi siempre una función de paraísos fiscales, así como las Malvinas, Gibraltar o Santa Elena; o las de Estados Unidos, que cuenta con las Islas Vírgenes, Guam y Samoa; mientras que Francia retiene Nueva Caledonia y la Polinesia Francesa, en Oceanía. En total, apenas dos millones de habitantes. Sin embargo, el imperialismo no ha desaparecido, ni mucho menos: ha cambiado su configuración y sus procedimientos, hoy más sofisticados, que se concretan en su gigantesca capacidad para imponer ideas e información (en prensa y televisión, cine e internet), en el robo de datos e intercambios entre miles de millones de personas; en la imposición de bases militares a países soberanos (Estados Unidos cuenta con más de setecientas en todos los continentes), en la intimidación militar y diplomática, el recurso al terrorismo de Estado, el apoyo a grupos religiosos (evangélicos como en América Latina, islamistas en Oriente Medio) para que favorezcan sus objetivos, en la creación de grupos terroristas, la organización y apoyo de golpes de Estado (como en Ucrania o Thailandia), el estímulo de protestas en países que escapan a su control (Venezuela, Siria o el Hong Kong chino, son algunos de ellos), en el llamado lawfare o golpe de estado jurídico (como en Brasil), la utilización de ejércitos de bots para colaborar en golpes de Estado y campañas de descrédito y para influir en procesos electorales; en la imposición de regímenes clientes, y en la acción, chantajes y expolio de sus empresas multinacionales, la acción punitiva y castigo a distancia, como con los bombardeos de drones, e incluso la invasión y ocupación militar, a veces prolongada en el tiempo: Estados Unidos invadió Afganistán en 2001 y continúa manteniendo soldados allí, al igual que en Iraq, ocupado por sus tropas en 2003. El derrocamiento de gobiernos molestos, las invasiones y el inicio de guerras de agresión son características del viejo y también del nuevo imperialismo del siglo XXI, que además cuenta con el mayor poder militar de la historia: en 2020, Estados Unidos tiene un presupuesto para sus ejércitos de 738.000 millones de dólares.

La dominación colonial cambió tras la era analizada por Hobsbawm, que termina en la gran guerra, y, después, a causa de la emergencia del nuevo poder norteamericano que desarrolla sistemáticamente la guerra aérea y los bombardeos sobre poblaciones civiles, y de forma más sustancial tras los procesos de liberación nacional en Asia y África en la larga postguerra mundial que se inicia en 1945 cuando los condenados de la tierra de Fanon empiezan a protagonizar la descolonización. La conquista por la fuerza de territorios dejó de ser el objetivo principal del imperialismo norteamericano y europeo, aunque no renunciase a guerras e invasiones, y su acción se centró en apoderarse de recursos, capitales y mercados, y en la imposición de una cultura de raíces estadounidenses basada en el viejo y tramposo american way of life que glorificaba el capitalismo y empezaba a ocultar sus resortes racistas a través de los mecanismos del cine, la televisión, la industria musical, junto con la masiva difusión del inglés, y, a finales del siglo XX, con los nuevos recursos surgidos del mundo digital y de la progresiva universalización de internet.

La crisis del capitalismo y de su acción imperialista empezó a ser evidente desde la derrota norteamericana en Vietnam, pero no era visible, y pudo transformarse. Por eso, el hundimiento del socialismo real europeo (cuya causa es una mezcla de acoso exterior, incapacidad para resolver su propia crisis, retroceso ideológico y renuncias del Moscú de Gorbachov, que abandonó a sus aliados europeos y desmanteló el Pacto de Varsovia), y el posterior colapso soviético (fruto, sobre todo, de la propia reacción interna, del caos gorbachoviano y del impulso y apoyo del gobierno ruso de Yeltsin a la fragmentación de la Unión Soviética) dieron una oportunidad de oro al imperialismo, le permitieron penetrar en todo el Este de Europa, en el Cáucaso y Asia central, forjando el espejismo de su ilusoria victoria final y relanzando su intervencionismo mundial con el programa de los neoconservadores (Bush, Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz, Abrams, Perle) que tuvo en Oriente Medio su primer campo de acción: las guerras de Afganistán e Iraq, y, tras ellas, las guerras de Siria y Libia, y el golpe de Estado en Ucrania. La última década del siglo XX (los años de Yeltsin) y los primeros años del siglo XXI, vieron la destrucción de la economía soviética y el paralelo fortalecimiento de la norteamericana, que se propuso dominar el planeta. Incluso la incorporación de China a la OMC, en 2001, se anunció como la culminación de la victoria del capitalismo: las multinacionales norteamericanas iban a apoderarse de la estructura productiva china y del mayor mercado del planeta (hoy, con mil cuatrocientos millones de personas).

