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jueves, octubre 10, 2024

Los tiempos están cambiando

Eduardo Luque

14/06/2021 | Publicado en El Viejo Topo el 11/06/2021

La victoria militar no se mide únicamente por la carnicería que infliges. No se determina por el número de bajas o los edificios destruidos. Se establece en la relación entre los objetivos propuestos y aquellos que finalmente fueron conseguidos.

El núcleo central de la crisis en Gaza fue el intento de desalojar a los palestinos originarios de la zona del barrio de Sheij Yarrah. El objetivo de la medida era judaizar Al Quds. La espoleta fue la prohibición del paso de los fieles a la mezquita de Al Aqsa durante el mes de Ramadán. La resistencia amenazó con responder a ese atropello y cumplió. Si en 2014 la resistencia palestina, durante los 51 días de la “Operación Margen Protector”, disparó 4.600 misiles y obuses de mortero, ahora ha disparado 4.360 en 11 días, un récord.

Israel evaluó muy mal la situación, creyó que los palestinos se limitarían a emitir unos cuantos comunicados y poco más; Israel pensaba que podría seguir con el proceso de judaización casi impunemente. Hamás decidió que defendería Al Quds y sus habitantes en el corazón del mundo musulmán. Es un salto histórico en el enfrentamiento palestino/israelí. La normalización política que deseaba Israel para dividir aún más el movimiento palestino ha estallado por los aires. Israel está sufriendo una guerra civil en las ciudades de población mixta palestina/judía de los territorios de 1948 y de 1967. Una ola de disturbios que son el resultado de largos años de represión y marginación social. El movimiento popular en el interior de las ciudades hebreas es una variable nueva en esta ecuación. Ha sido una explosión de apoyo a la resistencia con movilizaciones nunca vistas protagonizadas por una nueva generación de jóvenes palestinos.

Irán y Hezbollah, apoyando económica y políticamente a la resistencia, han introducido una nueva ecuación militar en el escenario. Hamás, Hezbollah y los Guardianes de la Revolución iranís crearon un estado mayor conjunto en Líbano para dirigir las operaciones. El suministro de misiles iraníes a la resistencia, vía Damasco, ha sido continuo durante todo el proceso. El 25 de mayo, el líder de Hezbollah, Sayyed Nasralá (una voz que hay que oír con mucha atención) lo dejó claro al anunciar que un ataque a los lugares sagrados musulmanes y cristianos en Jerusalén resultaría en una guerra regional de gran envergadura. Israel no podrá a partir de ahora actuar impunemente sin temer la repetición de una respuesta contundente. Biden, el presidente norteamericano, a pesar del apoyo a Israel en el Consejo de Seguridad de la ONU, ha ofrecido dinero para la reconstrucción al mismo tiempo que presiona a Tel Aviv para que no profundice la crisis en Jerusalén. Arabia Saudita explora sus relaciones con su archienemigo sirio, algo impensable hace unos meses, como consecuencia de su guerra perdida en el Yemen. Hamás se acerca a Siria con Irán y Hezbollah como intermediarios. Teherán fortalece su posición frente a las negociaciones con EEUU sobre el acuerdo nuclear. Israel, a pesar de la propaganda, está sufriendo ‎un enorme daño social, político, económico y militar.‎ Las ecuaciones en Oriente Medio han cambiado. Aunque aún espera un tiempo de sacrificio y dolor.

Victoria o derrota

Si estuviéramos de acuerdo con Carl Von Clausewitz coincidiríamos en que “La guerra es la continuación de la política por otros medios”; para el militar prusiano la guerra: “Constituye un acto de fuerza que se lleva a cabo para obligar al adversario a acatar nuestra voluntad”. Desde este punto de vista Israel ha sido derrotado por la resistencia del pueblo palestino y de Hamás (junto a la Jihad Islámica) en la Franja de Gaza. El movimiento de resistencia parece haber aprendido las enseñanzas del militar prusiano, mientras que Israel parece haber provocado una guerra para que Netanyahu, asediado por la justicia hebrea por graves delitos económicos, pudiera escapar de prisión. Una guerra, especialmente si es victoriosa, refuerza su posición política. La derrota militar ha acelerado su caída como primer ministro.

A pesar de su poderío militar y su capacidad destructiva, Israel no se ha impuesto militarmente porque ni siquiera sabe cuáles son los objetivos militares a conquistar. Israel, curiosamente nombró a su ofensiva como “Guardián de los muros”, mientras la resistencia la bautizaba como “Espada de Al Quds”. En los círculos políticos israelíes más cercanos al gobierno se admite, que en la guerra de los 11 días: “la victoria fue para la Resistencia y la derrota para Israel”. Los objetivos de Hamás eran modestos y simples: la operación “Espada de Al Quds” pretendía mantener viva la resistencia, a pesar de los golpes que sufriría, y lo ha logrado. Mientras el ministro de defensa israelí prometía que las famosas defensas antiaéreas de la “Cúpula de hierro” pararían los cohetes, Hamás ha saturado las defensas consiguiendo que casi el 50% de los proyectiles las burlaran, poniendo bajo su objetivo a la mayoría de las ciudades israelitas: se han bombardeado refinerías y oleoductos, campamentos militares e incluso plataformas marítimas de extracción de gas. El mito de la invencibilidad de la “Cúpula de hierro” ha quedado hecho añicos, igual que la defensa de los misiles Patriot de Arabia Saudita, incapaces de parar los ataques de los drones y misiles yemeníes. Israel ha pedido un crédito de 1.000 millones de dólares para reponer los misiles de su sistema antiaéreo y los sistemas de radar destruidos.

Mientras los militares israelitas utilizaban la prensa occidental, que se prestó graciosamente, al intento de que los militantes se refugiaran en los túneles (el “metro de Gaza” los llaman) y así poder aniquilarlos con un ataque masivo, Hamas mostraba imágenes de cómo sus combatientes se movían por túneles que parecían intactos.

El costo económico ha sido muy importante. Nunca, en ninguna de las anteriores agresiones contra Gaza, y ‎ni siquiera durante las Intifadas, se había logrado que las pérdidas de la bolsa de valores de ‎Tel Aviv llegasen al 28%, o que el 26% de las fábricas y empresas del área israelí cercana a Gaza ‎estuvieran completamente cerradas, ni que en el resto del país las empresas y fábricas hayan ‎reducido sus operaciones en un 17%, o que los principales aeropuertos (en Tel Aviv y Eliat) hayan ‎tenido que suspender todos sus vuelos. El diario israelí‎ ‎‎Yedioth Ahronoth situaba el costo económico de la empresa militar ‎en unos 34 millones de dólares diarios. Israel está perdiendo diariamente lo mismo ‎que perdió en 51 días en la última confrontación hace ahora 7 años.‎ Aluf Benn, editor en jefe del diario israelí Haaretz, describió el ataque israelí a la Franja de Gaza como “la operación más infructuosa”.

El desequilibrio militar entre el régimen de Israel y la resistencia palestina es abismal a favor del Estado hebreo. Pero fiar la derrota del adversario a la potencia de fuego es un enorme error, como ha demostrado una y otra vez la historia. No es necesario ser un genio militar para entender que nadie puede rendirse individualmente a los bombardeos ni a la artillería pesada que dispara a decenas de kilómetros de distancia. Para aniquilar la resistencia había que ir a un combate cercano que es costosísimo en bajas propias, un combate que se debía librar en un escenario preparado por la resistencia. Pero Israel no quiere ni puede controlar a 2,5 millones de habitantes. Ningún líder militar o político israelí es capaz de asumir el desgaste que representan las bajas propias, sobre todo si se multiplican. Israel apostó todo a la tecnología y a su enorme potencia de fuego y ésta no ha cumplido el objetivo que hubiera tenido que asumir la infantería. Aunque el ejército hebreo es muy avanzado tecnológicamente –Netanyahu en mitad de la crisis afirmaba que Israel era una superpotencia– vemos que las fuerzas armadas hebreas están psicológicamente tocadas. Hace pocas semanas los propios diarios israelitas comentaban con enorme preocupación que el 30% de los nuevos reclutas alegan dispensas médicas para no incorporarse al ejército, algo impensable hace 40 años, cuando la fama del ejército hebreo mantenía la moral y la relación frente /retaguardia funcionaba al unísono.

Los objetivos de la guerra de los 11 días

La victoria militar también se libra en el ideario de la población, la propia y la ajena; se libra en la cabeza del combatiente que sobrevive y el impacto que recibe la población civil. En la perspectiva psicológica y a pesar de las desgarradoras imágenes de destrucción gratuita, y posiblemente también gracias a ella, Hamás se ha impuesto en ese aspecto. La muerte de civiles y niños es una imagen poderosa que quita apoyos al Estado de Israel y obliga a países, como Arabia Saudita, antiguo aliado y en proceso de normalización política, a criticar a Tel Aviv. Igual ha pasado con Emiratos Árabes Unidos (EAU), Baréin, Sudán e incluso el propio Marruecos, que habían firmado acuerdos con Israel los últimos meses para normalizar las relaciones diplomáticas. Uno de los objetivos más deseados por el Estado de Israel, la normalización política, ha quedado trastocado.

Hamás no fue el primero en pedir un alto el fuego unilateral y sí el último en mantener la presión militar con sus cohetes, gran parte de ellos artesanos. Las imágenes de los palestinos celebrando el Alto el Fuego chocan con la imagen de un Estado como el de Israel con murales publicitarios en las calles pidiendo continuar los ataques para evitar aparecer como perdedores. Las declaraciones de Netanyahu asegurando la victoria de Israel sólo eran una artimaña publicitaria para asegurar su reelección. Las declaraciones de altos miembros del ejército hebreo, corroborando la idea de una no-victoria, han echado por tierra las baladronadas del premier israelí. Tel Aviv no puede ganar y ni siquiera sueña con ganar, sólo pretende mantener la «imagen de ganador intocable». La sociedad civil israelita ha sufrido un fuerte golpe, el presidente de la Asociación de Ayuda Psicológica confirmaba que el nivel de ansiedad y terror de la sociedad israelita se ha disparado provocando «un aumento ‎sin precedentes en el nivel de terror en la sociedad israelí, ya hemos recibido más de 6.000 ‎solicitudes de ayuda y tratamiento en varias partes del país». A eso hay que añadir que «más de ‎‎4.000 israelíes han solicitado una indemnización por daños a sus hogares, muebles, vehículos y ‎propiedades».‎

La no-victoria militar ha destruido mucho del trabajo realizado durante las últimas siete décadas por parte del Estado hebreo. Israel ha trabajado incansablemente para dividir a los palestinos con el objetivo de desmantelar su capacidad para resistir como pueblo. Nunca como ahora todo el pueblo palestino se había levantado al unísono. Hamás ha salido reforzado al nuclear en torno suyo la resistencia y conseguir un hito histórico desde 1936; la huelga general y multisectorial promovida por Hamás prendió con enorme fuerza por todos los territorios ocupados en Gaza, Cisjordania, en la diáspora. Fue un éxito.

La posición de Hezbollah

El movimiento de resistencia chiíta libanés ha sido reacio a intervenir militarmente, no por temor al poderío israelí, al que como se ha demostrado en múltiples ocasiones puede enfrentarse, sino porque a través de Hamás ha conseguido la victoria buscada. Hezbollah mantiene su estatus y fuerza militar intactas. Hezbollah es un referente político en la zona de forma tal que la diplomacia occidental tiene puestos sus ojos en cualquier declaración que hagan sus dirigentes. El apoyo militar, técnico y político proporcionado por la organización libanesa ha sido reconocido por el Secretario General de esa formación Sayye Nasralá que a su vez ha actuado de mediador desde 2017 entre Hamás y el gobierno de Damasco. La guerra en Gaza ha acelerado las conversaciones que culminarán muy pronto, generando más problemas para el gobierno israelí.

El dirigente libanés ha sido el gran urdidor del “eje de la resistencia”, su intercesión ha posibilitado la unificación de las diferentes facciones palestinas con los palestinos del Interior. Desde Irán hasta Gaza pasando por Damasco los dirigentes palestinos tendrán ahora las mismas referencias ideológicas. Incluso en el momento menos propicio, cuando Hamás luchaba contra el gobierno sirio en el campo de Yarmouk, Nasralá sostuvo el concepto estratégico de buscar la unidad contra el enemigo común que no era otro que Israel. Sus esfuerzos han dado resultado puesto que se ha entrevistado directamente con altos dignatarios rusos e incluso ha conseguido que una delegación de Hamás y Al-Fatah acudan a Moscú. Hezbollah está monitoreando de cerca los detalles más pequeños. Intervendrá en su momento. Pero no ahora.

La posición de Al-Fatah

Circula entre los palestinos la idea de que la crisis era una forma de reforzar al presidente palestino ‎Mahmud Abbas, que sigue sin convocar elecciones (las últimas se hicieron en 2006). La victoria en aquel momento fue para Hamás, consiguiendo 76 de los 132 escaños. En realidad las excusas de los líderes de Al-Fatah no se sostienen, la mal llamada ‎‎«Autoridad Palestina» no ha movido ni un dedo ante las constantes pretensiones de Israel de ‎expulsar a los residentes árabes de esa ciudad. Su posición es terriblemente débil, su desprestigio se acentúa.

La situación internacional

Los líderes occidentales en general ‎están con Israel, aunque las opiniones ‎públicas de sus países no. El silencio de sus políticos es casi criminal. Porque se toleran de forma tácita las matanzas que inflige Israel

En los países árabes, a pesar de la durísima censura que impera, se filtra el apoyo a la causa palestina, sobre todo en los sectores más jóvenes; es el caso de Omán, Emiratos Árabes Unidos y Marruecos……

El propio gobierno demócrata de EEUU se vio muy presionado para detener la guerra. En el Congreso de EEUU voces como las de Rashida Tlaib o Bernie Sanders –en un artículo en el New York Times– decían que EEUU ya no podía desempeñar “el papel de abogado defensor del gobierno de extrema derecha de Netanyahu y su comportamiento racista” y Sanders declaró que quiere presentar una moción para bloquear la venta de armas a Tel Aviv.

Más patética aún ha sido la posición de la ONU con su clásica inoperancia y su incapacidad para imponer sus propias resoluciones. Uno de los ejemplos más impactantes de cinismo político fue cuando el Secretario General de la ONU, el portugués Antonio Guterres, pidió a Netanyahu que “ejerza la máxima moderación y respete el derecho a la libertad de reunión pacífica”, en lugar de criticar la matanza que estaba realizando.

Las nuevas reglas en la batalla

En conclusión, durante once días y a pesar de la abrumadora superioridad israelí la respuesta no cesó. La resistencia lanzó más de 4.000 cohetes y fue capaz de cambiar y adaptar su estrategia a las circunstancias. Tel Aviv, a 55 km de Gaza, ha sido el blanco predilecto pero otros muchos cohetes alcanzaron las ciudades del norte de Israel, obligando al 75% de la población a tener que refugiarse en los refugios antiaéreos. Hamás varió sus tácticas consiguiendo el lanzamiento de centenares de cohetes en pocos minutos a pesar de los intensos y mortíferos bombardeos israelitas, los cohetes y misiles no se detuvieron ni un solo día. Israel ha de temer en el futuro la sofisticación y el alto rendimiento de los misiles producidos por la resistencia palestina o los proporcionados por sus aliados, Irán, Siria y Hezbollah.

Fuente original: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/los-tiempos-estan-cambiando/

Nuevos argumentos por Palestina

Claudio Katz

31/05/2021 | Publicado en www.rebelion.org

Resumen

Las atrocidades cometidas por el ejército israelí suscitan nuevas protestas entre los herederos de la tradición humanista del judaísmo. Esa reacción es mayor en América Latina, frente a la importación derechista de los brutales métodos utilizados en Medio Oriente. Con anexiones y apartheid Israel participa en el rediseño imperial de la región, pero su proyecto colonialista no es viable en el siglo XXI.

La resistencia en Gaza, Cisjordania y las ciudades mixtas recompone el fragmentado tejido de los palestinos. La solución de los dos estados exigiría la reparación a los refugiados y el dudoso fin de la ocupación. Por eso gana adeptos el proyecto de un sólo estado, binacional, laico y democrático. Es necesario distinguir la cultura judía y la nación israelí del expansionismo sionista y apuntalar una lucha de Palestina que suscita admiración en América Latina.

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Varios integrantes o descendientes de la comunidad judía hemos suscripto un nuevo llamamiento de solidaridad con el pueblo palestino, Convocamos a multiplicar las protestas contra los asesinatos en Cisjordania, los bombardeos en Gaza y las agresiones a los árabes de Israel.[1]

En ese pronunciamiento resaltamos la incompatibilidad de las raíces, las tradiciones y los valores de la cultura judía con las masacres perpetradas por el ejército israelí. Esos crímenes destruyen el fundamento humanista de un legado milenario proclive a la hermandad de los pueblos.

Quiénes conocimos en la infancia a los sobrevivientes del holocausto no podemos permanecer en silencio. Indigna escuchar cómo se equipara a los opresores con los oprimidos, presentando la confrontación de Medio Oriente como una “guerra entre dos contendientes”.

Los resistentes del gueto de Varsovia no constituían un “bando en conflicto” con la maquinaria del nazismo. Eran heroicos sublevados contra el cerco impuesto por un batallón genocida. También Israel despliega en la actualidad su arrolladora superioridad militar contra víctimas indefensas. Transformó a Gaza en un campo de tiro, convirtió a Cisjordania en un laberinto carcelario y maltrata a los árabes-israelíes como ciudadanos de segunda.

Ese brutal escenario resulta particularmente chocante para los descendientes de judíos en América Latina, que conocimos los tormentos padecidos durante las dictaduras de los años 70. La insultante identificación de los militantes palestinos con “grupos terroristas”, nos recuerda la equiparación de los luchadores populares con la “sedición” que hacían los militares de esa época.

En las últimas tres décadas los gendarmes israelíes estrecharon vínculos con las fuerzas represivas de América Latina. Afianzaron una oscura sociedad en el submundo del espionaje y el tráfico de armas. En las principales operaciones regionales de “contra-insurgencia” siempre aparece algún asesor militar de Israel.

En Colombia adiestran a los paramilitares en el asesinato de dirigentes sociales, en Chile enseñan a disparar a los ojos de los manifestantes, en Centroamérica comandan incursiones de guerra sucia. El mayor exportador per cápita de armas del mundo ha forjado un gran mercado para sus productos, en la región de mayor violencia social del planeta. Comercializan los drones y misiles que utilizan en sus fronteras. Cada operativo en Gaza es coronado con una feria de ventas de ese armamento.

Resulta inadmisible convalidar ese salvajismo o imitar la indiferencia que exhibe gran parte de la sociedad israelí. Al cabo de varias décadas de adoctrinamiento y militarización han naturalizado la deshumanización. Ni siquiera la matanza de niños suscita reacciones compasivas. La ideología sionista, el sistema educativo y el prolongado servicio militar han acostumbrado a una significativa parte de la población de ese país a convivir con la crueldad, la venganza y el castigo colectivo a los palestinos.

Esta validación del terrorismo de estado se acentuó en los últimos 20 años de gobiernos derechistas. Las viejas corrientes laboristas perdieron gravitación frente al fundamentalismo ideológico o religioso y se afianzó el protagonismo de los colonos, que despliegan una violencia cotidiana en Cisjordania. Por fortuna, la nueva oleada juvenil de protestas que denuncia esos atropellos encuentra un eco creciente en todo el mundo.

Incursiones para el rediseño imperial

Existen numerosos indicios del involucramiento personal de Netanyahu en la reciente escalada de provocaciones contra los palestinos. Los desalojos en Jerusalén, los asaltos a la mezquita de Al Aqsa y la intensificación del cerco en Gaza coincidieron con la proximidad de un juicio por corrupción que puede tumbar al primer ministro. El reelegido derechista intentó sortear esa amenaza política con apuestas militares.[2]

Pero la nueva secuencia de desangres también apuntó a incidir en la política externa norteamericana. Biden ha confirmado la prioridad de la disputa geopolítica con China, sin definir si esa estrategia incluirá la crecente tensión con Irán que promovía Trump o la acotada negociación que auspiciaba Obama.

Netanyahu recalienta las tensiones militares para promover la primera alternativa y frustrar la reanudación de cualquier tratativa con Teherán. El bombardeo de Gaza fue un mensaje concertado con todos los halcones de Washington.

Israel ya no actúa sólo en un territorio minúsculo del Mediterráneo. Cuenta con armamento nuclear y tiene manifiestas ambiciones de control del gas de la costa, los recursos de Siria y el territorio de Cisjordania. Participa activamente en la reconfiguración imperial de la región y aprovechó la destrucción padecida por su principal rival fronterizo para reforzar la anexión del Golán.

También la demolición de Irak y Libia consolidó ese expansionismo. Israel acompaña el proyecto estadounidense de rediseño regional, diseminación de mini-estados fallidos y despliegue de fuerzas para neutralizar a Irán.

Con la virulenta exhibición de su poder militar, Israel ha logrado subordinar a varios estados árabes. Extendió a los Emiratos Árabes Unidos, Bahrein y Marruecos, las relaciones diplomáticas que restableció hace varias décadas con Egipto y Jordania. Los funcionarios de Tel Aviv incursionan también en lugares más alejados. Han intervenido en la balcanización de Sudán y estrecharon vínculos con las elites africanas enemistadas con sus rivales del universo árabe-musulmán.

El aprovisionamiento de la tecnología militar encabeza la agenda de todas las actividades internacionales del país. La justificación sionista de ese protagonismo bélico ha perdido sus antiguas mascaradas. Nadie puede alegar en la actualidad que Israel se militariza para defender sus fronteras de enemigos más numerosos. La pequeñez de su territorio contrasta con el gigantismo de su poder destructivo. Utiliza especialmente ese arsenal, para desconocer las resoluciones desfavorables que periódicamente aprueba la Asamblea General de las Naciones Unidas.

Ese descaro se asienta en el sostén incondicional de Estados Unidos. Sin el respaldo que aporta el Pentágono, los desplantes de Israel serían impracticables. El famoso lobby sionista de Washington afianza una sintonía asentada en la integración de la mini-potencia al entramado interno del imperialismo norteamericano.

Esta amalgama fue inaugurada por la sucesión de guerras que consolidaron en 1950-70 el proyecto sionista El entrelazamiento con Washington derivó posteriormente en el novedoso perfil coimperial que exhibe Israel. En esa transformación el sionismo perdió su exclusividad judaica y ha quedado enlazado a distintas redes del fundamentalismo cristiano neoconservador.

Colonialismo, anexión y apartheid

La reciente incursión en Gaza repitió el salvajismo habitual. Durante once días el ejército destruyó edificios, instalaciones públicas y hospitales. Asesinó a centenares de adultos y niños y pulverizó el programa de contención del Covid.

Fue la cuarta incursión a un enclave que desde el 2008 acumula miles de víctimas. Las bombas despedazan periódicamente a las familias y los asesinatos selectivos ultiman a los dirigentes de la resistencia. Como los colonos israelíes abandonaron el lugar en el 2005, los ataques se repiten a mansalva y sin ninguna consideración por la población civil.

Con el bloqueo de todas las salidas terrestres y marítimas, Gaza ha quedado transformada en una cárcel a cielo abierto. Soporta una modalidad pausada pero sistemática de limpieza étnica. En Cisjordania impera otro modelo de ocupación. Los colonos usurpan el territorio demoliendo todos los atisbos de vida normal, para remodelar las fronteras a su conveniencia. Capturan las parcelas más valiosas y afianzan la constelación de cantones que ha destruido la articulación interna de la zona.

El acuerdo de Oslo (1993) aceleró ese proceso de apropiación del territorio y del agua. La población palestina fue relegada a localidades recortadas que rememoran el viejo diagrama del bantustán sudafricano.

Los árabes-israelíes que permanecieron en el territorio inicial de estado sionista padecen una tercera variante del apartheid. Conforman una minoría marginada que actualmente reúne al 20% de la población israelí, en un casillero de ciudadanos formales sin derechos reales. Están desarmados frente a una mayoría entrenada en uno de los servicios militares más prolongados y permanentes del mundo.

Israel mantiene un sistema de propiedad estatal de la tierra laborable para asegurar la primacía de los judíos. El régimen legal también garantiza a los recién llegados, todos los derechos negados a la población originaria. Un judío proveniente de cualquier parte del mundo tiene más prerrogativas que los antiguos moradores del lugar. Con ese sistema institucional se ha erigido, en los hechos, otra variante de las teocracias imperantes en Medio Oriente.

El estado de Israel fragmenta a la población palestina en tres tipos de encarcelamientos. Los colonos regentean la prisión de Cisjordania, los soldados custodian los barrotes de Gaza y el sistema político enclaustra a los viejos residentes árabes. Con expulsiones y apartheid se ha desgarrado a toda la sociedad palestina.

Esa cirugía fue intensificada durante el mandato de Trump. El magnate incentivó la ocupación definitiva de Cisjordania y bendijo los nuevos muros y corredores que manejan los colonos. El reconocimiento internacional de Jerusalén como la capital de Israel constituiría el broche final de esa apropiación.

Basta observar los sucesivos mapas de Israel (1948, 1973, 2001, 2021) para constatar la impresionante expansión de sus territorios. El sionismo programó metódicamente ese proyecto colonialista. En sus inicios justificaba la creación de un “hogar nacional judío”, alegando derechos milenarios estipulados en las escrituras de la Biblia.

Posteriormente presentó el mismo objetivo como una reparación internacional a los sufrimientos padecidos con el holocausto. Pero omitió que esa compensación no debía basarse en el sufrimiento de otro pueblo. Con sucesivas implantaciones de pobladores foráneos terminó reproduciendo en Medio Oriente la tragedia vivida en Europa. Palestina no era una “tierra vacía” a la espera de un aluvión de inmigrantes. Albergaba una masa de habitantes organizados en comunidades multiétnicas, que fueron sometidas al suplicio de la Nakba (catástrofe).

Los administradores del decadente imperio inglés iniciaron ese desastre, mediante la típica remodelación del mapa que en todos los continentes consumaban sin consultar a los involucrados. La mayoría de los habitantes de Palestina se oponía a partición forzada de 1948 y a la consiguiente expulsión de la población originaria. Las familias que huyeron, fueron engañadas o perdieron sus pertenencias a punta de pistola quedaron automáticamente transformadas en refugiados, desprovistos del elemental derecho de retorno a sus hogares.

Desde ese momento Israel afronta el dilema sin solución de su proyecto colonialista. Debe lidiar con una masa de pobladores que no puede absorber, expulsar ni exterminar. Al concluir la guerra de 1967 los palestinos no repitieron la escapatoria de 1948. Frente al dramático y conocido destino de los refugiados, decidieron permanecer en sus hogares y comenzar la resistencia.

En los últimos sesenta años Israel ha respondido a esa defensa con violencia, masacres y muros, pero no ha podido capear los efectos de la demografía. La presencia de siete millones de palestinos entre siete millones de israelíes, torna inviable el aterrador ideal del sionismo. El genocidio perpetrado con los indios en Estados Unidos (y su posterior agolpamiento en alejadas reservas fronterizas), no puede repetirse en un diminuto territorio de Medio Oriente. El colonialismo del siglo XXI confronta con múltiples obstáculos.

Fracasos y resistencia

Netanyahu perpetró su nueva matanza en Gaza pero no doblegó a los resistentes. Destruyó edificios y asesinó niños sin contener la lluvia de cohetes. Tampoco desmanteló los túneles construidos por Hamas para almacenar esos misiles. Para demoler esa estructura necesitaba una nueva invasión que prefirió soslayar. Optó por aceptar la tregua, frente a la tenebrosa perspectiva de quedar empantanado en otra incursión territorial. Recordó que el último intento de ocupar Gaza desembocó en el retiro forzoso de los colonos y los soldados.

Igualmente impactante ha sido la resistencia de los palestinos de Cisjordania. Libraron con éxito una sucesión de pequeñas batallas contra el invasor. En Jerusalén frenaron la introducción de nuevos controles, impidieron el desalojo de familias de un barrio codiciado por los expansionistas y detuvieron las provocaciones sobre la mezquita de Al Aqsa.[3]

Pero la mayor sorpresa provino del interior de Israel. Por primera vez en mucho tiempo los árabes de ese territorio se sumaron públicamente a las protestas callejeras. Los actos y la huelga general en las denominadas ciudades mixtas retrataron la pujanza combativa de una nueva generación.

Esa intervención reavivó la unidad de los palestinos fragmentados en tres segmentos por el sistema colonial. El paro en Israel, las manifestaciones en Cisjordania y la resistencia de Gaza han permitido recuperar la potencialidad militante de toda una nación oprimida.

La violenta respuesta israelí reactivó, a su vez, la centralidad de la causa palestina en el mundo árabe. Encuestas recientes han confirmado el abrumador apoyo a esa lucha y el rechazo a la complicidad de los gobernantes con el enemigo sionista.[4]

La lucha de los palestinos ha recobrado impulso. No lograron recuperar sus tierras, ni construir un estado, pero consolidaron la legitimidad de su demanda. Israel no consigue ignorarlos, ni borrarlos del escenario internacional. Debe disimular las viejas proclamas del sionismo, que convocaban “al arreglo del problema palestino entre los propios árabes”, utilizando “el gran espacio que existe para ellos en otros lugares de Medio Oriente”.

El rebrote actual del conflicto pone también en aprietos a los recientes “acuerdos de Abraham” que Israel suscribió con varios emiratos. Los reyezuelos justificaron esa traición con la ridícula promesa de inducir a Netanyahu a moderar su anexionismo.

Los sionistas afrontan un complejo escenario que agrieta al establishment israelí. Aumentan las críticas al último operativo y reaparece el recuerdo de las derrotas bélicas y los reveses geopolíticos. Israel conoció el amargo sabor del repliegue en la guerra de 1973 y en la salida del sur del Líbano en 1982. Las nuevas resistencias palestinas han comenzado a quebrantar el triunfalismo de los últimos tiempos.

¿Dos Estados o un Estado?

Israel instrumenta su expansión con un gran despliegue de hipocresía. Finge el carácter provisional de ocupaciones que paulatinamente transforma en expropiaciones definitivas. Convierte de esa forma las mejores zonas de Cisjordania en sólidos asentamientos protegidos con retenes militares.

Cuando deben emitir algún comentario sobre esas confiscaciones, sus voceros recurren a pretextos inverosímiles. Aprovechan la complicidad de la “comunidad internacional”, que encubre todas las fechorías de los sionistas con algún comunicado de ocasión. La diplomacia europea se ha especializado en ese tipo de pronunciamientos verbales carentes de efectos prácticos.

La continuada ampliación territorial de Israel ha demolido el ensueño de los dos estados, que promocionaban los suscriptores del acuerdo de Oslo. Este convenio nunca contempló la constitución real de un estado palestino. Omitía el retorno de los refugiados y encubría la multiplicación de los asentamientos judíos. Enmascaró ese avance de la colonización hasta que la derecha capturó el gobierno israelí y enterró el inservible disfraz de las anexiones.

Esa expansión del colonialismo fue también pavimentada por la capitulación de la OLP, que ensombreció su heroica historia de resistencia aprobando un acuerdo que ha imposibilitado la creación del estado palestino. Ese aval afectó la credibilidad de la autoridad nacional palestina.

Esa dirección ejerce actualmente funciones administrativas en Cisjordania en convivencia con los ocupantes. Su dependencia financiera de las corruptas dictaduras y monarquías de Medio Oriente no es ajena a la actitud sumisa que adoptó en las últimas décadas. La ausencia de elecciones impide verificar qué grado de respaldo efectivo mantiene entre la población, frente a la gran influencia conquistada por los sectores (como Hamas), que rechazaron el sometimiento al expansionismo israelí.

La solución de los dos estados ha quedado totalmente sepultada en los términos actuales. Sólo una gran derrota de Israel obligaría al ocupante a negociar las dos cláusulas requeridas para resucitar esa salida: el retiro a las fronteras de 1967 y alguna reconsideración del retorno de los refugiados.