No ha sido así. La planificación, bajo Clinton, y la aplicación, con Bush, de un completo programa de dominación planetaria se ha saldado con el fracaso, aunque el poder norteamericano sigue siendo preponderante en el mundo, con un grave inconveniente: Estados Unidos es capaz de iniciar guerras y destruir países, pero no puede imponer su voluntad a todo el planeta, singularmente a China y Rusia. Una de las paradojas de la acción imperialista es que Estados Unidos se ha convertido en el siglo XXI en una potencia más agresiva, iniciando más guerras y conflictos… pese a ver disminuida su fortaleza global y su porción de la producción y la economía mundial. Ni siquiera durante la década funesta de Yeltsin, con una Rusia paralizada y casi destruida, y con una China mucho más débil que la de nuestros días impulsando su desarrollo con suma cautela y escaso protagonismo internacional, fue capaz Estados Unidos de asegurar su dominio global con una pax americana que reflejase su supremacía: las guerras en Yugoslavia, la intervención en Kosovo, las guerras del Congo, la guerra en el Cáucaso checheno y en Tayikistán, fueron instigadas o iniciadas por Estados Unidos (o escaparon a su control, como con la caída de Mobutu o con el genocidio tutsi en Ruanda) para imponer su poder global, pero mostraron también las resistencias a su acción imperial: el poder norteamericano era determinante y hegemónico, pero no tan abrumador como pensaba Washington. Sus limitaciones fueron claras en las guerras de Afganistán, Iraq, Siria y Libia: el imperialismo norteamericano puede arrasar países, pero no puede controlar al mundo. Mataron a Gadafi, pero crearon un caos en Libia, que continua nueve años después. El retroceso en Iraq (cuyo gobierno, tras diecisiete años de ocupación, exige la retirada de tropas estadounidenses) y la derrota en Siria muestran los límites del imperialismo. Y, pese a ello, con Trump, la agresividad imperialista ha llegado tan lejos que amenaza no sólo a sus enemigos y adversarios (desde China y Rusia hasta Cuba, Venezuela, Irán o Corea del Norte) sino también a sus aliados: las disputas con Alemania y Francia han envenenado la relación trasatlántica, hasta el punto de crear serias disputas en la OTAN. Los imperialismos secundarios (Francia, Gran Bretaña y Alemania) aunque tienen sus propios intereses (la intervención francesa en el Sahel africano, por ejemplo, es constante), y aunque desempeñan un papel gregario acompañando al imperialismo dominante norteamericano y aceptando la mayoría de las agresiones exteriores lanzadas por Washington, se distancian en algunas ocasiones, como en la guerra de Iraq en 2003, gracias al empeño francés, o como hace Alemania en la disputa del gasoducto báltico.

Aunque los planes del nuevo imperialismo se han saldado con un fracaso, ese revés no ha impedido la reformulación de algunos objetivos: la guerra en Siria y la inestabilidad en todo Oriente Medio favorece el propósito norteamericano de sabotear el desarrollo económico de la nueva ruta de la seda china, dificultando el tránsito de mercaderías por el ramal que lleva desde las ciudades chinas de Urumqi y Kasgar pasando por Irán para llegar después a Turquía, limitando así la ruta hacia occidente a la vía principal que pasa por Astaná, Moscú y Minsk. Al igual que la persistencia del conflicto en el Donbás ucraniano, que complica la política exterior rusa, mantiene un peligroso foco de crisis en sus fronteras europeas, y facilita el reforzamiento del dispositivo militar norteamericano y de la OTAN en el Este de Europa y en el Mar Negro. Todo ello, además, obstaculiza el desarrollo de las relaciones políticas y económicas entre Europa occidental, Rusia y China, porque Estados Unidos quiere mantener a la Unión Europea como una entidad subordinada a sus propios objetivos, y con un limitado protagonismo internacional, saboteando la mismo tiempo los propósitos de sus enemigos.

El control por el imperialismo norteamericano y sus filiales europeas del sistema financiero internacional y de los canales de crédito y de transferencias monetarias, y la condición del dólar como moneda de intercambio y de reserva, explican su capacidad para imponer sanciones económicas, aplicar extraterritorialmente su legislación, dificultar transacciones bancarias y sabotear la venta de petróleo y otras materias primas, como ha hecho con Venezuela, Irán y otros países. China y Rusia han optado por limitar los intercambios en dólares, y han sido determinantes también para hacer posible la resistencia de Venezuela, Cuba, Siria y Corea del Norte, gracias a las ayudas económicas o militares (como en la guerra siria), al apoyo diplomático y el sostén financiero. Es muy probable que sin el apoyo económico y militar de China y Rusia, Corea del Norte hubiera sido ya atacada por Estados Unidos: la paralización de las negociaciones a seis bandas (las dos Coreas, China, Estados Unidos, Rusia y Japón) para la desnuclearización y pacificación de la península coreana a causa de la negativa norteamericana a firmar un tratado de paz con Pyongyang y garantizar que no atacará al país, y los frecuentes ejercicios militares cerca de sus fronteras y de sus aguas territoriales, ilumina el objetivo de Washington: derribar a su gobierno, y eventualmente, mantener un peligroso foco de crisis en las fronteras chinas.

Además de su apabullante fuerza militar, el imperialismo norteamericano dispone de su capacidad para imponer una determinada visión de los conflictos actuales y de la historia, de su destreza para presentar a mercenarios como libertadores, y de su habilidad para crear alarmas y crisis: por citar ejemplos recientes, del embuste de la “catástrofe humana” y la limpieza étnica y supuesta matanza en Kosovo, donde Alemania llegó a afirmar que Serbia había asesinado a cien mil albaneses y la mentira fue reproducida por la maquinaria propagandística norteamericana, a las “armas de destrucción masiva” de Iraq; de los falsos bombardeos sobre la población civil en Libia para justificar la agresión de la OTAN, a los inexistentes campos de concentración para uigures en el Xinjiang chino. Si la mentira ha sido siempre un recurso utilizado por el imperialismo, en nuestros días la intoxicación informativa se ha convertido en un procedimiento habitual y en una eficaz arma de guerra sucia, amplificada por los nuevos canales de comunicación. Pero esa fortaleza tropieza con graves problemas y evidencias inocultables de la realidad del capitalismo imperialista: hasta en la reciente reunión de Davos se ha abordado la conveniencia de impulsar un “capitalismo responsable”, que supuestamente sería receptivo ante los problemas del cambio climático y la desigualdad, y se preocuparía por los trabajadores, algo que no deja de ser un intento para diseñar un nuevo rostro amable del capitalismo depredador, ocultando la radical ferocidad del sistema: juntos, los dos mil multimillonarios del mundo poseen más riqueza que cinco mil millones de habitantes de la Tierra, y forman un Drácula capitalista que regenta y regula el banco de sangre del planeta, aunque el poder de las grandes corporaciones y multinacionales capitalistas haya cambiado. Como vio Lenin, la producción capitalista se ha concentrado en grandes consorcios y monopolios. Además, los antiguos gerentes y ejecutivos ligados a la propiedad empresarial se han convertido en CEO’s y su única guía es acumular las mayores ganancias con rapidez: no les preocupa sólo la producción en sí, ni los riesgos ecológicos; son capaces de destruir territorios, de inundar el mundo de basura, de encargar a intermediarios la producción de sus empresas aunque impongan condiciones de trabajo esclavistas, de envenenar ríos y de talar bosques, y de especular con la deuda de países ricos y pobres. Junto a ellos, se encuentran los mercaderes de la guerra, los fabricantes de armamento que consiguen contratos astronómicos, y los tiburones de las finanzas especializados en organizar gigantescas estafas, de imponer a los Estados el pago de subvenciones millonarias, y de jugar con los activos económicos y contratos de futuros siempre a costa de la población, poniendo a los gobiernos a su servicio. Todos ellos componen un entramado criminal, y el imperialismo desarrolla su acción en el mundo en función de sus objetivos.

La acción imperialista se debate hoy entre la tentación nacionalista expresada por Trump, partidaria de la reindustrialización de Estados Unidos y de un cierto repliegue militar sin abandonar su presencia planetaria, y el sector que apuesta por la globalización financiera, más ligado a los Clinton y al establishment tradicional, apoyado en los recursos del Pentágono y en la OTAN. Esa contradicción envenena los organismos gubernamentales de Estados Unidos y se expresa, por ejemplo, en los anuncios de Trump de retirada de tropas en Siria, en su proclamado deseo de evacuarlas de Afganistán en 2020, en la retirada parcial de Turquía, en su promesa de replegarse de Iraq (aunque crea que ahora no es el momento adecuado), y en su declaración, en 2018, asegurando que quería retirar las tropas estacionadas en Corea del Sur… seguido semanas después por la inauguración del nuevo Camp Humphreys cerca de Seúl, la base aérea más importante de Asia y una de las mayores del mundo, al tiempo que el Pentágono dificulta y congela la evacuación de soldados y prosigue la inercia del intervencionismo imperialista. Al mismo tiempo, la planificación del Estado Mayor norteamericano no cesa de exhibir su fuerza: entre febrero y mayo de 2020, el US Army desarrollará en Europa los ejercicios militares denominados Defender Europe 20, que suponen el mayor despliegue en el viejo continente de los últimos veinticinco años de tropas norteamericanas con base en Estados Unidos, y que implicarán a siete países europeos (Bélgica, Holanda, Alemania, Polonia, Estonia, Letonia y Lituania) llevando soldados hasta las mismas fronteras rusas. El objetivo del Pentágono apunta a Rusia y China, y su pretensión, revelada por la Bundeswehr, es manifiesta: “proyectar poder a nivel mundial”.

El dispositivo militar norteamericano en el mundo abarca los cinco continentes habitados y es la expresión del más feroz imperialismo que ha conocido la humanidad. Sin embargo, el gobierno de Trump contempla las bases militares en el exterior de una forma distinta a sus antecesores: quiere que no supongan un gasto excesivo e, incluso, que reporten beneficios económicos para Estados Unidos. Así, Trump pretende que los países que acogen bases norteamericanas paguen la totalidad del gasto que ocasionan los militares y el armamento desplegados y, además, una tasa del cincuenta por ciento: es el llamado Programa coste más 50, aunque tanto Japón como Alemania (los países con mayor número de militares estadounidenses acantonados) ya pagan una parte importante del coste de las bases, mientras que entusiastas nuevos aliados, como el gobierno de extrema derecha en Polonia, ofrecen contribuir con cantidades millonarias para que el Pentágono abra una nueva base militar en su territorio. Estados Unidos pretende también que Corea del Sur y España, entre otros países, paguen por las bases estadounidenses operativas: Seúl ya ha sufragado Camp Humphreys, en Pyeongtaek, inaugurada en junio de 2018, una de las mayores bases militares con que cuenta el Pentágono fuera de sus fronteras. Con Trump, la nueva doctrina pretende hacer pasar el despliegue militar estadounidense en el mundo, que históricamente ha tenido un marcado carácter imperialista, por un “privilegio” para los países que albergan bases y son “defendidos” por Estados Unidos. No en vano, el candidato Trump identificaba el vértigo de su país ante su nueva realidad (desindustrialización, decadencia y ruina de sus infraestructuras, y lacra de las drogas) achacando las causas, además de a China, a la supuesta ayuda norteamericana a otros países, cuando, en realidad, la causa de sus dificultades es el despliegue militar y su desmesurado presupuesto en guerras y patrullaje planetario, junto a su gigantesca deuda, pese a que Estados Unidos cuenta con el recurso a la máquina de imprimir dólares. Inclinado a ocurrencias y declaraciones estrafalarias, Trump anunciaba también su obsesión nacionalista, hasta el punto de poner en tela de juicio a la OTAN.