Ningún esbozo del estado palestino es viable desconociendo esas exigencias. El repliegue del territorio conquistado en la guerra de seis días es imprescindible para integrar a Cisjordania con Jordania y la deuda con los refugiados supone negociar distintas alternativas de reparación. En el contexto de la crisis creada por la primera intifada y el empantanamiento militar en el sur del Líbano hubo conversaciones (Taba, Ginebra) que llegaron a evaluar un asomo de esas posibilidades.

Los partidarios de retomar ese camino suelen discrepar en la forma de efectivizarlo, pero coinciden en señalar que aporta la única solución realista en escenario actual.[5] En la misma línea, otros imaginan que Jerusalén podría convertirse en un micro-modelo de esa solución, si la ciudad es unificada y al mismo tiempo dividida en una capital israelí occidental y otra palestina oriental.[6] El objetivo más deseable de un esquema confederativo podría suceder en el futuro a esa primera gran conquista.

Los críticos de esta propuesta destacan la obsolescencia de esa salida. Consideran que el proyecto de los dos estados podría haber funcionado en el pasado, pero quedó enterrado por la frustración de Oslo y la conversión de Cisjordania en un anexo de Israel. Proponen retomar la vieja tesis de la OLP de forjar un sólo estado laico y democrático.[7] Esta mirada ha ganado adeptos en distintas franjas juveniles.[8]

A favor de este curso se presenta el antecedente sudafricano de desmantelamiento del apartheid. Para preservar sus privilegios económicos, la minoría blanca se avino a generalizar el status ciudadano y a compartir el sistema político con las elites negras. Conviene igualmente recordar que la economía sudafricana integraba a los trabajadores negros explotados a sus actividades y la colonización israelí expulsa a los palestinos de sus tierras para apropiarse de sus medios de vida.

Los promotores de un sólo estado también remarcan la mayor afinidad de su planteo con las campañas internacionales de solidaridad con Palestina y boicot a la economía israelí (BDS). Subrayan que con esa estrategia se reconstruyen, además, los puentes entre dos comunidades enfrentadas. En las movilizaciones recientes, israelíes y palestinos compartieron tribunas exhibiendo prometedores signos de esa convergencia.

Sionismo, judaísmo, antisemitismo

Cualquier expresión de solidaridad con Palestina afronta la inmediata respuesta denigratoria del establishment sionista. Los críticos del estado de Israel son acusados de ignorar los “derechos del pueblo judío”, como si esas prerrogativas debieran materializarse con la opresión de otra colectividad. Un colono que confisca parcelas aplasta derechos ajenos, en lugar de ejercer los propios. Lo mismo vale para un soldado que responde con balas a las piedras lanzadas por los resistentes.

Los sionistas contraatacan identificando cualquier cuestionamiento a Israel con el antisemitismo. Pero olvidan que las víctimas palestinas de sus matanzas comparten la misma raíz semítica de los pobladores judíos. Las acusaciones de antisemitismo emitidas sin ton ni son, apuntan a recrear temores ancestrales divorciados de la realidad contemporánea. Se imagina la persistencia de un gran acoso universal sobre los judíos, que Israel contrarrestaría con exhibiciones de brutalidad militar.

Pero en la actualidad las comunidades judías de mundo no afrontan ningún peligro significativo. Y la eventual reaparición de esa amenaza no quedaría atemperada con el asesinato de niños Gaza. Los sionistas resucitan el miedo al antisemitismo, para erosionar la convivencia (y mixtura) de los judíos con las distintas colectividades de sus países de origen. Recrean diferencias y propician antagonismos para fomentar la emigración a Israel.

Los judíos que rechazan esa política de auto-segregación y hostilidad al entorno son presentados como traidores a la comunidad (“se odian a sí mismos”). La simple búsqueda de coexistencias e integraciones es mal vista por los forjadores de una identidad separada. También exacerban las viejas modalidades del nacionalismo reaccionario, para justificar el despojo colonial en Medio Oriente con alusiones misioneras a la supremacía de un “pueblo elegido”

Todo el armazón conceptual del sionismo se asienta en la errónea identificación del judaísmo, el estado de Israel y el sionismo. Confunden tres conceptos muy distintos.

El judaísmo es la religión, la cultura o la tradición de un pueblo diseminado por muchos países. En cambio Israel conforma una nación surgida de la partición y colonización del territorio originalmente habitado por los palestinos. A su vez el sionismo es la ideología colonialista que justifica esa expropiación, con extravagantes teorías de exclusiva pertenencia de esa zona a los inmigrantes judíos. El antisionismo critica esa retrógrada concepción, sin adoptar actitudes anti-judías o anti-israelíes.[9]

El sionismo oscurece esas distinciones, para presentar la lucha de los palestinos como una amenaza a la supervivencia de los israelíes en Medio Oriente y de los judíos en el resto del mundo. Interpreta las convocatorias “a destruir el estado de Israel” (que repiten los mandatarios de Irán y varias corrientes islámicas), como una corroboración de sus advertencias.

Pero en su formato inicial ese viejo enunciado no era un llamado a consumar actos de genocidio o exilios forzados. Proponía el reemplazo del engendro creado por la partición (estado de Israel) por una nueva estructura estatal laica, democrática e integrada por todos los habitantes del territorio.

Al cabo de varias décadas ese escenario ha cambiado y en Israel se forjado una nación en el plano objetivo (lengua, territorio, economía común) y subjetivo (pasado y lazos culturales compartidos). Los derechos nacionales de los israelíes tienen la misma validez que los enarbolados por los palestinos y por eso la demanda de un sólo estado debe incluir actualmente el componente binacional.

Un emblema en América Latina

Los sionistas no libran una simple batalla de ideas contra sus opositores. Han consolidado una red de intereses en la cúspide del poder económico, militar y mediático de Estados Unidos, que se proyecta a otros países con gravitación de la comunidad judía. Influyen en los gobiernos, comparten actividades con las vertientes cristinas o evangelistas reaccionarias, manejan fondos millonarios y controlan instituciones, fundaciones y museos.

Esa presencia es muy visible en América Latina y especialmente en Argentina. En ese país la derecha sionista capturó la conducción de los principales organismos de la comunidad judía, consolidó vínculos con el macrismo y logró neutralizar (o acallar) al progresismo, luego de los irresueltos atentados a la embajada y la AMIA. Alberto Fernández inició su mandato con un elogioso viaje a Israel.

El amparo oficial y la idolatría que despierta Israel en los medios de comunicación hegemónicos han potenciado, además, las campañas anti-palestinas. La denuncia que realizó, por ejemplo, un diputado de la izquierda de los bombardeos en Gaza fue recientemente sucedida por virulentas presiones para expulsarlo del Parlamento.

A escala regional, el sionismo está muy involucrado en acciones golpistas contra Venezuela. No olvidan la enorme simpatía que generaron los pronunciamientos de Chávez en Palestina. El gestor del proceso bolivariano destacó las raíces comunes de las batallas populares que se libran en América Latina y el mundo árabe. Resaltó la resistencia al saqueo de los recursos naturales, en dos regiones que han padecidos los mismos despojos y agresiones del imperialismo estadounidense.

Washington ambiciona el petróleo de Venezuela y Medio Oriente. Por eso acosa a todos los países que protegen sus riquezas y ha buscado emular el militarismo israelí en América Latina, montando un apéndice bélico muy semejante en Colombia. Pero no puede contrarrestar la enorme simpatía que suscita la causa palestina en toda la región.

Palestina es el gran emblema de los jóvenes que desafían a los gendarmes en las calles de Cali, Santiago o Lima. Encarna una rebelión heroica contra la injusticia que despierta admiración en todos los rincones de América Latina. Palestina está muy presente en el corazón de nuestros pueblos.

Notas:

[1] https://ernestovillegassite.wordpress.com/2021/05/25/raices-judias-contra-genocidio-en-palestina/ Foro internacional «Raíces judías contra genocidio en Palestina» YouTube: https://bit.ly/3yItyYE

[2] Armanian, Nazanin. Palestina: un genocidio en cámara lenta, 18-5-2021.

[3] Juma, Jamal. La Operación “Guardián de los muros” no reparará los muros del apartheid de Israel, 15/05/2021. http://rebelion.org/la-operacion-guardian-de-los-muros-no-reparara-los-muros-del-apartheid-de-israel

[4] Harb, Imad. El absoluto fracaso de los Acuerdos de Abraham, 21/05/2021, https://rebelion.org/el-absoluto-fracaso-de-los-acuerdos-de-abraham/

[5] Chomsky, Noam; Achcar, Gilbert (2007). Estados peligrosos: Oriente Medio y la política exterior estadounidense. Barcelona: Paidós (cap 5)

[6] Margalit, Meir. En Israel todo el mundo trabaja para la derecha, 18-5-2021.

[7] Pappé, Ilan. Podemos contar los días hasta el próximo ciclo de violencia, 23-5-2021, https://www.eldiarioar.com/mundo/illan-pappe-historiador-israeli-contar-dias-proximo-ciclo-violencia_128_7963376.html

[8] Baroud, Ramzy, Hay que superar el apartheid en Palestina. La solución de un Estado no es ideal, pero es justa y posible, 07/12/2020, https://rebelion.org/la-solucion-de-un-estado-no-es-ideal-pero-es-justa-y-posible/

[9] Katz Claudio. Los argumentos por Palestina, 4-9-2006, https://katz.lahaine.org/los-argumentos-por-palestina/

Fuente: https://rebelion.org/nuevos-argumentos-por-palestina/

Las cuatro palestinas engendradas por Israel

Alfredo Jalife-Rahme

24/05/2021 | Publicado en la Red de Geografía Económica 492/21 el 16/05/2021

Existe un impactante mapa cronogeopolítico que demuestra la expropiación militar de tierra palestina de 1946 a 2010 (https://bit.ly/3bmv5t8), agudizado 11 años más tarde con el irredentismo de los colonos jázaros no-semitas ashkenazis (https://amzn.to/3hs8kb6) en Cisjordania: en particular, la enajenación catastral de las propiedades de los autóctonos palestinos en el icónico barrio de Sheikh Jarrah en Jerusalén Oriental en Al-Quds, a punto ser totalmente judaizado al precio de limpiezas étnicas (https://bit.ly/3w6eDVV).

Más allá de que Israel fue condenado como un Estado apartheid, según HRW (https://bit.ly/2SV9Jgp), la realidad de los hechos a lo largo de la cronogeopolítica de 104 años –desde la declaración del canciller británico lord Arthur Balfour en 1917, pasando por la bendición de los banqueros Rothschild para la creación de Israel, hasta la imperante situación hoy con Netanyahu– ha desembocado en la existencia de facto de varios estados palestinos deliberadamente inconexos y segregados, además de la erección de muros por Israel –imitados por Trump y su yerno talmúdico Jared Kushner en la frontera de EU con México–, que pretende atomizar la amenaza demográfica de la hoy mayoría palestina frente a la minoría israelí en la Palestina histórica que va del rio Jordán hasta el mar Mediterráneo, según el ejército israelí (https://bit.ly/3eDleBt).

Las inconexas palestinas son: 1) la Franja de Gaza; 2) Cisjordania,frontera con Jerusalen oriental en Al-Quds; 3) Jordania, y 4) la “ Palestina de los Refugiados” de casi 6 millones, la población más grande de refugiados en el mundo de 2.1 millones en Jordania, 528 mil 616 en Siria, 452 mil 669 en Líbano y 240 mil en Arabia Saudita (https://bit.ly/3w0MKyu).

La “ primera Palestina ”, constituida por la Franja de Gaza, inconexa con la segunda Palestina de Cisjordania, ostenta 2 millones de habitantes y uno de los peores PIB per cápita del mundo; comporta diferentes demografías y alianzas de las otras palestinas, gobernadas por los grupos integristas de Hamas y de Yihad islámica, vinculados geopolíticamente con Turquía, Qatar e Irán.

La “ segunda Palestina ”, Cisjordania, gobernada por la Autoridad Palestina, vestigio de la OLP de Yasser Arafat, es apoyada por las petromonarquías árabes, con excepción de Qatar, y la mayoría de los países de la Liga Árabe, ostenta 3 millones de habitantes, donde Israel ha instalado a 418 mil 600 colonos, según la CIA, además de otros 215 mil 900 colonos jázaros no-semitas ashkenazis, hoy pertrechados en Jerusalén oriental en Al-Quds, donde todavía resisten heroica y supervivencialmente 370 mil palestinos (https://bit.ly/2Qp3ZKU).

Se desprende que las “ dos Palestinas” de Gaza y Cisjordania miran a diferentes horizontes geopolíticos cuando la gran noticia hoy es que Hamas ha conseguido seducir la revuelta millennial de los palestinos tanto en Jerusalén oriental –lo que constituye un gran triunfo, ya que Al-Quds es el tercer sitio sagrado de mil 800 millones de feligreses musulmanes (https://bit.ly/3xXGuJF)– como a los palestinos israelíes en las entrañas geográficas de Israel.

El núcleo duro del Partido Likud desde el general Ariel Sharon –perpetrador de la carnicería en los campos de refugiados palestinos de Sabra y Shatila en Líbano en 1982– considera a Jordania como la “verdadera patria de los palestinos (https://bit.ly/33LGWgq)” expulsados de la Palestina histórica.

Hoy, Jordania, la proyectada “ tercera Palestina”, con casi 11 millones de habitantes, es frontera con Cisjordania e Israel a lo largo del río Jordán. Con el asombroso despertar de los palestinos que viven en Israel como tal y han sido asimilados como ciudadanos israelíes –tienen ciudadanía de pasaporte, pero sin ciudadanía democrática igualitaria–, se ha detonado el esbozo de lo que sería la “ cuarta Palestina”.

La gran noticia de los sucesos en curso es que los palestinos de Gaza están consiguiendo la hazaña de reconectarse con sus hermanos de Jerusalén Oriental en el Al-Quds y en Cisjordania. By the time being…

Fuente original: https://www.jornada.com.mx/2021/05/16/opinion/012o1pol

Palestina e Israel, una encrucijada geopolítica

Martín Martinelli

Observatorio Geohistórico (OGH) del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Luján (UNLu).

17/05/2021

En momentos en que observamos estremecidos los ataques israelíes de destrucción masiva de los palestinos de la Franja de Gaza, nos queda desde nuestros lugares, manifestarnos en oposición a esa matanza compulsiva pero a la vez repetitiva. Ese paisaje, esa geografía, resulta controvertida para explicarla solo tomando una foto del presente. También resulta necesario preguntarse qué relación particular tienen con esta porción de territorio que es relativamente escueta, que no posee grandes yacimientos, o riquezas en materias primas, pero directas, el tema es encontrarse en un sitio nuclear a nivel geoestratégico y geopolítico.

Algunas de las posibles respuestas las encontramos al observar la sacralidad de ese pequeño pasadizo, antiguamente la franja sirio-palestinense, una costa del Mediterráneo, puerta geográfica a esa parte de Asia, contacto marítimo dentro de ese mar interior, pero quizás no tan relevante como pudiera ser el Canal de Suez. Entonces, qué razones llevan a estar a esta temática cotidianamente en las planas de los periódicos, en diferentes documentales, en la educación religiosa (entremezclada con lo laico), en películas y en todo tipo de manifestaciones artísticas y no tanto.

Ahora bien, para comprender la causa palestina, el lugar de todas las luchas, es necesario analizar varios elementos. El primero es la reconfiguración del Medio Oriente de estas últimas, al menos, tres décadas, desde la invasión de Iraq por parte de Estados Unidos y un conglomerado de países, a partir de 1991, tras la caída de la Unión Soviética. Ese es un cambio radical en la región en el que, por supuesto, Israel colaboró en todo momento. Partiendo de ese punto, por no ir mucho más atrás, ya que durante el siglo XX y parte del XIX, la región funcionó como un escenario donde las potencias mundiales y regionales disputaron su hegemonía. Los últimos ejemplos más evidentes son la destrucción y matanzas en Siria, Iraq, Libia, Afganistán y Yemen.

El segundo punto son las relaciones de Israel con los Estados árabes, cuyas poblaciones embanderaron la causa palestina como propia. Desde el tratado de paz entre Egipto e Israel, mediado por EE. UU. De 1978-1979 y el tratado con Jordania de 1994. No es para nada menor que Israel haya tenido un plan sistemático de acercamiento a países árabes, ya que en 1979, Egipto al pactar con Israel con la mediación de EEUU, fue expulsado de la Liga Árabe. Recientemente pactó en una llamada “normalización” con Bahréin, Emiratos Arabes Unidos (EAU), Sudán y Marruecos de forma abierta, así como podríamos sumar el caso de Arabia Saudita de manera subterránea.

En el aspecto geopolítico, esto nos otorga varios indicios, EAU es uno de los países más pujantes de la región, no debemos menospreciar la importancia que tiene esto a nivel internacional, así como también la presencia del mayor evento deportivo (y político) mundial que se desarrollará en Qatar en 2022, la Copa Mundial de fútbol. Momento, que de esta forma será usado para intentar maquillar la constante opresión israelí sobre la población palestina. Además, es una forma de acercamiento a la costa opuesta de Irán dentro del Golfo Pérsico (o árabigo), zona donde por donde pasa buena parte de la producción mundial de petróleo a través del Estrecho de Ormuz. Irán el país opuesto a las prerrogativas estadounidenses desde la Revolución Islámica de 1979 y que acaba de firmar un tratado comercial de 25 años con China.

El tercer punto, es que Israel procura y procuró mostrarse como parte de Europa, tanto en su participación en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), como en la Unión Europea, así como en las diferente disciplinas donde participa como un país europeo más, cuestión que se contradice con sus coordenadas geográficas. Pero que asimismo, denota su visión del mundo, puesto que desde su declaración más manifiesta de establecer un Estado en esta región tan particular, y nos referimos a la idea esbozada en “El Estado judío” (“Der Judeenstaat” de Theodor Herzl de 1896), su función de punta de lanza de Europa en Asia –¿De occidente en oriente?– no es negada, sino que por el contrario es subrayada por sus diferentes administraciones. Salvando distancias, algo semejante a Estados Unidos, su aliado incondicional, que varía en los nombres y supuestas orientaciones ideológicas, pero que mantiene, en este caso unas prerrogativas básicas respecto de la población palestina a la cual busca expulsar o aniquilar según su geografía.

El Estado de Israel, en su rol imperialista de acompañamiento a Estados Unidos, tiene al menos, tres políticas hacia Palestina. Primero, un Master Plan de judaización, de desarabización, de generar una mayoría de población judía por una cuestión de mayoría política y basados en un racismo estructural, semejante en algunos puntos al que tanto se hablo durante el “Black Lives Matter” estadounidense. En el caso jerosolimitano es donde esto se hace más explícito. Podemos diferenciar entre la forma utilizada en Jerusalén, declarada capital única, indivisible y eterna en 1980 de manera unilateral y con la intención de minar (hace cuarenta años) la posibilidad de que los palestinos logren su autodeterminación, su autogobierno. Un cuestión central es la Colonia Maale Adunim el objetivo es diseccionar a Cisjordania en dos, o lo que queda de ella.

El plan para el territorio, se cumple aquí de manera exponencial. Una ciudad que hubiese sido un “corpus separatum” para la injusta recomendación de partición de la Declaración 181 de 1947 de la recién nacida ONU, dada su condición de sacralidad para las tres religiones monoteístas que consideran con una misticidad particular a los emplazamientos como la Explanada de la Mezquita para los musulmanes –más de 1600 millones de creyentes–, el Muro de los Lamentos para los judíos –15 millones– y el Santo Sepulcro para los cristianos –alrededor de 2400 millones–.

Segundo, en Cisjordania, donde también se pretende una anexión territorial, que quiso legitimarse en 2020. La expulsión por goteo sucede a las deportaciones masivas de 1948 y 1967. Las colonias de asentamiento (colonialismo del siglo XXI), el órgano de conquista territorial israelí, creció al doble de la tasa de crecimiento de las demás zonas de Israel. Lo antedicho se complementa con la estrategia para la denominada “Judea y Samaria” (nombres de la Torá) Cisjordania, una serie de carreteras, puestos de control, colonos armados y preparados ideológicamente para cometer todo tipo de tropelías contra sus vecinos palestinos, y una presencia cotidiana del ejército israelí a todo nivel, o sea, de un ocupante contra un pueblo impedido de ejercer su soberanía.

Las microviolencias cotidianas se hacen menos perceptible para los medios, o más bien, estos eligen no mostrarla, como explica el documental “Peace, Propaganda & the Promised Land”. Más aún colaboran al no mostrar esa cara del régimen de apartheid israelí y eligen exaltar el supuesto éxito frente al Covid-19, por ejemplo. En síntesis, Israel pretende colonizar y arrebatar estas tierras y sus recursos, controlar exhaustivamente por las fuerzas militares de ocupación, el resultado es una serie de poblaciones inconexas o bantustantes al estilo sudafricano.

Tercero, lo que se está viviendo ahora. Israel, único poseedor de armas nucleares en la región y de los más sofisticados armamentos, incursiona con asesinatos masivos sobre la Franja de Gaza en 2021, tras lo hecho en 2008-2009, 2012, 2014. Este pequeño territorio está bloqueado por tierra mar y aire, una cárcel a cielo abierto. No tiene colonos israelíes desde 2005, cuestión que puede ayudar a entender porque es el elegido como objetivo de sus bombardeos. Además, de la riqueza en sus aguas. Llamado o guerra asimétrica, se trata de un bombardeo de poblaciones enteras y su infraestructura, que buscan resistir con lanzamientos de cohetes, cuyo poder es diametralmente opuesto a las fuerzas del ejército israelí, uno de los más entrenados del mundo. La intención es aniquilar la Franja de Gaza con sus dos millones de habit

Una cárcel a cielo abierto

Tras lo acaecido en la Nakba (catástrofe) de 1948, la limpieza étnica, se entretejió un esquema de negación simultáneo de la identidad palestina y el retorno a sus tierras. Los palestinos son en su mayoría refugiados, y habitan bajo diferentes Estados incluidos el israelí. En sus diferentes geografías, se ven asfixiados en sus posibilidades económicas, restringidos en el uso del agua y de sus tierras; o quedan en una situación intermedia, no especificada por completo, de habitar Israel, pero a un nivel de sometimiento marcado por su diferencia lingüística, no tanto cultural, ya que incluso Israel ha asimilado varios aspectos árabes o palestinos como la música y la comida.

Si repasamos, las últimas tres décadas, ahora solo en Palestina e Israel, los Acuerdos de Oslo de 1993 buscaron entre otros objetivos, no volver a sufrir intifadas –que si ocurrieron–, u que la Autoridad Nacional Palestina (ANP) se encargara de ser una policía de control complementaria palestina, pero de su población más belicosa o revolucionaria. Esto significó que se la proveía de armas de disuasión, aunque debían usarlas solo para mancillar a sus connacionales ¿En qué difiere esto de cualquier monopolio del ejercicio de la violencia de otros Estados? La salvedad radica en que los israelíes buscan conquistar más tierras y controlar el territorio, pero el dispositivo falla al no considerar una población palestina (de una cantidad semejante a la israelí), si nos ceñimos al mapa completo de la Palestina del Mandato Británico (1922-1948). Dicho en otras palabras, Israel continúa con sus planes de anexión y desde 1967 cada vez más, la población palestina queda engullida en una maraña de poblados israelíes, pero sin tener los derechos que le proporcionaría esa ciudadanía.

La disputa, desigual en la mayoría de los aspectos, se lleva a cabo en los más diferentes planos, como el geográfico, el histórico, el lingüístico, el arqueológico, el artístico y uno que quiebra el balance, como es y ha sido el mediático. Sin embargo, el poderío tecnológico y militar israelí es garantizado por la máxima potencia histórica en ese sentido que le promete abiertamente una “ventaja militar cualitativa” en la región, el US Army, la mayor máquina de matar y destruir hasta ahora creada, dirigida de las maneras más cruentas, de más está decirlo. Esto se ve soslayado por el apoyo a la causa Palestina que se sucita a través del mundo. No de los gobernantes pero si de los pueblos (no solo los de Asia occidental) que conocen cada vez más las injusticias, la muerte que aqueja la vida cotidiana de los palestinos, que los degrada en el uso de la tierra y el agua para proveerse de alimentos.

En cuánto a las formas de resistencia palestina, tomemos un ejemplo. El BDS, Boicot Desinversión y Sanciones, que más allá del resultado que ya haya tenido, es una de las formas de resistencias y subterfugios a las declaraciones del Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto IHRA (en sus siglas en inglés), que se evidencian en la carta firmada por gran cantidad de intelectuales de la más diversa procedencia, donde se rechaza la asimilación entre el antisemitismo (preferimos llamarlo judeofobia) como forma de racismo y el antisionismo que es una práctica anticolonial, y agregaríamos antiimperialista. Aquí nos vemos empujados a realizar varias disquisiciones, pero una cuestión nos resulta clave, y está expresada en el libro de Enzo Traverso El final de la Modernidad Judía: Un giro conservador, cuya tesis principal es que la intelectualidad judía ha mutado desde Trotsky o Theodor Herzl y su papel en los márgenes del poder mundial, hacia un rol central en el aparato decisorio mundial con el ejemplo opuesto, graficado en la figura de Henry Kissinger.

Para resumir quienes están detrás de cada sector, basta con mirar un mapa de los países que reconocen (apoyan) a Israel, cuáles a ambos, y cuáles apoyan la autodeterminación palestina, es decir a un colonizador o a un colonizado. Como ejemplo político para nuestra región, los Macri y Bolsonaro son quienes esgrimen, junto con los Biden, el derecho a defenderse de las agresiones. Tenemos un país que encarcela a una población a cielo abierto, allí bombardea a unos, a otros los encierra tras un muro, y busca asfixiar cualquier toma de decisiones, fomenta las divisiones políticas y deja inconexos sus territorios. Al mismo tiempo, la contienda se da en los medios, allí busca tergiversarlo para la opinión pública internacional a través del epíteto de terroristas (quién y porqué usa esta definición). Esto nos deja una pregunta ¿Quién es el terrorista?

A 30 años de la “guerra del Golfo”

Manlio Dinucci

RED VOLTAIRE | 15/01/2021

Para el presidente estadounidense George Bush padre, la Operación Tormenta del ‎Desierto no tendía tanto a derrotar Irak como a instaurar un «Nuevo Orden Mundial», ‎en coordinación con el último presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov. Se trataba de ‎mostrar que la URSS estaba agonizando y crear un mundo gobernado por ‎Estados Unidos, garantizando a los soviéticos el respeto de sus intereses.‎

Hace 30 años, durante la madrugada del 17 de enero de 1991, comenzaba en el Golfo Pérsico la Operación Tormenta del Desierto, la guerra contra Irak que abría la secuencia de guerras ‎posteriores a la llamada guerra fría.

Estados Unidos y sus aliados inician aquella guerra ‎en momentos en que –luego de la caída del muro de Berlín– el Pacto de Varsovia y hasta la ‎Unión Soviética están a punto de disolverse. Ese contexto crea una situación geopolítica ‎totalmente nueva y Estados Unidos traza una nueva estrategia para sacar de ella la mayor ‎ventaja. ‎

En los años 1980, Estados Unidos había respaldado el Irak del presidente Saddam Hussein ‎durante la guerra contra el Irán del ayatola Khomeini. Pero al final de aquella guerra, en 1988, ‎Estados Unidos teme que Irak llegue a desempeñar un papel predominante en la región. ‎Washington recurre entonces nuevamente a la estrategia del «divide y vencerás»: empuja Kuwait ‎a reclamar el pago inmediato del crédito que ese emirato había concedido a Irak y a perjudicar a ‎este último país mediante la explotación excesiva del yacimiento de petróleo que se extiende bajo ‎la frontera común. ‎

Después, Washington hace creer a Saddam Hussein que Estados Unidos no intervendrá en su ‎conflicto con Kuwait. Pero en julio de 1990, cuando tropas iraquíes invaden Kuwait, Washington ‎monta una coalición internacional contra Irak. Una fuerza de 750 000 efectivos –de los cuales el ‎‎70% son estadounidenses– es enviada a la región del Golfo bajo el mando del general ‎estadounidense Norman Schwarzkopf. ‎

Posteriormente, a partir del 17 de enero, Estados Unidos y sus aliados utilizan contra Irak ‎‎2.800 aviones de guerra que realizan 110.000 misiones de bombardeo dejando caer sobre ‎la población iraquí 250.000 bombas, incluyendo las llamadas “bombas de racimo” que ‎liberan cada una gran cantidad de pequeños artefactos antipersonales. Junto a la US Air Force ‎estadounidense, participan en esos bombardeos aviones de las fuerzas armadas de Reino Unido, ‎Francia, Italia, Grecia, España, Portugal, Bélgica, Países Bajos, Dinamarca, Noruega y Canadá. ‎El 23 de febrero, las tropas de la coalición inician la ofensiva terrestre con más de ‎medio millón de efectivos, ofensiva que termina el 28 de febrero con un «alto al fuego ‎temporal» proclamado por el presidente George Bush padre. ‎

Inmediatamente después de la guerra del Golfo, en la Estrategia de Seguridad Nacional de ‎Estados Unidos emitida en agosto de 1991, Washington lanza a sus adversarios –y también a ‎sus aliados– un claro mensaje: «Estados Unidos es el único Estado con una fuerza, un alcance y ‎una influencia en todos los campos –político, económico y militar– realmente mundiales. ‎No existe ningún sustituto del liderazgo estadounidense».‎

La guerra del Golfo es la primera guerra en la que participa la República Italiana, bajo las órdenes ‎de Estados Unidos y en violación del Artículo 11 de la Constitución de Italia. La OTAN, aunque ‎no participa oficialmente en esa guerra, pone sus fuerzas y bases a la disposición de la agresión. ‎Meses después, en noviembre de 1991, el Consejo Atlántico, siguiendo los pasos de la nueva ‎estrategia de Estados Unidos, lanza el «Nuevo Concepto Estratégico de la Alianza». Y ese mismo ‎año, se presenta en Italia el «Nuevo Modelo de Defensa» que, invirtiendo lo estipulado en su Constitución, ‎afirma que la misión de las fuerzas armadas italianas es «velar por los intereses nacionales ‎donde quiera que sea necesario». ‎

Así nació, con la guerra del Golfo, la estrategia que guía las demás guerras sucesivas bajo ‎el mando de Estados Unidos –Yugoslavia en 1999, Afganistán en 2001, Irak en 2003, Libia ‎en 2011, Siria también en 2011 y otras más–, guerras presentadas como «operaciones ‎humanitarias para exportar la democracia». Como prueba de lo “humanitarias” que son esas ‎intervenciones tenemos los millones de muertos, de inválidos, de huérfanos y de refugiados ‎iraquíes, resultado de la guerra del Golfo, que el presidente Bush padre calificaba en 1991 como ‎‎«crisol del Nuevo Orden Mundial». A ellos se agrega un millón y medio de muertos –‎entre ellos, medio millón de niños fallecidos– durante los siguientes 12 años de “embargo” ‎contra Irak, así como las numerosas muertes provocadas por los efectos a largo plazo de las ‎municiones de uranio empobrecido que Estados Unidos utilizó masivamente durante aquella ‎guerra contra Irak, y todavía están por contabilizar con precisión los muertos que dejó ‎la segunda guerra contra Irak, desatada por George Bush hijo en 2003. ‎

En ese mismo «crisol» arderán también los miles de millones de dólares asignados a la guerra. Sólo ‎para la segunda guerra contra Irak, la oficina del Congreso que se ocupa del presupuesto estima ‎que Estados Unidos dedicó a esa agresión unos 2.000 millones de dólares. ‎

Eso es lo que hay que debemos tener en mente cuando, dentro de poco, ciertos personajes vengan a ‎recordarnos, a través de los grandes medios de difusión, el 30º aniversario de la “Guerra ‎del Golfo”, «crisol del Nuevo Orden Mundial». ‎

Extraído de RedGeoEcon 41/21

Fuente original: Red Voltaire

“La agitación regional no disminuirá en el futuro previsible”

Jeff Godwin entrevista a Gilbert Achcar

17/12/2020

La revuelta que se extendió por Oriente Medio en 2011 [con su antecedente en la solidaridad con el joven Mohamed Bouazizi, que el 17 de diciembre se quemó a lo bonzo en Túnez como forma de protesta contra el régimen] parecía haberse acabado y haber sido enterrada hasta que una nueva ola de protestas comenzó en 2018. Gilbert Achcar es quizás el analista radical más relevante de estos movimientos. Sus libros The People Want: A Radical Exploration of the Arab Uprising (University of California Press, 2013) y Morbid Symptoms: Relapse in the Arab Uprising son de lectura obligada para cualquiera que quiera entender la trayectoria histórica de esa región en la pasada década. [En castellano Gilbert Achcar ha publicado, además de muchos artículos en viento sur, El choque de barbaries (Icaria, 2007), Marxismo, orientalismo y cosmopolitismo (Bellaterra, 2016) y, con Noam Chomy Estados peligrosos (Paidós, 2016)].