No por ello debe subestimarse el poder del imperialismo norteamericano, que sigue siendo dominante en el mundo, porque pese al errático proceder de Trump, Estados Unidos mantiene un elaborado programa que persigue su rearme nuclear y convencional, que estimula la intervención sistemática para derrotar gobiernos molestos y quiere limitar la influencia de las otras grandes potencias (China y Rusia) para la ampliación de su dominio: esa es la corriente profunda del imperialismo norteamericano, compartida por sus instituciones y sus centros de elaboración estratégica, aunque enfrentamientos internos (como el despido de Tillerson), guerras inacabables, gastos desmesurados, corrupción y cálculos precipitados dificulten a veces su propia acción: un estudio de expertos norteamericanos publicado en 2013 llegaba a la conclusión de que Estados Unidos gastó en la década posterior a la invasión de Afganistán de 2001, un total de cuatro billones de dólares en las guerras (en Afganistán e Iraq, y en las operaciones en Pakistán), y, pese a ello, su posición se ha complicado en Iraq, donde el propio gobierno de Mahdi ha exigido la retirada de las tropas norteamericanas. En 2018, incorporando los costes de la guerra en Siria, Estados Unidos había gastado ya seis billones de dólares en sus intervenciones extranjeras. Esa apuesta por el rearme va acompañada de un objetivo: sabotear el desarrollo de la colaboración económica entre China, Rusia y la Unión Europea, a la que podría incorporarse la India. Ese es el sentido de las sanciones impuestas por el gobierno norteamericano, en diciembre de 2019, a empresas europeas que colaboran en el Nord Stream 2, el gasoducto que atraviesa el Mar Báltico entre Rusia y Alemania. Estados Unidos, por las mismas razones, ha impuesto también sanciones al gasoducto Turk Stream que llevará gas ruso a Turquía y Europa a través del Mar Negro. Para conseguirlo, las amenazas han sido tajantes: senadores norteamericanos comunicaron al presidente de la empresa naviera suiza Allseas, Edward Heerema, que recibirían sanciones “mortales” si continuaban trabajando en el proyecto Nord Stream 2. Diez días después del anuncio hecho por Trump, Allseas, encargada de la instalación de las tuberías por el fondo del mar Báltico, cedió al chantaje y abandonó los trabajos. Moscú asegura que culminará el proyecto, aunque reconoce que se retrasará hasta finales de 2020. La acción imperialista se revela despiadada, pero también compleja, desde una Casa Blanca convertida en una taberna, y con los generales de Arlington y los espías de Langley decidiendo por su cuenta y llegando a sabotear iniciativas presidenciales. No sería la primera vez en la historia de Estados Unidos que se sabotean decisiones de la Casa Blanca: durante el mandato de Nixon, James Schlesinger (que fue director de la CIA y después jefe del Pentágono) ordenó al Estado Mayor, sin tener competencia para ello, que consultasen con Kissinger y con él antes de ejecutar una posible orden de Nixon para utilizar bombas atómicas: el secretario de Defensa temía los delirios del alcohólico y drogadicto presidente.

Viviendo en un mundo agónico, ese es el paisaje que las fuerzas de izquierda del mundo contemplan, a menudo con dificultades para articular un movimiento antiimperialista que tenga también el mantenimiento de la paz entre sus objetivos. La existencia de contradicciones entre el imperialismo dominante y los imperialismos menores (Francia, Gran Bretaña) ofrece un ámbito de trabajo para la izquierda aunque, a diferencia de las décadas de la posguerra mundial, sus componentes se hallan disgregados y sin centros de dirección y propuesta. La debilidad del movimiento por la paz, pese a que en ocasiones ha sido capaz de organizar gigantescas protestas, como en 2003 en vísperas de la agresión a Iraq, está ligada a esa dispersión, agravada porque a la histórica capacidad de los sindicatos y de la izquierda para movilizar a los trabajadores y a la población, se añade hoy la habilidad de los centros de poder del imperialismo para estimular, articular y dar forma a movimientos de protesta dirigidos contra países que no acepten su subordinación, hecho que crea confusión entre la izquierda, como ha ocurrido con la agresión a Siria o en las protestas conservadoras de Hong Kong.

La acción concertada de China y Rusia, opuestas a cualquier enfrentamiento militar con Estados Unidos, y la colaboración (económica, pero con consecuencias estratégicas) con otras potencias menores (India, Venezuela, Brasil, Irán, Sudáfrica) constituye hoy la principal oposición en el planeta a la acción depredadora del imperialismo, aunque al mismo tiempo el retroceso político en India y Brasil, con Modi y Bolsonaro cabalgando la nueva extrema derecha de identidad fascista, disminuye la solidez del bloque antiimperialista y complica los delicados equilibrios internacionales. Ni Pekín ni Moscú quieren nuevas guerras, y mucho menos un conflicto generalizado en el planeta, pero la agresiva inercia del imperialismo estadounidense puede romper fronteras y cavar más tumbas. Es la gran paradoja de nuestros días: en 1991, la victoria temporal del imperialismo escondió su alocada carrera hacia el desorden planetario y su propia agonía, sin que sepamos aún si el mundo podrá escapar del abismo (la destrucción ecológica, y la amenaza de una guerra global) al que le ha conducido el capitalismo.