Jeff Godwin conversó recientemente con Achcar sobre los recientes acontecimientos y su punto de vista sobre el proceso revolucionario que se inició en 2011.

Jeff Godwin: Comencemos, Gilbert, hablando de los hechos más recientes sobre los que te gustaría hablar y me imagino que será sobre la segunda oleada de levantamientos o protestas que comenzó en la región hace un par de años.

Gilbert Achcar: Comenzaría con algo de una relevancia aún más inmediata: la pandemia en curso y cómo ha afectado a lo que los medios de comunicación han denominado la “segunda primavera árabe”, en referencia a la onda expansiva de 2011 conocida como la Primavera Árabe. Tomemos el caso de Argelia, porque ha sido el más obvio: allí cada semana solía producirse una manifestación masiva que casi se había convertido en un ritual. Todos los viernes -el fin de semana local- se producía una gran afluencia de gente, especialmente en las calles de Argel, la capital. Esto cambió abruptamente con la pandemia. El gobierno encontró un buen pretexto para decir a la gente: “Ya se acabó. Debéis quedaros en casa». En Sudán el movimiento de masas también quedó interrumpido y paralizado por un tiempo a causa de la pandemia, y lo mismo sucedió en Irak y Líbano.

Sin embargo, hay momentos en los que la ira es tal que la gente está dispuesta a afrontar la pandemia para manifestarse, ¡de eso ya saben algo en EE UU con el movimiento Black LivesMatter! Llega un momento en que la gente ya no puede soportar más. Tuvimos un ejemplo de eso en Líbano, tras la enorme deflagración en el puerto de Beirut el pasado 4 de agosto, y tanto Sudán como Irak han sido testigos de una reanudación de la movilización de masas. Pero no se puede negar el impacto de la covid-19.

J.G.: Una vez que desaparezca la pandemia, con suerte más temprano que tarde, en tu opinión, ¿los movimientos continuarán donde se quedaron o ya se han visto paralizados de alguna manera sustancial por esta pausa?

G.A.: Esa es una buena pregunta, que apunta a importantes diferencias entre estos casos. Donde hay un movimiento organizado, como es efectivamente sólo el caso de Sudán, el movimiento ha continuado, aunque con menor intensidad. Cuanto más nos deshagamos de la pandemia y del miedo que crea, más se recuperará el movimiento sudanés debido a su continuidad organizada. Por el contrario, mientras que el movimiento sudanés está notablemente estructurado con diferentes niveles de organización y representación, el movimiento popular argelino de 2019 estaba desorganizado, en el sentido de que no surgieron cuerpos representativos, ni estructuras reconocidas. Los movimientos de Líbano e Irak también sufren de falta de liderazgo y organización. En el caso de Líbano, reflejaba la variada composición social y política del movimiento, que involucraba a un espectro muy amplio de fuerzas que solo tenían en común el deseo de deshacerse de la actual élite de poder.

Sin embargo, los ingredientes centrales que llevaron a la explosión social hace diez años todavía están presentes en toda la región, e incluso empeoran año tras año. La pandemia solo lo está empeorando. Si bien juega un papel contrarrevolucionario inmediato al obstaculizar la movilización de masas, al mismo tiempo está profundizando ante todo la crisis que llevó a la revuelta de masas. A excepción de los estados muy ricos, pequeños productores de petróleo, habitados por una gran mayoría de inmigrantes a los que pueden deportar a voluntad, la mayoría de los países de la región sufrirán una fuerte caída de los ingresos, incluidas las remesas, y un aumento masivo del paro. Sobrellevarán las consecuencias de la calculada caída a largo plazo de los precios del petróleo, al ser el petróleo una de las principales fuentes del flujo monetario en la región.

J.G.: Dijiste que las causas fundamentales de las revueltas siguen ahí y que de hecho están empeorando. Entiendo que esto significa que la segunda oleada de protestas ha sido impulsada fundamentalmente por los mismos factores que la primera oleada.

G.A.: Creo que eso es algo indiscutible. En Jordania en 2018 el catalizador de la protesta social fue un acuerdo del gobierno sobre impuestos. En Sudán fueron las medidas de austeridad que redujeron los precios subvencionados destinados a los pobres. En Líbano fue un nuevo impuesto que el gobierno intentó imponer a las comunicaciones VoIP (Voz sobre IP). En Irak, los últimos años han presenciado un fuerte aumento de la protesta social. Y mientras que el factor que desencadenó el movimiento en Argelia fue directamente político —el intento de renovar el mandato del presidente por un quinto período de cinco años—, esto no significa que no esté relacionado con los profundos problemas socioeconómicos subyacentes. Se podría decir lo mismo de varios países de la primera oleada donde el levantamiento se inició por cuestiones políticas, mientras que estaba muy claro que los agudos problemas sociales y económicos subyacían en la ira política.

En mi libro de 2013, The People Want, identifiqué las raíces profundas del estallido social como vinculadas a un desarrollo que encadenaba a esta parte del mundo que durante décadas ha registrado tasas de crecimiento más bajas (especialmente el crecimiento per cápita) que otras partes de Asia o África. La consecuencia más llamativa de esto fue un masivo desempleo juvenil haciendo que la región haya ostentado durante décadas el récord mundial. Eso nos da ya una pista crucial sobre la revuelta de 2011 que por supuesto, como cualquier revuelta, fue impulsada principalmente por jóvenes, muchos de los cuales no veían futuro alguno para ellos. Una encuesta realizada en 2010 arrojaba una proporción muy elevada de jóvenes que deseaban emigrar: la cifra más alta se encontraba entonces en Túnez con cerca del 45% declarando que deseaba abandonar su país de forma permanente. Y sin duda el paro juvenil, como el desempleo en general, ha empeorado desde 2010, ahora más que nunca debido a la pandemia.

J.G.: ¿Dirías que los jóvenes han estado en la vanguardia de los levantamientos en toda la región, o ha habido alguna variación en su composición de clase? O, para expresarlo de otra manera, cuando hablas de la juventud como vanguardia, ¿te refieres a los jóvenes de clase media o a los estudiantes de clase trabajadora?

G.A.: Como cualquier gran movimiento popular, estos movimientos atraviesan diversas capas y clases sociales, pero es aquí donde la edad probablemente cuente más. Si buscas participantes de clase media encontrarás sobre todo jóvenes de clase media y una proporción mucho menor de personas mayores. Sin embargo, la inmensa mayoría de quienes estaban en la calle pertenecían a las clases más pobres: clase trabajadora, clase media baja y desempleados, incluido un alto número de graduados de clase media baja en una región donde el número de matriculados en la enseñanza superior son más numerosos que en otras partes del sur global.

Este hecho es el producto de la fase nacionalista y desarrollista que alcanzó su apogeo en la década de los años 60 al proporcionar una educación gratuita, lo que condujo a una alta tasa de matriculaciones en la enseñanza secundariay universitaria. Como resultado, los graduados representaban una alta proporción de los desempleados. La participación masiva de estudiantes y graduados en el movimiento también explica cómo llegaron a jugar un papel clave al ser expertos en tecnología. Saben cómo utilizar las nuevas tecnologías y las redes sociales. En un momento de 2011, los medios globales incluso describieron la Primavera Árabe como una revolución de Facebook, lo cual fue una exageración aunque no del todo errónea.

La capacidad organizativa no es desde luego la misma en estos países: depende de los niveles de represión preexistentes, el tipo de clase trabajadora, su grado de concentración, etc. Si nos fijamos dónde empezó todo, es decir, en Túnez, éste fue el primer país donde el movimiento de masas, que comenzó en diciembre de 2010, logró deshacerse del presidente en enero de 2011, no es una coincidencia que hubiera sucedido allí. Túnez es de hecho el único país de la región con un movimiento obrero poderoso, organizado y autónomo. El movimiento obrero tunecino fue fundamental para convertir lo que comenzó como una revuelta espontánea de ira en un movimiento de masas que se extendió por todo el país. El sindicato de maestros, en particular, jugó un papel clave en la radicalización del movimiento presionando a la dirección del sindicato central. El día en que Ben Ali huyó del país fue el día de la huelga general en la capital tunecina.Si nos fijamos en Egipto, el segundo país que se unió al movimiento, descubrimos que ha presenciado durante los años anteriores a 2011 la oleada de huelgas obreras más importante de su historia. Había algunos sindicatos independientes embrionarios, pero los sindicatos oficiales estaban controladas por el gobierno, por lo que el movimiento sindical organizado no podía jugar un papel clave en la conducción del levantamiento. Sin embargo, el derrocamiento de Mubarak por los militares en febrero de 2011 fue precipitado por una ola masiva de huelgas que comenzó en los días previos a su renuncia forzosa y en la que participaron cientos de miles de trabajadores.

Bahrein es otro de los seis países que entraron en fase de levantamiento en 2011 y, aunque esto es poco conocido, es un país que poseía un movimiento obrero importante jugando un papel clave en la fase inicial del levantamiento hasta que la monarquía lo reprimió duramente. Así pues, estos son países donde ha sido crucial el papel jugado, de forma más consciente, por la clase trabajadora en el levantamiento. Ahora, con sólo mirar las imágenes de las calles de todos los países que experimentaron en 2011 un fuerte aumento de la protesta social y política se puede comprobar que las clases populares fueron las más involucradas.

Las instituciones financieras internacionales han tratado de retratar la Primavera Árabe como una revuelta de la clase media, porque eso encajaba con su visión neoliberal de que ésta fue una expresión del ansia de la gente por una mayor liberalización económica. Admiten que hubo causas económicas para el levantamiento de la región, pero las atribuirían no a la implementación de sus recetas neoliberales sino a la falta de vigor para ponerlas en práctica. Esto por supuesto que es una patraña: solo los neoliberales ultra-dogmáticos pueden negar el hecho de que el viraje neoliberal empeoró considerablemente las condiciones socioeconómicas en la región antes de los levantamientos. Expliqué cómo sucedió esto en The People Want.

J.G.: A menudo se dice que Túnez es la excepción en la región. Según esta perspectiva los levantamientos fracasaron en todas partes. Algunos han relacionado esto con la organización excepcional de trabajadores en Túnez. ¿Tiene sentido este enfoque?

G.A.: La respuesta a esto no es un simple sí o no. Primero, debemos considerar si Túnez realmente ha sido una historia de éxito. Sí lo fue si nos referimos a la democratización. En ese sentido específico, Túnez se ha convertido en lo que podría llamarse una democracia electoral desde 2011. Desde ese ángulo, su levantamiento fue un éxito. Pero, ¿tuvo éxito en resolver los problemas sociales y económicos clave que mencionamos? Desafortunadamente no en absoluto. Nada cambió con respecto a la economía política. Bajo la presión del FMI y el Banco Mundial las cosas han empeorado. Ha habido explosiones sociales intermitentes en varias partes de Túnez desde 2011, impulsadas por los mismos problemas sociales que llevaron al levantamiento hace diez años; un gran levantamiento de este tipo ocurrió hace unas semanas. Cualquier creencia de que Túnez lo ha logrado y que ahora está a salvo sería profundamente errónea. Sin embargo, los dos temas que mencionaste — la historia de éxito y el papel de los trabajadores — generalmente no se relacionan en las explicaciones convencionales. Quienes describen a Túnez como una historia de éxito no suelen enfatizar la importancia de su movimiento sindical como clave para este éxito. Suelen recurrir a alguna explicación orientalista o cultural. Apenas mencionan al movimiento obrero, a pesar de que su papel en la preservación de la paz social, junto con otros tres protagonistas sociales tunecinos, fue reconocido con el premio Nobel de la Paz.

Ahora bien, hay un serio problema con ese papel porque, en lugar de luchar enérgicamente por las demandas sociales de la población, la dirección sindical se ha ocupado de llegar a acuerdos con la organización patronal para garantizar una alternancia fluida de gobiernos burgueses. Por ello Túnez es en realidad una buena prueba del hecho de que la cuestión no es la «gobernanza»; no es solo la democratización. Se trata fundamentalmente de profundos problemas sociales y económicos que se traducen inevitablemente en un descontento político. No hay forma de salir de la crisis sin un cambio socioeconómico radical, pero eso está muy lejos de la situación actual en Túnez.

J.G.: Si, a pesar de la transición democrática de Túnez, siguen vigenteslas mismas políticas económicas, ¿dirías que el gobierno debería abordar los profundos problemas económicos de los que has venido hablando? ¿O los problemas están tan arraigados que las políticas gubernamentales son de alguna manera irrelevantes y que este tipo de capitalismo está estancado e incapaz de reformarse por lo que debe ser desmantelado?

G.A.: Como sabéis, la visión neoliberal del mundo se basa en el dogma según el cual el sector privado debería ser la fuerza motriz. Dejad que se haga cargo el sector privado y todo se resolverá: esa es la cura milagrosa que promueven los neoliberales. El FMI ofrece la misma receta a todos los países del planeta. Esto no tiene sentido, incluso desde un punto de vista capitalista pragmático, porque hay que tener en cuenta que los diferentes países registran condiciones muy diferentes. La región del mundo de la que estamos hablando es una, donde debido a la naturaleza del sistema estatal, los requisitos básicos para un desarrollo impulsado por el capitalismo privado brillan simplemente por su inexistencia.

Hay algunos países en el mundo, como Turquía o la India, a los que generalmente se hace referencia como casos en los que el capitalismo privado bajo auspicios neoliberales logró tasas de desarrollo bastante rápidas durante un tiempo, aunque con costes sociales; pero esa historia ha terminado. Sin embargo, en Oriente Medio y el Norte de África esto no podía suceder porque el dinero privado necesita un entorno seguro y predecible para realizar grandes inversiones a largo plazo, algo necesario para el desarrollo. La situación que predomina en la región es un poder estatal despótico combinado con niveles muy altos de nepotismo y amiguismo. Esto tiene que ser eliminado de forma radical. Y no hay salida al bloqueo del desarrollo sin conferir un papel central al sector público en detrimento del enfoque neoliberal. Lo que la región necesita es un nuevo tipo de desarrollismo, uno democrático y no uno dirigido por regímenes autoritarios y burocráticos.

En cuanto a las fuentes de financiación pública, es un hecho bien conocido que los ricos no pagan impuestos en esa parte del mundo. Las únicas personas que pagan impuestos son los asalariados del sector formal, una minoría de todos los trabajadores. La región es conocida por la fuga masiva de capitales y la malversación de fondos. Los recursos son extraídos por los grupos sociales parasitarios que controlan los Estados. Por ello no hay forma de salir de todo eso sin derrocar toda esta estructura sociopolítica. Deshacerse de un presidente es como cortar la punta del iceberg mientras queda preservada la estructura gobernante, como fue el caso en todos los países de MENA donde los presidentes se vieron obligados a dimitir, cuando,de una manera flagrante, fue la columna vertebral militar del régimen la que les obligó a ello, como sucedió en Egipto, Argelia y Sudán, tres Estados que tienen en común la hegemonía de las fuerzas armadas en sus regímenes políticos.

J.G.: Hasta ahora no hemos hablado del papel de las potencias extranjeras, Estados Unidos, Rusia, etc., lo que en sí mismo podría indicar que esas potencias no han jugado un papel tan importante como algunos piensan. ¿Qué papel han jugado las grandes potencias durante la última década?

G.A.: Cuando hablas de neoliberalismo, cuando hablas de las instituciones financieras internacionales haciendo cumplir sus recetas, estás hablando, por supuesto, de un sistema dominado por países imperialistas occidentales, sobre todo por EE.UU. Y, sin embargo, cuando comenzaron los levantamientos en 2011, la hegemonía de EE.UU estaba en un punto bajo en la región, como resultado de la dura derrota de los planes de Washington para Irak. 2011 fue el año de la retirada de las tropas estadounidenses de ese país. Este fracaso fue un duro golpe para el proyecto imperial de EE.UU., y por cierto no solo en Oriente Medio y Norte de África.

Si comparamos a Obama con Trump, uno recuerda a C. Wright Mills y su análisis de la concentración del poder en el sistema presidencial estadounidense, especialmente en materia de política exterior y la proyección del poder. Los intereses básicos de clase que subyacen en el seno del gobierno de los EE.UU. pueden ser los mismos, pero las políticas reales también dependen en gran medida de quién habita la Casa Blanca. Cuando se produjo el levantamiento en Egipto en 2011, Obama no quiso dar la impresión de que EE.UU. apoyaba la dictadura porque entraría en flagrante contradicción con su propio discurso sobre la democracia. En 2009, uno de los primeros discursos importantes de Obama se pronunció en El Cairo, donde defendió las libertades democráticas para la región. Además, habría sido muy imprudente que EE.UU. se opusiera a lo que parecía ser en ese momento un tsunami democrático.

Por ello Obama presionó a Mubarak para que implementara algunas reformas. Cuando este último resultó ser incapaz o no dispuesto a cumplirlas, Washington dio luz verde al ejército egipcio para que se deshiciera de Mubarak. Obama se enfrentaba básicamente a una elección entre dos alternativas. Una era el apoyo a los regímenes existentes contra los movimientos de protesta, que era la opción defendida por los saudíes y otras monarquías del Golfo. Obama se mostró reacio a tomar este camino por la razón que acabo de plantear. Si hubiera sido Trump, es muy probable que lo hubiera hecho sin mucha vacilación. La segunda opción de Obama fue la presentada por Qatar, que se había convertido en patrocinador de los Hermanos Musulmanes desde la década de los años 90. Esto le dio a Qatar influencia comoun interlocutor clave con las fuerzas de oposición a nivel regional, lo que le permitió a Washington intentar, con su ayuda, dirigir el movimiento en una dirección que siguiera siendo inofensiva para los intereses estadounidenses.
Eso es lo que hizo Obama, con la excepción de Bahréin, donde básicamente hizo la vista gorda ante la intervención contrarrevolucionaria liderada por Arabia Saudita. Facilitó la elección de Morsi, el candidato presidencial de los Hermanos Musulmanes en Egipto impidiendo que los militares lo bloquearan. Durante el único año de su presidencia Morsi jugó en gran medida el juego de acuerdo con las reglas de Washington a nivel regional, incluso cuando se trataba de Israel. Por eso la administración Obama no estaba contenta con el golpe de 2013 que derrocó a Morsi, aunque terminó aceptando su resultado, aunque a regañadientes. Eso también nos muestra las limitaciones del poder estadounidense.

Entretanto tuvo lugar la experiencia libia. Obama se vio involucrado en ese conflicto de mala gana: la famosa frase utilizada en ese momento para describir el curso de su acción era «liderar desde atrás». El propio movimiento en Libia no quería ver botas extranjeras sobre el terreno, y Obama tampoco estaba dispuesto a involucrar allí a las tropas estadounidenses. El resultado fue una campaña de bombardeos apoyando un levantamiento armado enfrentado a una dictadura brutal, con la esperanza de que Washington y sus aliados europeos pudieran dirigir el levantamiento hacia un resultado que fuera el mejor para Washington, básicamente un compromiso entre el régimen y la oposición para conservar los aparatos estatales. Esto es lo que sucedió en Yemen en 2011, el modelo preferido de Obama y por el que abogaría para Siria en 2012. Pero fracasaron completamente intentando lograrlo en Libia, sobre todo por la intransigencia de Gaddafi, por lo que toda la estructura estatal se derrumbó cuando se produjo el levantamiento en la capital.

Aparte del fracaso de Libia, la otra gran intervención directa de EE.UU. fue contra el ISIS. En la periferia de la agitación regional surgió este grupo ultraterrorista que representaba una amenaza directa para los intereses de EE.UU., especialmente cuando pasó la frontera de Siria hacia Irak en 2014, entrando así en un país rico en petróleo. Washington intervino de nuevo mediante una campaña de bombardeos y buscó aliados locales sobre el terreno. La administración Obama y el Pentágono no parecían tener problemas para colaborar con las fuerzas kurdas de izquierda en Siria, así como con las milicias pro-iraníes en Irak en la lucha contra el ISIS. Pero esa intervención militar sólo estaba destinada a contrarrestar al ISIS, no a ayudar a derrocar a ningún gobierno, ya fuera en Irak o en Siria.

La hegemonía estadounidense en la región había alcanzado un apogeo en la década de los años 90 tras la primera guerra en Irak, y luego una bajada en el periodo de la Primavera Árabe. El imperialismo rival de Rusia explotó estas debilidades, siguiendo el estilo típicamente oportunista de Putin. Cuando vio que Washington entraba en desacuerdo con los saudíes tras el golpe egipcio, los abrazó tanto como al nuevo dictador egipcio. Cuando vio que aumentaba la tensión entre el presidente turco Erdogan y Washington debido a la alianza de la administración Obama con los kurdos, abrazó al líder turco.

Siria era un país que había estado bajo la influencia de Moscú durante decenios y donde el ejército ruso tenía instalaciones. Irán intervino por primera vez en apoyo del régimen sirio en 2013, luego Putin, al ver que incluso la intervención de Irán para apuntalar a Assad no había llevado a Washington a dar un apoyo decisivo a la oposición siria, intervino a su vez en 2015, rescatando al régimen del inminente colapso. . Dada la debilidad general manifestada por EE.UU. en la región, Moscú extendió poco después su brazo militar a Libia, donde apoya a un bando junto con Egipto, los Emiratos Árabes Unidos y Francia, mientras que el lado opuesto está respaldado por Turquía y Qatar. Los saudíes no están involucrados en Libia, como tampoco lo estaban en 2011. Están demasiado ocupados librando su guerra en Yemen por hacerse con el poder con Irán a expensas de la población pobre de este país.

J.G.: ¿Es justo decir que la posición de EE.UU. en la región ha declinado desde que comenzaron los levantamientos, mientras que las posiciones de Rusia e Irán se han fortalecido hasta cierto punto?

G.A.: Desde luego. Aunque la administración Trump cambiara algunos aspectos para complacer a sus compinches saudíes, ni Trump ni nadie está dispuesto a desplegar tropas estadounidenses de forma masiva en la región a no ser que haya una gran amenaza para los intereses estadounidenses. Saben que, si llevan demasiado lejos la escalada contra Irán, podría tener enormes consecuencias económicas al afectar el mercado petrolero y, por lo tanto, la economía global. Los iraníes también lo saben, y es por eso que Irán permanece impertérrito y sigue actuando en consecuencia. Si el imperialismo estadounidense hubiera sido tan poderoso como algunos creen, Irán no habría sido el principal beneficiario de la invasión estadounidense de Irak, hasta el punto de que el gobierno de este país se ha convertido en su vasallo.

De hecho, esa es la razón por la que el reciente levantamiento en Irak está muy dirigido contra Irán, no contra el pueblo iraní, por supuesto, sino contra el régimen iraní que se entromete en los asuntos de su país atentando contra su soberanía. Los que han salido a las calles en Irak son en su mayoría chiítas que sin embargo se oponen mucho a la influencia iraní rechazando toda dominación extranjera, ya sea de Washington o Teherán. También en el Líbano ha habido una participación significativa de chiítas en el levantamiento de 2019, que fue notablemente inter-confesional e igualmente opuesto tanto a los amigos deTeherancomo de Washington que gobernaban en coalición.


J.G.: El capitalismo, si he entendido lo que decías antes, realmente no tiene futuro en la región. No hay ninguna solución en este momento. Algún tipo de socialismo democrático es la única salida posible para esta situación, provisto de un modo de desarrollo completamente nuevo.

G.A.: Bueno, yo diría que el socialismo democrático es por supuesto la opción más deseable. Pero, en principio, también se podría imaginar una salida a través de un modelo de régimen desarrollista autoritario que presidió la transformación de algunos países de Asia oriental. Sin embargo, eso no se vislumbra por ahora en el horizonte. El punto clave es que el papel del sector público debe ser central para salir de esta crisis a través de un nuevo tipo de desarrollismo que tiene muchas más probabilidades de ser socialista que capitalista.

Añádase a esto que vivimos en una época en la que la gente está mucho menos dispuesta a tolerar el tipo de dictaduras que prevalecieron en la década de los años 60. La aspiración a la democracia está muy extendida. En Oriente Medio y Norte de África, la gente ha aprendido a través de la experiencia que pueden derrocar gobiernos movilizándose en las calles, y es desde luego una lección muy importante.

J.G.: A pesar de que relacionas los levantamientos con la forma estancada de capitalismo en la región, lo que sorprende a muchos observadores es cuán débiles han sido las voces abiertamente anticapitalistas. La retórica de la democracia y la libertad ha presidido estos levantamientos, mientras que las fuerzas explícitamente socialistas parecen muy débiles. ¿Es esa una caracterización justa? Y si es así, ¿cómo vamos a entender la debilidad de la ideología socialista y anticapitalista en la región?

G.A.: Si hablamos de fuerzas anticapitalistas que propugnan un programa socialista entonces son indiscutiblemente muy débiles en la región. Aunque grupos pequeños y marginales a veces hayan desempeñado un papel desproporcionado, como fue el caso de Egipto en 2011, eso no cambia el hecho de que esos grupos sean pequeños y débiles. Pero una cosa es estar en contra del capitalismo en teoría y otra es estar contra el capitalismo realmente existente. En este último sentido hay un gran número de personas que están hartas de un capitalismo podrido y del neoliberalismo. Quieren deshacerse del sistema socioeconómico en el que viven. Eso no significa que sean socialistas conscientes para la mayoría, pero definitivamente aspiran a la justicia social en un sentido más difuso, y ese es el punto de partida clave. La justicia social fue de hecho uno de los lemas destacados de la Primavera Árabe.La historia nunca ha visto revoluciones, ni siquiera Rusia en 1917, donde la mayoría de las personas fueran socialistas que querían abolir el capitalismo; no funciona así. En Oriente Medio y el Norte de África, una parte importante, si no la mayoría, de la generación más joven defiende valores progresistas, que van desde la democracia hasta la justicia social. Un lema clave del levantamiento fue «pan, libertad y justicia social».Esa es una buena definición de la aspiración dominante, a la que se puede agregar «dignidad nacional», es decir, antiimperialismo, así como anti-sionismo donde Israel esté involucrado.

¿Cómo medir esto? No hay encuestadores que hagan este tipo de preguntas; la mayoría de las veces hacen preguntas muy tontas. Sin embargo, un buen indicio provino de la primera vuelta de las elecciones presidenciales egipcias de 2012, las más libres que haya presenciado el país. Los dos principales contendientes eran el candidato del antiguo régimen y el de los fundamentalistas Hermanos Musulmanes. También hubo versiones “light” de ambos: un candidato “light” del régimen y un candidato islámico “light”.

El quinto candidato en la contienda era el que tenía menos recursos económicos y apoyo organizativo, pero quedó tercero, muy cerca de los dos primeros. Este hombre era un nasserista (en referencia a Gamal Abdel Nasser que lideró el momento «socialista» de Egipto en la década de los años 60) que explícitamente hablaba el lenguaje del socialismo. Se trata de un nasserista reconstruido, que reivindicaba las reformas sociales y las amplias nacionalizaciones de los años de Nasser, al tiempo que reconocía que debía descartarse la dictadura como parte del legado de Nasser por obsoleto en favor de los valores democráticos.

De manera que en ese sentido se le podría describir como un representante del socialismo democrático en el sentido que la mayoría de la gente entendería lo que eso significa. Y, sin embargo, obtuvo la mayor cantidad de votos en los principales centros urbanos de Egipto, incluido El Cairo y Alejandría. Este es un excelente testimonio del hecho de que, aunque no esté canalizado por una organización, existe una aspiración difusa por algo radicalmente diferente. Eso es lo más importante.

J.G.: Lo que le oigo decir es que hay un electorado potencial en la región para un movimiento socialista democrático de masas. El problema es que las organizaciones socialistas son débiles. Han sido destruidos por los dictadores, debilitados por el autoritarismo. Nadie ha sido capaz de movilizar estos sentimientos socialdemócratas o de justicia social que parecen estar muy extendidos en la región.

G.A.: Yo no diría “socialdemócrata” porque esto se refiere, por supuesto, a una experiencia mayoritariamente europea que produjo cierto tipo de organización con el resultado que conocemos. En cuanto al término «socialista», no como un dominio exclusivo de los marxistas, por supuesto. Si abordamos las revoluciones rusas hubo una corriente de masas, la de los socialrevolucionarios que difícilmente podrían describirse como marxistas. Si tomamos la Comuna de París, la mayoría de los participantes ni siquiera hacían referencia al «socialismo». El punto clave aquí es la aspiración a la igualdad social, a un tipo de sociedad diferente y, al mismo tiempo, a una democracia radical.

De modo que sí el principal problema no es la falta de un electorado para un cambio radical del tipo que estamos discutiendo; este grupo existe, pero carece de organización y, por lo tanto, es débil. Aquí podemos hacer una observación sobre los movimientos sociales en general. Cuando un movimiento de masas cobra esencialmente la modalidad de ocupar plazas, eso puede constituir una demostración de fuerza numérica, pero al mismo tiempo es un signo de debilidad cualitativa. ¿Por qué? Porque si el movimiento fuera realmente fuerte y bien organizado, pasaría de una «guerra de posiciones» a una «guerra de movimientos» y apuntaría a tomar el poder. Pero si se queda en las plazas, la verdad es que es porque sabe que no puede derrocar al régimen por sí solo y mucho menos tomar el poder. Por tanto espera que alguien derroque al gobierno desde el propio seno de los poderes establecidos.

En Egipto, el movimiento popular esperaba que lo hiciera el ejército, y el ejército efectivamente destituyó al presidente. Eso es también lo que sucedió en Argelia y Sudán, a pesar de que el movimiento de masas en esos dos países no fue presa de ilusiones sobre el ejército como sucediera en Egipto. Un movimiento de masas puede apoderarse de los centros de poder sólo si está organizado: esto es lo que expresa la famosa metáfora del vapor y el pistón. Y eso es lo que falta de manera crucial en la región. El movimiento más avanzado en este sentido es el de Sudán, porque ha desarrollado de forma notable estructuras de liderazgo, no el tipo de liderazgo centralizado que podían pensar las personas para quienes la experiencia rusa es «el modelo», sino estructuras de liderazgo mucho más horizontales: una organización similar a una red, impresionante por su difusión. El movimiento desarrolló un programa con demandas claras que encajaban bien en lo que describí como una aspiración en términos generales semi-consciente hacia un socialismo democrático.

Sudán es excepcional en este sentido, en parte porque es un país donde ha habido una fuerte tradición comunista. Mucha gente ha pasado por el Partido Comunista de Sudán. La mayoría terminó dejándolo, especialmente porque aún conserva rasgos estalinistas como otros partidos de su género. En muchos aspectos es un “dinosaurio”, pero al mismo tiempo, hay muchos activistas jóvenes en sus filas y hay tensiones entre el liderazgo central y los militantes jóvenes y las mujeres. Aún así, el partido jugó un papel innegable en el desarrollo de una cultura progresista o de izquierda generalizada en el país.

Por supuesto, con esto no quiero dar la impresión de que Sudán está a punto de completar el proceso revolucionario. La pandemia, como ya señalamos, hizo acto de presencia. Y, lo que es más importante, ha habido todo tipo de interferencia internacional, incluida la de una administración Trump principalmente interesada en hacer que Sudán estableciera vínculos con Israel.

Han estado ejerciendo un verdadero chantaje sobre este país tan pobre, negándose a eliminarlo de la lista de Estados terroristas de Washington a menos que aceptara reconocer a Israel.