Fuente: https://rebelion.org/desorden-y-agonia/

El nacimiento de un siglo euroasiático

Pepe Escobar

RED VOLTAIRE | 21/05/2014

Un fantasma persigue a Washington, la inquietante visión de una alianza china-rusa combinada con una expansiva simbiosis de comercio e intercambio de bienes a través de gran parte de la masa continental eurasiática a costa de EE.UU.

Y no es ninguna sorpresa que Washington esté ansioso. Esa alianza ya es un hecho en una variedad de maneras: mediante el grupo BRICS de potencias emergentes (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica); en la Organización de Cooperación de Shanghái, el contrapeso asiático a la OTAN; dentro del G20 y a través del Movimiento de No Alineados (NAM) de 120 naciones. El comercio y el intercambio de bienes son solo parte del futuro pacto. Las sinergias en el desarrollo de nuevas tecnologías militares también son de interés. Es seguro que Pekín quiere tener una versión del ultrasofisticado sistema de defensa aérea antimisiles ruso al estilo de La guerra de las galaxias después de que se introduzca en 2018. Mientras tanto, Rusia está a punto de vender docenas de cazas jet Sukhoi Su-35 de última generación a los chinos cuando Pekín y Moscú procedan a sellar una cooperación en el terreno de aviación e industria.

Esta semana debería deparar los primeros verdaderos fuegos artificiales en la celebración de un nuevo siglo eurasiático en gestación cuando el presidente ruso Vladimir Putin visite al presidente chino Xi Jinping en Pekín. Recordareis el “Ductistán”: todos esos oleoductos y gasoductos claves que cruzan de un lado a otro Eurasia para formar el verdadero sistema circulatorio de la vida de la región. Ahora parece que también se firmará lo último en acuerdos de Ductistán por valor de 1 billón [millón de millones] de dólares que se ha preparado durante 10 años. En ese acuerdo el gigante energético ruso controlado por el Estado, Gazprom, aceptará suministrar a la gigantesca Corporación Nacional de Petróleo de China (CNPC), controlada por el Estado, 3.750 millones de pies cúbicos de gas natural licuado diarios al menos por 30 años, a partir de 2018. Es el equivalente de un cuarto de las masivas exportaciones de gas de Rusia a toda Europa. La actual demanda diaria de gas de China es de cerca de 16.000 millones de pies cúbicos diarios y las importaciones cubren el 31,6% del consumo total.

Es posible que Gazprom todavía reciba la parte principal de sus beneficios de Europa, pero Asia podría ser su Everest. La compañía utilizará este meganegocio para aumentar las inversiones en Siberia oriental y toda la región será también reconfigurada como centro privilegiado de gas para Japón y Corea del Sur. Si queréis saber por qué ningún país clave de Asia ha estado dispuesto a “aislar” a Rusia en medio de la crisis ucraniana –y desafía al gobierno de Obama– no hay que buscar más allá del Ductistán.

Sale el petrodólar, llega el “gas-o-yuan”

Y luego, hablando de ansiedad en Washington, hay que considerar la suerte del petrodólar, o más bien la posibilidad “termonuclear” de que Moscú y Pekín se pongan de acuerdo en el pago del acuerdo Gazprom-CNPC no en petrodólares sino en yuanes chinos. Apenas se puede imaginar un desplazamiento más tectónico, en el cual el Ductistán se cruza con una creciente cooperación política-económica-energética china-rusa. Junto a ella aparece la futura posibilidad de un impulso, dirigido de nuevo por China y Rusia, hacia una nueva moneda de reserva internacional –en realidad un canasto de monedas– que reemplace el dólar (por lo menos en los sueños optimistas de miembros de los BRICS).

Directamente después de la decisiva cumbre china-rusa vendrá una cumbre de los BRICS en Brasil en julio. Es cuando un banco de desarrollo de los BRICS de 100.000 millones de dólares, anunciado en 2012, nazca oficialmente como potencial alternativa al Fondo Monetario Internacional (FMI) y al Banco Mundial como fuente de financiamiento de proyectos para el mundo en desarrollo.

El “gas-o-yuan” refleja más cooperación de los BRICS a fin de soslayar el dólar, como en el caso de gas natural comprado y pagado en la divisa china. Gazprom incluso considera mercadear bonos en yuan como parte de la planificación financiera de su expansión. Bonos respaldados en yuanes ya se comercializan en Hong Kong, Singapur, Londres y más recientemente en Frankfurt.

Nada podría ser más sensato que el nuevo pacto de Ductistán se pague en yuanes. Pekín pagaría a Gazprom en esa moneda (convertible en rublos); Gazprom acumularía los yuanes y Rusia entonces compraría la miríada de bienes y servicios hechos en China en yuanes convertibles en rublos.

Es de conocimiento común que los bancos de Hong Kong, de Standard Chartered a HSBC –así como otros estrechamente vinculados a China por tratos comerciales– han estado diversificando en yuanes, lo que implica que se convertiría en una de las monedas de reserva de facto incluso antes de que sea totalmente convertible (Pekín trabaja extraoficialmente en un yuan totalmente convertible en 2018).

El trato ruso-chino del gas está inextricablemente vinculado a la relación energética entre la Unión Europea (UE) y Rusia. Después de todo, la parte principal del PIB ruso proviene de ventas de petróleo y gas, así como su influencia en la crisis de Ucrania. Por su parte, Alemania depende de Rusia en un importante 30% de sus suministros de gas natural. Sin embargo, los imperativos geopolíticos de Washington –nutridos con la histeria polaca– han llevado a empujar Bruselas a encontrar maneras de “castigar” a Moscú en la futura esfera energética (pero sin poner en peligro las actuales relaciones en el terreno de la energía).

Hay consistentes rumores en Bruselas estos días sobre la posible cancelación del proyectado gasoducto South Stream, de 16.000 millones de euros, cuya construcción debería comenzar en junio. Una vez terminado bombearía todavía más gas natural ruso a Europa, en este caso bajo el mar Negro (evitando Ucrania) a Bulgaria, Hungría, Eslovenia, Serbia, Croacia, Grecia, Italia y Austria.

Bulgaria, Hungría y la República Checa ya han dejado claro que están firmemente opuestos a cualquier cancelación. Y probablemente no tenga lugar una cancelación. Después de todo, la única alternativa obvia es gas del mar Caspio de Azerbaiyán, y no es probable que esto pase a menos que la UE pueda repentinamente reunir la voluntad y los fondos para un programa urgente a fin de construir el legendario oleoducto Bakú-Tiflis-Ceyhan (BTC), concebido durante los años de Clinton expresamente para soslayar Rusia e Irán.

En todo caso, Azerbaiyán no tiene capacidad para proveer los niveles de gas natural necesarios y otros actores como Kazajistán, plagados de problemas de infraestructura, o el poco fiable Turkmenistán, que prefiere vender su gas a China, ya están fuera del cuadro. Y no hay que olvidar que South Stream, combinado con proyectos energéticos subsidiarios, creará numerosos puestos de trabajo e inversiones en muchas de las naciones de la UE más devastadas económicamente.

A pesar de todo, semejantes amenazas de la UE, por poco realistas que sean, solo sirven para acelerar la creciente simbiosis de Rusia con los mercados asiáticos. Para Pekín especialmente, es una situación en la que ambas partes solo pueden ganar. Después de todo, no hay comparación entre energía suministrada a través de mares vigilados y controlados por la armada de EE.UU. y permanentes y estables rutas terrestres desde Siberia.

Escoge tu propia Ruta de la Seda

Por cierto, el dólar estadounidense sigue siendo la máxima moneda de reserva global, involucrando un 33% de los valores en divisas extranjeras globales a finales de 2013, según el FMI. Era, sin embargo, un 55% en el año 2000. Nadie conoce el porcentaje en yuanes (y Pekín no habla), pero el FMI señala que las reservas en “otras monedas” en los mercados emergentes han aumentado un 400% desde 2003.

Se puede decir que la Fed está “monetizando” un 70% de la deuda del Gobierno de EE.UU. en un intento de impedir que las tasas de interés suban al cielo. El consejero del Pentágono Jim Rickards, así como todo banquero basado en Hong Kong, tiende a creer que la Fed está en quiebra (aunque no lo dirán oficialmente). Nadie puede llegar a imaginar la dimensión del posible futuro diluvio que el dólar de EE.UU. podría sufrir en medio de un monte Ararat de 1,4 trillones de derivados financieros. No hay que pensar, sin embargo, que se trataría del final del capitalismo occidental, es solo la decadencia de la fe económica reinante, el neoliberalismo, que todavía es la ideología oficial de EE.UU., de la abrumadora mayoría de la Unión Europea y de partes de Asia y de Suramérica.

En cuanto a lo que se podría llamar el “neoliberalismo autoritario” del Imperio del Medio, ¿qué es lo que puede no gustar por el momento? China ha demostrado que es una alternativa orientada a los resultados del modelo capitalista “democrático” occidental para naciones que quieren tener éxito. Es construir no una, sino una miríada de nuevas Rutas de la Seda, masivas conexiones de ferrocarriles de alta velocidad, conductos, puertos, y redes de fibras ópticas por inmensas partes de Eurasia. Estas incluyen una carretera del Sudeste Asiático, una carretera de Asia Central, una “carretera marítima” del océano Índico e incluso un ferrocarril a través de Irán y Turquía que llega hasta Alemania.

En abril, cuando el presidente Xi Jinping visitó la ciudad de Duisburg sobre el río Rin, con el mayor puerto tierra adentro del mundo y directamente en el corazón de la industria del acero del Ruhr en Alemania, hizo una audaz propuesta: debería construirse una nueva “Ruta de la Seda económica” entre China y Europa, sobre la base del ferrocarril Chongqing-Xinjiang-Europa que ya va de China a Kazajistán, luego a través de Rusia, Bielorrusia, Polonia, y finalmente Alemania. Son 15 días en tren, 20 días menos que barcos de carga navegando desde el litoral oriental de China. Eso representaría el decisivo terremoto geopolítico en términos de integrar el crecimiento económico a través de Eurasia.