La dictadura egipcia y las monarquías del Golfo son los principales patrocinadores del ejército de Sudán. El país se encuentra en un período de transición, con una especie de dualidad de poderes entre el antiguo régimen, es decir, el ejército, y el movimiento popular. Es una situación muy difícil, de eso no cabe duda. El proceso revolucionario está más avanzado allí que en cualquier otro país de la región, pero aún queda un largo camino por recorrer y los militares aún pueden volverse muy desagradables.

J.G.: Has estado subrayando la importancia de una organización sólida. Cuando comenzaron los levantamientos en 2011 había un sentimiento de optimismo, la sensación de que la región podría estar al borde de una transición realmente importante. Y, sin embargo, en términos generales no sucedió. Hubo muchas esperanzas frustradas y decepciones y cosas peores. ¿Dirías que la falta de una organización popular fuerte fue el talón de Aquiles de los levantamientos?

G.A.: Si, por supuesto. La debilidad organizativa es clave. Ese es el factor que falta para que madure este proceso revolucionario. Y no está escrito en el cielo lo que va a suceder. Es un proceso abierto, en el que el mejor escenario es aquel en el que se cumplen los supuestos y se logra un cambio radical, y el peor escenario es el bloqueo histórico con más tragedias por venir, de las cuales Siria se ha convertido en un referente tan terrible.

La debilidad de la izquierda tradicional es en parte el resultado de sus propias deficiencias. Esta izquierda tradicional tiene en esta región dos orígenes. Uno es el nacionalismo, el nacionalismo pequeñoburgués, con todos sus problemas y falta de perspicacia política y social. El otro es el estalinismo. Ambos sufrieron un duro golpe con la caída de los regímenes que los sustentaban. Los años 70 fueron testigos de la decadencia y el declive del nacionalismo árabe, en tanto que la caída de la Unión Soviética convirtió los años 90 en un período de profunda crisis para todo el movimiento comunista de la región. Hay aquí y allá restos de variado tamaño de esta izquierda del siglo XX, pero en general se encuentra en una fase de crisis terminal y no espero ningún resurgimiento de los mismos moldes tradicionales.

Lo que se necesita es un nuevo movimiento progresista que logre convertirse en expresión de la nueva radicalización. Si tomamos el caso de Sudán allí la fuerza más prometedora son los “comités de resistencia”, como se los conoce. Estos son comités vecinales que involucran a decenas de miles de personas, en su mayoría jóvenes, organizados a nivel de base. Desconfían de cualquier intento de secuestrar su movimiento, por lo que son alérgicos al centralismo y están muy interesados ​​en preservar la autonomía de cada comité. En esto encontramos una gran diferencia con la vieja izquierda. Usan las redes sociales y se organizan horizontalmente. Consideremos también el papel de las mujeres en los movimientos: en la primera oleada de 2011, ya era notable. Las mujeres organizadas jugaron un papel importante en Túnez. El acontecimiento más sorprendente fue la notable participación de las mujeres en Yemen, un país donde su situación es terriblemente opresiva. Pero la segunda oleada de 2019 vio como esta participación de las mujeres alcanzó su nivel más alto. En Sudán, las mujeres constituían la mayoría del movimiento de masas. En Argelia, constituyeron una parte importante de la movilización. En el Líbano, las mujeres jugaron un papel muy destacado, y esto a su vez influyó en Irak, donde no destacaron al principio. Se da una clara interacción entre los movimientos que aprenden unos de otros y se imitan entre sí. El papel destacado de la mujer también es algo que contrasta con la izquierda tradicional, que es bastante machista, independientemente de su afirmación en contrario.

J.G.: Parece que sigues siendo optimista porque finalmente esté surgiendo un nuevo tipo de izquierda en la región. Pero, francamente, parece un proceso que podría tardar décadas en madurar. ¿Qué crees que vendrá ahora a continuación en la región? ¿En qué tipo de horizontes temporales estás pensando para este proceso revolucionario?

G.A.: Este es un proceso a largo plazo, por supuesto. Cuando piensas en todas las revoluciones importantes, éstas se extendieron durante un período de tiempo bastante prolongado. La revolución francesa comenzó en 1789. ¿Cuándo terminó? Esto se debate entre los historiadores; algunos dicen que un siglo después, en tanto que el mínimo se establece en diez años después. Tomemos la revolución china, el primer episodio importante del siglo XX tuvo lugar en 1911, y la agitación continuó hasta 1949 y, de hecho, mucho más allá.

Al mismo tiempo, no se necesitan décadas para que surja una nueva fuerza progresista. Lo que mencioné de Sudán no es algo que se preparó a lo largo de décadas de organización clandestina. Estos comités de resistencia surgieron con la revolución de 2019. Incluso donde ha habido un declive o una derrota del movimiento, los activistas reflexionan sobre esa experiencia. Sacan lecciones de ello. En todas partes se han dado algunos pasos iniciales hacia la organización. Sin duda, esto puede volverse muy difícil donde hay una represión masiva como en Egipto. Pero tarde o temprano, la situación volverá a estallar. Y entonces es de esperar que las personas que han pasado por la experiencia anterior extraerán sus lecciones y tratarán de actuar de manera diferente.

Me acusaron de pesimismo a principios de 2011, cuando advertía que no sería fácil y requeriría mucha paciencia con perspectiva a largo plazo. Expliqué que lo que pasó en Túnez y Egipto con el derrocamiento del presidente no puede pasar en Libia y Siria sin un baño de sangre. También advertí que eliminar al Ben Ali de Túnez o al Mubarak de Egipto no significa que el pueblo haya logrado derrocar al régimen, como decía el famoso lema («El pueblo quiere derrocar al régimen»). Lograr este objetivo llevará mucho tiempo y requerirá que se cumplan muchos requisitos.

Entonces me consideraban un pesimista. Unos años más tarde, muchas de las mismas personas que habían estado eufóricas se convirtieron en traficantes de pesimismo, afirmando que todo el proceso estaba muerto. No era más que otra ilusión impresionista. Las versiones orientalistas sobre la incompatibilidad cultural de la región con la democracia secular volvieron a hacer acto de presencia como venganza. Y esta vez, cada vez que ponía de relieve que la reacción violenta no era más que una segunda fase de un proceso histórico a largo plazo, se me acusaba de optimismo ingenuo.
Bueno, no utilizo esas categorías de optimismo y pesimismo, incluso cuando se entiendan con arreglo a la famosa fórmula que combina «pesimismo de la inteligencia» con «optimismo de la voluntad». De hecho, el optimismo de la voluntad está condicionado por la existencia de la esperanza: por más pesimista que sea el intelecto, debe dejar un lugar para la esperanza, porque a falta de ésta no puede haber optimismo de la voluntad salvo para una pequeña minoría. El punto clave es reconocer que existe un potencial.

Dicho esto, afirmar que la región va a ser testigo de futuros levantamientos no constituye en sí mismo «optimismo». Lamentablemente los levantamientos pueden desembocar en baños de sangre, y la posibilidad de un futuro como el presente de Siria no se puede llamar con toda seguridad «optimismo». Todo el país ha sido devastado, el número de muertos es de varios cientos de miles, sin mencionar a las personas mutiladas de por vida y a las que han sido desplazadas de sus hogares o forzadas a salir del país. Es la peor tragedia de nuestro tiempo hasta ahora y, sin embargo, también en Siria, e incluso en áreas bajo control del régimen, últimamente se han producido importantes protestas sociales. Se podría pensar que después de todo lo que pasó, la gente quedaría aterrorizada favoreciendo su pasividad, pero se ha demostrado que eso es un error. Esta es la mejor ilustración posible, dado lo terrible que ha sido la experiencia siria, de que el potencial revolucionario sigue ahí. La única predicción segura que se puede hacer sobre Oriente Medio y el Norte de África es que la agitación regional no disminuirá en el futuro previsible: la región seguirá hirviendo hasta que las condiciones permitan un cambio radical. La alternativa es la barbarie, pero mientras el potencial revolucionario siga vivo, hay un gran espacio para la esperanza, lo que hace que la acción para satisfacer las condiciones para un cambio radical sea obviamente crucial y urgente.

Gilbert Achcar es profesor de Estudios del Desarrollo y Relaciones Internacionales en la SOAS, Universidad de Londres

Jeff Godwin es profesor de Sociología en la Universidad de Nueva York . Publicará próximamente una obra sobre economía política y movimientos sociales.

Catalyst, otoño 2020, 4 (3)

Traducción: Javier Maestro

Fuente: https://vientosur.info/la-agitacion-regional-no-disminuira-en-el-futuro-previsible/

La COVID-19 y la marginación urbana en Arabia Saudí

Noor Tayeh

REBELIÓN | 08/09/2020

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Las ciudades de la Península Arábiga, desde Dubai hasta La Meca, evocan a menudo imágenes de cosmopolitismo, utopismo y ambiciosos planes de megadesarrollo urbano. En los últimos años, dado el mayor interés mundial en la política y regímenes laborales opresivos de los Estados del Golfo, estas mismas ciudades también se han vuelto notorias por el enclave de sus estructuras urbanas, que segregan los espacios no solo por líneas de clase, sino por etnia y nacionalidad. Sin embargo, las geografías urbanas menos prósperas, habitadas por trabajadores expatriados con bajos salarios, siguen estando excluidas de la mayoría de las discusiones académicas y periodísticas. Por tanto, nunca ha sido más urgente llamar la atención sobre la difícil situación de estos trabajadores, que han sido los más afectados por la pandemia de COVID-19 en curso. Un hecho que revela cómo las estructuras espaciales y sociales de marginación son una amenaza para el bienestar urbano en las sociedades neoliberales contemporáneas. Esta marginación, al adoptar la forma de una exclusión duradera y sistemática de los derechos civiles y la infraestructura básica, socavó el derecho de los expatriados a la ciudad y los colocó en una posición particularmente vulnerable. Arabia Saudí, como hogar de la tercera población migrante más grande del mundo y clasificada entre los quince principales países en términos de casos de COVID-19, ofrece un estudio de caso crucial para comprender estas políticas espaciales y abogar por una política urbana pospandémica basada en la sostenibilidad y la inclusión.

Las geografías de la infección

La fragmentación espacial en el corazón de la mayoría de las ciudades de la Península tiene sus raíces en la estructura social que traza fronteras entre lo indígena y lo extranjero o “forastero”. El forastero aquí es el trabajador expatriado que ocupa toda una variedad de trabajos, ya sea en escasas profesiones cualificadas, como la medicina y la ingeniería, en el servicio doméstico, que es lo más común, o en el trabajo no especializado cuyo papel es fundamental para la construcción y el funcionamiento de las ciudades. Etiquetados como “trabajadores invitados”, sus encuentros con la vida de la ciudad giran en torno a su experiencia laboral, considerada temporal y carente de perspectivas de ciudadanía dentro de los países que construyen. Esta temporalidad, junto con el sistema de patrocinio (kafala) que la gobierna, son los principales ingredientes de su existencia marginada.

En las ciudades de Arabia Saudí, al igual que en las de los países vecinos, la nacionalidad y el estatus social gobiernan las geografías y tipologías de vida siguiendo una estructura específica: muchos locales residen en unidades independientes dentro de vecindarios de tipo suburbano; los saudíes de ingresos medios y bajos, junto con algunos profesionales migrantes cualificados, viven en apartamentos y pisos; y el resto de los trabajadores migrantes poco cualificados viven en distintos tipos de alojamiento repartidos por la ciudad. Las viviendas de este último grupo, compuesto a menudo por hombres solteros, están restringidas a sus lugares de trabajo y son sus empleadores quienes se las proporcionan. En la mayoría de los casos no disponen de la opción de mudarse a otro lugar sin infringir su visado de trabajo.

En la capital, Riad, los migrantes constituyen el 36% de la población total de la ciudad. Los trabajadores migrantes poco cualificados ocupan viviendas que van desde campamentos asignados en las afueras de la ciudad, hasta unidades compartidas alquiladas en edificios de uso mixto a lo largo de corredores comerciales. La mayoría ocupan alojamientos baratos en el centro histórico de la ciudad, en barrios como al-Dirah y al-Shemaysi, que alguna vez fueron vibrantes distritos comerciales pero que fueron deteriorándose a medida que la ciudad se expandía hacia el norte. Estas zonas mantuvieron un nivel de actividad comercial para los residentes de bajos ingresos junto con opciones de vivienda asequible para los más marginados de la comunidad, el 78% de los cuales son migrantes.

A lo largo de la capital, por lo demás en expansión, el alojamiento de los trabajadores migrantes se caracterizó siempre por el hacinamiento y las condiciones insalubres. Donde el espacio individual en las unidades de vivienda de todo el país variaba entre 42 a 60 metros cuadrados por persona, los migrantes tenían alrededor de cuatro metros cuadrados por persona, por lo general restringidos a la zona de su litera. Fueron especialmente las instalaciones habitacionales tipo barracones las que se convirtieron en el caldo de cultivo perfecto para la COVID-19. Según el Ministerio de Salud de Arabia Saudí, alrededor del 70% de los casos de infectados en el país se registraron, durante la primera oleada de marzo, entre grupos de migrantes. A medida que los alojamientos de los migrantes se convertían en focos del virus durante el primer brote de la pandemia, las autoridades saudíes los definían como “lugares peligrosos”. La pandemia ha agravado gravemente las ya precarias condiciones de los trabajadores migrantes con salarios bajos.

Neoliberalismo, crisis e inevitabilidad política

A causa de la pandemia, la naturaleza misma de la estructura social neoliberal global contemporánea se ha visto zarandeada. Los gobiernos locales de todo el mundo se vieron obligados a ponerse al frente para contener y combatir el brote viral y mitigar sus perjuicios económicos. Un problema que no podía resolverse mediante el “emprendimiento individual”. Por lo tanto, surgieron nuevas formas de política que aumentaron, hasta niveles sin precedentes, el papel de las autoridades locales en los asuntos cívicos.

En Arabia Saudí la situación no ha sido diferente. Las autoridades tuvieron que tomar decisiones difíciles a pesar de sus graves consecuencias económicas. A principios de marzo, cuando se anunciaron los primeros casos de infección en el país, se suspendieron los viajes nacionales e internacionales. Las autoridades implementaron medidas de confinamiento que incluían la prohibición de reuniones y el cierre de escuelas, negocios y lugares de culto. Se anunciaron toques de queda totales y parciales en todas las ciudades, junto con un sistema de sanciones estrictas en caso de infracción. Así se continuó hasta junio, cuando las autoridades comenzaron a suavizar gradualmente las restricciones a las actividades económicas. También se reforzaron las capacidades médicas al aumentar la oferta de trabajadores y equipos, tanto dentro de las instalaciones existentes como en las clínicas emergentes recientes (Tetamman) para hacer pruebas y protocolos de intervención, brindando atención gratuita a todos, incluidas las personas sin visado. La respuesta también incluyó el despliegue de una serie de plataformas digitales en varios idiomas para crear conciencia y facilitar hojas informativas, proporcionar evaluaciones médicas y gestionar permisos de movimiento durante el toque de queda. Los esfuerzos para combatir el nuevo virus fueron el resultado de la movilización de varios actores estatales, incluidos el Ministerio de Salud, el Centro Saudí para la Prevención y el Control de Enfermedades (Weqayah) y la Comisión General de Encuestas, entre otros.

Los primeros casos de infección entre las comunidades de migrantes del país se detectaron en seis barrios marginales de La Meca. Posteriormente, las autoridades aislaron los barrios de al-Nakkasah y Ajyad, impidiendo la entrada o salida. Días después, toda la ciudad estaba bajo toque de queda. El Ministerio de Salud envió equipos médicos a estas zonas para realizar pruebas masivas y brindar atención médica. Se realizaron pruebas de campo similares en todas las áreas infectadas de las grandes ciudades, habitadas de forma habitual por una mayoría de trabajadores migrantes. A medida que se agravaba la crisis, el Ministerio de Asuntos Municipales y Rurales (MOMRA, por sus siglas en inglés) se desplegó para abordar el brote entre los trabajadores y, el 13 de abril, se formó un comité para atender tal labor. El comité trató de albergar temporalmente a los migrantes en edificios escolares. A este esfuerzo se dedicaron alrededor de 3.400 edificios.