Hay que recordar que, si no hay cambios radicales, China está a punto de convertirse, y mantenerse, en la potencia económica global número uno, una posición que mantuvo durante 18 de los últimos 20 siglos. Pero no lo contéis a los hagiógrafos de Londres, todavía creen que la hegemonía de EE.UU. durará, bueno, eternamente.

Camino a la Guerra Fría 2.0

A pesar de serios problemas financieros recientes, los BRICS han estado trabajando conscientemente para convertirse en una antítesis del original G8 y –después de expulsar a Rusia en marzo– de nuevo un Grupo de 7 o G7. Están ansiosos de crear una nueva arquitectura global para reemplazar la que fue impuesta después de la Segunda Guerra Mundial y se consideran un potencial desafío al mundo excepcionalista y unipolar que Washington imagina para nuestro futuro (con su país como robocop global y la OTAN como su fuerza de robo-policía). El historiador y animador imperialista Ian Morris en su libro War! What is it Good For?, definió a EE.UU. como el decisivo “globocop” y “la última esperanza de la Tierra”. Si ese globocop “se cansa de su rol”, escribe, “no existe un plan B”.

Bueno, existe un plan BRICS, o por lo menos es lo que quieren creer los BRICS. Y cuando los BRICS actúan en este espíritu en la escena global, conjuran rápidamente una curiosa mezcla de temor, histeria y pugnacidad en el establishment de Washington. Tomemos a Christopher Hill como ejemplo. El exsecretario de Estado adjunto para el este de Asia y embajador de EE.UU. en Irak es ahora asesor del Albright Stonebridge Group, una firma consultora muy bien conectada con la Casa Blanca y el Departamento de Estado. Cuando Rusia estaba “derrotada”, Hill solía soñar con un “nuevo orden mundial” hegemónico estadounidense. Ahora, cuando los mal agradecidos rusos han despreciado lo que “Occidente ha estado ofreciendo” –es decir “un estatus especial con la OTAN, una relación privilegiada con la Unión Europea y cooperación internacional en esfuerzos diplomáticos– están, a su juicio, tratando activamente de resucitar el imperio soviético. Traducción: si no sois nuestros vasallos, estáis contra nosotros. Bienvenidos a la Guerra Fría 2.0.

El Pentágono tiene su propia versión de esto dirigida no tanto contra Rusia como contra China que, afirma su think-tank sobre futuras guerras, ya está en guerra con Washington de numerosas formas. Por lo tanto si no es el Apocalipsis ahora, será el Armagedón mañana. Y sobra decir que cualquier cosa que vaya mal, mientras el gobierno de Obama “gira” descaradamente hacia Asia y los medios estadounidenses se llenan la boca sobre un renacimiento de la “política de contención” de la era de la Guerra Fría en el Pacífico, todo es culpa de China.

Empotrados en el demencial arranque hacia la Guerra Fría 2.0 están algunos risibles hechos en el terreno: el gobierno de EE.UU., con 17,5 billones de dólares de deuda nacional, y suma y sigue, considera un enfrentamiento financiero con Rusia, el mayor productor global de energía e importante potencia nuclear, tal como también promueve un cerco militar económicamente insostenible alrededor de su mayor acreedor: China.

Rusia tiene actualmente un considerable superávit comercial. Los gigantescos bancos chinos no tendrán problema alguno para ayudar a los bancos rusos si los fondos occidentales se agotan. En términos de cooperación inter-BRICS, pocos proyectos superan un oleoducto de 30.000 millones de dólares que se está planificando y que se extenderá de Rusia a India a través del noroeste de China. Las compañías chinas ya discuten ávidamente la posibilidad de participar en la creación de un corredor de transporte de Rusia hacia Crimea, así como un aeropuerto, astillero, y terminal de gas natural líquido en el lugar. Y se prepara otro gambito “termonuclear”: el nacimiento de un equivalente del gas natural a la Organización de Países Exportadores de Petróleo que incluiría a Rusia, Irán, y según se informa al descontento aliado de EE.UU. Catar.

El (no definido) plan a largo plazo de los BRICS involucra la creación de un sistema económico alternativo que incluye un canasto de monedas respaldadas en oro que dejaría de lado el actual sistema financiero global centrado en EE.UU. (No sorprende que Rusia y China estén acumulando todo el oro posible.) El euro –una moneda sana respaldada por grandes mercados líquidos de bonos e inmensas reservas de oro– también sería bienvenido.

No es ningún secreto en Hong Kong que el Bank of China ha estado utilizando una red SWIFT paralela para realizar todo tipo de comercio con Teherán, que sufre un duro régimen de sanciones estadounidenses. Como Washington esgrime Visa y Mastercard como armas en una creciente campaña al estilo de la Guerra Fría contra ella, Rusia se propone implementar un sistema alternativo de tarjetas de pago y crédito que no esté controlado por la industria financiera occidental. Un camino incluso más fácil sería adoptar un sistema de Unión de Pagos chino cuyas operaciones ya han superado a American Express en volumen global.

Solo giro sobre mí mismo

Es probable que ninguna cantidad de “giros” del gobierno de Obama hacia Asia para contener China (y amenazarla con el control de las vías energéticas marinas de ese país por la Armada de EE.UU.) logre que Pekín se aleje de su estrategia autodenominada de “desarrollo pacífico”, inspirada en Deng Xiaoping, con el propósito de convertirse en una potencia comercial global. El despliegue avanzado de tropas de EE.UU. o de la OTAN en Europa Oriental y otros actos al estilo de la Guerra Fría tampoco disuadirán a Moscú de un cuidadoso juego de malabarismo: asegurar que la esfera de influencia rusa en Ucrania se mantenga fuerte sin comprometer el comercio y el intercambio de bienes, así como los vínculos políticos con la Unión Europea, sobre todo, con el socio estratégico Alemania. Es el Santo Grial de Moscú: una zona de libre comercio de Lisboa a Vladivostok que (no por casualidad) se refleja en el sueño chino de una nueva Ruta de la Seda a Alemania.

Por su parte Berlín, cada vez más alerta respecto a Washington, detesta la noción de que Europa se vea atrapada en las garras de una Guerra Fría 2.0. Los dirigentes alemanes tienen problemas más importantes, incluyendo el intento de estabilizar una bamboleante UE mientras evita un colapso económico en la Europa meridional y central y el avance de los partidos de derecha cada vez más extremistas.

Al otro lado del Atlántico, el presidente Obama y sus altos funcionarios dan toda la impresión de hallarse atrapados en sus propios giros, hacia Irán, hacia China, hacia las zonas fronterizas orientales de Rusia, y (pasando desapercibidos) hacia África. La ironía de todas esas maniobras –militares para comenzar– es que en realidad ayudan a que Moscú, Teherán y Pekín refuercen su propia profundidad estratégica en Eurasia y otros sitios, como se refleja en Siria o, crucialmente, cada vez en más pactos energéticos. También ayudan a reforzar la creciente cooperación estratégica entre China e Irán. La incesante narrativa del “ministerio de la verdad” de Washington sobre todos estos eventos ignora ahora cuidadosamente el hecho de que sin Moscú “Occidente” nunca se habría sentado a discutir un acuerdo nuclear definitivo con Irán o habría conseguido un acuerdo de desarme químico de Damasco.

Cuando las disputas entre China y sus vecinos del Mar del Sur de China y entre ese país y Japón por la islas Senkaku/Diaoyou se sumen a la crisis de Ucrania, la inevitable conclusión será que tanto Rusia como China consideran que sus zonas fronterizas y vías marítimas son de propiedad privada y no van a aceptar tranquilamente los desafíos –sean mediante expansión de la OTAN, cerco militar de EE.UU., o escudos de misiles-. Ni Pekín ni Moscú tienden a la forma usual de expansión imperialista, a pesar de la versión de los eventos que se suministra actualmente a los públicos occidentales. Sus “líneas rojas” siguen siendo de naturaleza esencialmente defensiva, no importa las bravatas que a veces se urlizan en su protección.

Sea lo que sea lo que Washington quiera, tema o intente impedir, los hechos en el terreno sugieren que en los próximos años Pekín, Moscú, y Teherán se acercarán, lenta pero seguramente, creando un nuevo eje geopolítico en Eurasia. Mientras tanto, EE.UU. perplejo parece cómplice en la deconstrucción de su propio orden mundial unipolar mientras ofrece a los BRICS una auténtica oportunidad para tratar de cambiar las reglas del juego.

Rusia y China en modo de giro

En el mundo de los think-tanks de Washington se ha reforzado la convicción de que el Gobierno de Obama debería concentrarse en una reedición de la Guerra Fría mediante una nueva versión de la política de contención para “limitar el desarrollo de Rusia como potencia hegemónica”. La receta: armar a los vecinos de los Estados del Báltico para “contener” a Rusia. La Guerra Fría 2.0 existe porque desde el punto de vista de las elites de Washington la primera nunca ha terminado realmente.

Sin embargo, por mucho que EE.UU. pueda luchar contra la emergencia de un mundo multipolar, con múltiples potencias, los hechos económicos en el terreno apuntan regularmente a semejantes tendencias. Sigue existiendo la pregunta: ¿Será lenta y razonablemente digna la decadencia del “hegemón” o arrastrará consigo a todo el mundo en lo que ha sido llamada “la opción Sansón”?

Mientras contemplamos el desarrollo del espectáculo, sin que haya a la vista una jugada final, hay que recordar que una nueva fuerza crece en Eurasia y que la alianza estratégica china-rusa amenaza con dominar su región vital junto con grandes trechos de su parte interior. Ahora eso es una pesadilla de proporciones “mackinderescas” desde el punto de vista de Washington. Hay que pensar, por ejemplo, en cómo lo vería Zbigniew Brzezinski, el exconsejero nacional de seguridad que se convirtió en mentor en política global del presidente Obama.

En su libro de 1997 El gran tablero de ajedrez, Brzezinski argumentó que “la lucha por la primacía global seguirá jugándose” en el “tablero de ajedrez” eurasiático del cual “Ucrania era un eje geopolítico”. “Si Moscú recupera el control de Ucrania”, escribió entonces, Rusia “recuperará automáticamente los medios para convertirse en un poderoso Estado imperial, abarcando Europa y Asia”.

Esta sigue siendo la mayor parte de la justificación tras la política imperial de contención estadounidense del “exterior cercano” europeo, de Rusia al Mar del Sur de China. Sin embargo, sin una jugada final en el horizonte, no hay que perder de vista un giro de Rusia hacia Asia, China girando por el mundo y los BRICS trabajando intensamente en el intento de realizar un nuevo Siglo Eurasiático.

Fuente: https://www.voltairenet.org/article183954.html