MOMRA aprobó también varias regulaciones para un conjunto de estándares de diseño para viviendas de migrantes a fin de garantizar condiciones de vida saludables. Estas regulaciones exigían estructuras seguras y duraderas para la vivienda de los trabajadores: un espacio pertinente de doce metros cuadrados por persona, iluminación y ventilación adecuadas, instalaciones correctas de saneamiento y comedor, y la disponibilidad generalizada de productos higiénicos y equipo de protección. Los equipos de inspección de MOMRA dieron a los empleadores cuarenta y ocho horas para rectificar la situación y reubicar a sus empleados de forma que se evitara el hacinamiento. Para facilitar la reubicación, MOMRA creó una plataforma online que permite a los residentes registrar propiedades vacantes disponibles para alquiler o donación. Miles de propiedades fueron rápidamente identificadas y miles de trabajadores fueron reubicados allí. A finales de mayo las tasas de infección entre los migrantes disminuyeron en un 50%. Sin embargo, se inició una segunda oleada de infección como resultado de la flexibilización de las medidas de bloqueo, y el total de casos en el país se duplicaba poco después.

El sistema de patrocinio, o kafala, que tenía como objetivo privatizar la gestión de la fuerza laboral migrante para aliviar a las autoridades de esa responsabilidad, es una de las principales causas de esta crisis de salud. Bajo el patrocinio privado (individual o institucional) y en ausencia de regulaciones, los trabajadores fueron sometidos a prácticas de explotación. Las disposiciones sobre viviendas superpobladas parecidas a las cárceles fueron un ejemplo flagrante. El sistema de kafala restringe el movimiento de los trabajadores y no les permite cambiar de residencia o de empleo sin la autorización del patrono, lo que impide que los migrantes mejoren sus condiciones de vida y de trabajo. La deportación, o la amenaza de la misma, es otra herramienta que los patronos podrían implementar si tuvieran que rescindir los contratos de trabajo. Sin embargo, el gobierno suavizó estas restricciones durante la pandemia, permitiendo así que los migrantes legales aceptaran otros trabajos. No obstante, el 22 de abril, el Ministerio de Relaciones Exteriores ofreció la repatriación voluntaria (awdah) a través de una aplicación online que facilitaba la salida después de obtener la aprobación de los países de origen de los migrantes. Sin embargo, esta medida, vista con buenos ojos, colocó la carga financiera sobre los propios trabajadores, quienes tuvieron en gran medida que pagarse el viaje. A mediados de julio se repatriaron más de 47.500 personas. También se informó de deportaciones a gran escala de inmigrantes ilegales durante la pandemia, a pesar de las seguridades en sentido contrario del gobierno. Jadwa Investment estimó que en 2020 salieron del país alrededor de 1,2 millones de migrantes extranjeros.

Esos desarrollos recuerdan ciertos debates sobre la estructura social en las ciudades del Golfo, uno de ellos en relación con la temporalidad de los trabajadores expatriados y cómo actúa en tiempos de adversidad. Adam Hanieh sostiene que esta estructuración espacial de clases ha proporcionado un “arreglo espacial” que permitió el “desplazamiento de la crisis” desde el Golfo hacia los países de origen de los migrantes. Utiliza la crisis financiera mundial de 2008 para demostrar cómo los Estados del Golfo evitaron muchas de las consecuencias sociales del desempleo cuando se suspendió la financiación de proyectos inmobiliarios al expulsar a miles de trabajadores migrantes. En medio de la pandemia de la COVID-19, el “desplazamiento de la crisis” vuelve a funcionar a través de la expulsión de trabajadores expatriados, que se ha convertido en un mecanismo legal para transferir cargas sanitarias y económicas a otros países.

El desplazamiento de la crisis adoptó también otra modalidad. Las autoridades saudíes intentaron mitigar los impactos económicos de la COVID-19 aprobando varios paquetes de estímulo para proteger a las empresas privadas que habían sufrido financieramente como resultado de la pandemia. Esos paquetes, sin embargo, solo beneficiaron a los ciudadanos nacionales que solicitaron la ayuda, excluyendo en conjunto a los trabajadores expatriados que representaban alrededor del 80% de los empleados del sector privado. Estos tuvieron que hacer frente a una precariedad aún mayor y contaron con pocas opciones reales de conseguir una licencia no remunerada, un cambio de empleo o el regreso a su país de origen. Las autoridades defendieron estas medidas como una continuación de las políticas de nacionalización laboral, conocidas como saudización, que comenzaron hace décadas para reemplazar a los trabajadores extranjeros por nacionales saudíes a través de un conjunto de incentivos a las empresas privadas. Sin embargo, las licencias no remuneradas y la pérdida de puestos de trabajo plantearon desafíos financieros para muchos trabajadores de bajos ingresos, así como para algunas comunidades saudíes vulnerables. Para ayudar a ambos grupos, el Ministerio de Recursos Humanos y Desarrollo Social estableció en abril un fondo con 25 millones de riales saudíes. En asociación con varias organizaciones benéficas, el fondo estableció la iniciativa “nuestra comida es una” para proporcionar cestas de alimentos a los necesitados. Sin embargo, no está claro que una amplia gama de trabajadores de bajos ingresos se haya beneficiado de esas iniciativas.

La marginación de los trabajadores expatriados con salarios bajos por parte de las autoridades saudíes vino auspiciada por la prolongada negligencia ante sus pésimas condiciones de vida. Las autoridades solo han intervenido, como sucedió durante la pandemia, cuando estos trabajadores representaron una amenaza para la salud de la “nación”. La capacidad de diseñar y promulgar normativas sobre las viviendas en tan poco tiempo, y durante épocas de presión social y económica, solo amplifica el hecho de que la decisión de no haberlo hecho así en el pasado era política. Además, dado que los trabajadores migrantes continúan soportando la mayor parte de la carga económica de la crisis, su seguridad financiera y su bienestar general siguen estando en peligro. Como era de esperar, las intervenciones estatales se incrementaron solo en la medida necesaria para proteger la salud pública y, al mismo tiempo, trasladar la mayor parte del riesgo a los migrantes individuales, considerados como una amenaza a la seguridad nacional que debe eliminarse. Esto resalta cómo opera el neoliberalismo en los países de destino de los migrantes y cómo contribuye a las estructuras sistemáticas de la injusticia.

¿Una trayectoria para las reformas?

La crisis de la COVID-19 sirvió para destacar en qué aspectos muchas ciudades funcionaban mal, y la mayoría de las primeras respuestas exigieron un aumento de la capacidad de la infraestructura de la atención médica, incluidos hospitales, pruebas y capacidades de rastreo. Estas demandas se desprendieron de las condiciones sanitarias en el entorno urbano y las desigualdades socioeconómicas subyacentes que determinaron las geografías de la infección. En cambio, las infraestructuras habitacionales sostenibles deben considerarse como el principal mecanismo de defensa contra las enfermedades infecciosas, conformando la piedra angular del bienestar urbano. La pandemia ha demostrado que la mercantilización de la vivienda ha obstaculizado especialmente las iniciativas de construcción de ciudades sostenibles. Disponer de una vivienda adecuada fue reconocido en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 como parte del derecho a un nivel de vida apropiado, y estaba en el centro de la Nueva Agenda Urbana anunciada durante la Conferencia de las Naciones Unidas Hábitat III de 2015.

En el caso de Arabia Saudí, el compromiso con el desarrollo sostenible se anunció en 2014 a través del Programa para las Futuras Ciudades Sauditas (FSCP, por sus siglas en inglés), que tenía como objetivo alinearse con las demandas de la Nueva Agenda Urbana de la ONU para la creación de ciudades inclusivas y prósperas. El FSCP implementó diferentes índices para determinar los niveles de prosperidad en las ciudades saudíes, incluido un índice de inclusión social. Sin embargo, los trabajadores expatriados no forman parte de este índice y aparecen como simples números en los datos demográficos. Para que una ciudad sea verdaderamente inclusiva, todos los grupos sociales deben estar incluidos. Para ello conviene explorar la conciliación de conceptos de temporalidad y medios de vida sostenibles basados ​​en el derecho a la ciudad.

La ciudad saudí pospandémica debería colocar la equidad social en el centro de la vida urbana, prestando más atención a las personas marginadas cuyo sufrimiento fue puesto de relieve por la crisis de la COVID-19. Un informe reciente de Amnistía Internacional declara que la “COVID-19 hace que sea imposible ignorar los abusos hacia los trabajadores migrantes en los países del Golfo”, señalando que la pandemia presenta una oportunidad para llevar a cabo reformas que abarquen todos los aspectos de la vida de dichos trabajadores. Tales reformas deben considerar condiciones de vida adecuadas, salarios justos, atención médica y derechos para los trabajadores domésticos, entre otros.

Aunque las recientes regulaciones sobre la vivienda emitidas por las autoridades saudíes son un paso en la buena dirección, es preocupante que estas regulaciones se etiqueten como precauciones contra una pandemia. Dichas reglamentaciones deberían ser una práctica permanente que proporcione la red de seguridad necesaria para proteger los derechos de los trabajadores expatriados con salarios bajos a unas condiciones de vida adecuadas, y no deberían verse como una solución emergente ante la crisis. Además, el hecho de que muchos trabajadores extranjeros se encuentren en condiciones precarias al quedar excluidos del apoyo financiero gubernamental exige una acción inmediata para garantizar la protección de sus medios de vida a largo plazo.

Los desastres y las pandemias mundiales causan destrucción y sufrimiento, pero también presentan oportunidades de cambio. El encuentro con la COVID-19 ha revelado que se deben tomar decisiones políticas sostenibles para desafiar los viejos modelos económicos, ambientales y sociales de gobernanza de la ciudad que están contribuyendo a la creación de diversas desigualdades y vulnerabilidades que amenazan el bienestar urbano. Esta podría ser la llamada de atención que las ciudades necesitan para iniciar un cambio positivo que no deje a nadie atrás.

Noor Tayeh es una arquitecta y académica interesada en la investigación de las prácticas de desarrollo urbano y sus implicaciones dentro de las ciudades de Oriente Medio. La investigación que actualmente lleva a cabo aborda cuestiones de mejora urbana, urbanismo sostenible y gobernanza urbana.

Fuente: https://rebelion.org/la-covid-19-y-la-marginacion-urbana-en-arabia-saudi-2/

Viviendo sobre arenas movedizas

Higinio Polo

REBELIÓN | 07/09/2020

La crisis mundial provocada por la pandemia de la Covid-19 ha añadido más dramatismo a un Oriente Medio que continúa marcado por las guerras, las intervenciones militares estadounidenses, la represión política, el fanatismo religioso y los mercenarios, las ciudades destruidas y los campamentos de refugiados.

La región sigue siendo un polvorín, y ninguno de los conflictos está en vías de solución definitiva: ni en Palestina, donde la feroz ocupación militar causa estragos; ni en Siria, donde no ha terminado la guerra; ni en Afganistán, pese al acuerdo de Washington con los talibán; tampoco en Iraq, convertido en un magma de milicias armadas, ni en el martirizado Yemen. Las protestas que se iniciaron en 2010 (la llamada primavera árabe) en Túnez, Egipto, Yemen, Iraq, Bahréin, incluso en Arabia, no estuvieron inspiradas por Estados Unidos, a diferencia de las operaciones de acoso en Siria y Libia, donde los servicios secretos norteamericanos combinaron el estímulo de protestas locales con el envío de mercenarios y armamento. Arabia intentó sostener a Mubarak, reforzó su propia policía y reprimió sin contemplaciones ejecutando a centenares de personas, y fue muy activa en la península arábiga para aplastar las protestas. Pese a la importancia de la religión, que moldea culturas, crea pautas de comportamiento y galvaniza identidades, en Oriente Medio las guerras no son religiosas: todas tienen un origen económico, y responden a enfrentamientos entre grupos de poder, aunque Estados Unidos y Arabia han utilizado a fondo el sectarismo religioso, creando divisiones artificiales para conseguir sus objetivos, a lo que se añade el interés por el dominio de los yacimientos de hidrocarburos, el tutelaje de las vías de comunicación, la venta de armamento y el control de las nuevas iniciativas económicas, además de la abierta lucha por áreas de influencia. En ese complejo depósito de Oriente Medio donde se vierten las guerras y amenazas del viejo imperialismo y se debaten entre la vida y la muerte millones de personas, Washington sigue utilizando la retórica falsaria de la defensa de los derechos humanos, la libertad y la democracia, mientras bombardea poblaciones civiles, crea grupos terroristas que utiliza a conveniencia e incluso impone gobiernos sectarios islamistas que, en una singular paradoja, a veces escapan a su control.

A la precaria situación en muchos países (sólo hay que reparar en Gaza, en los millones de sirios que tuvieron que abandonar sus hogares a causa de la guerra; en la penuria de Afganistán, en las empobrecidas ciudades iraquíes donde ni siquiera tienen agua potable; en los centenares de miles de personas que huyeron al Líbano o a Turquía; en los dispersos campos de refugiados palestinos en toda la región), se añade el embate de la crisis económica, la inestabilidad política y, para acabar, el jinete apocalíptico de la pandemia. El recurso a los mercenarios es habitual tanto por Estados Unidos como por Arabia e Israel: el propio Jordan Goudreau (el antiguo militar norteamericano responsable ahora de la empresa mercenaria Silvercorp que protagonizó el intento de invasión de Venezuela en mayo de 2020 para derribar a Maduro) se pavonea públicamente de sus operaciones en Iraq y Afganistán, y la empresa de mercenarios de Erik Prince, Academi (antes,Blackwater), trabaja en Oriente Medio con el Pentágono, la CIA y el Departamento de Estado. A los intereses y el protagonismo de los principales países de la región (Irán, Arabia, Israel y Turquía) debe añadirse la actividad de las grandes potencias, que desempeñan un relevante papel en los conflictos o en el diseño de los nuevos flujos económicos: Estados Unidos, China y Rusia. Queda lejos la ambición que llevó a Bush, Cheney, Rumsfeld y Wolfowitz a invadir Iraq en 2003, y antes Afganistán, en la búsqueda del que debía ser el nuevo siglo americano y la hegemonía incontestable. Hoy, Washington está más cerca de resignarse al multipartner world, aunque sus dirigentes prefieran ignorarlo y sigan prisioneros de la inercia imperial y del recurso a la guerra que ha marcado a fuego su historia. Si en algún momento Estados Unidos albergó la esperanza de modelar a su antojo Oriente Medio, hoy su influencia se ha reducido considerablemente: aunque mantiene tropas en Siria, y otras las ha trasladado a Arabia, ha perdido pie en esa guerra que inició, donde se resiente su anterior alianza con las fuerzas kurdas sirias y siguen abiertas las diferencias con Erdogan, aliado en la OTAN. En Iraq, durante años controlado desde los búnkers estadounidenses de la zona verde de Bagdad, el gobierno escapa a su control y el parlamento pidió la retirada de los militares norteamericanos del país, cuyo número se desconoce, aunque algunas fuentes calculan que dispone de entre seis y ocho mil, además de los numerosos grupos de mercenarios. Estados Unidos se niega a retirar sus tropas, lo que crea una peculiar situación, porque, increíblemente, Trump asegura que sus soldados no saldrán de Iraq hasta que el país pague por las bases militares que Estados Unidos ha construido allí.

La marcada improvisación de Estados Unidos en Oriente Medio, que ya se inició con el gobierno de ocupación en Iraq de Jay Garner y más tarde Paul Bremer, ha sido fruto de la arrogancia, de una ridícula convicción de superioridad y de país omnipotente, y después de los reveses políticos y militares, de los problemas presupuestarios y de la necesidad de redirigir su fuerza hacia la gran región de Asia-Pacífico para contener a China. Esa falta de planificación lleva hoy a Trump a anunciar retiradas militares que no siempre se cumplen y, al mismo tiempo, como hizo en enero de 2020, a pedir a la OTAN, por medio de Stoltenberg, que intervenga más en Oriente Medio para “asegurar la estabilidad” (inexistente, por otra parte) y “luchar contra el terrorismo internacional”: el presidente norteamericano estaba, de hecho, pidiendo a sus aliados que envíen tropas a la región para aliviar la carga norteamericana. Pero su influencia en la región declina y su presencia es cada día más discutida. Su relación con Teherán, que nunca fue buena, se ha deteriorado más tras el abandono del acuerdo nuclear 5+1, mantiene programas de acoso con grupos de intervención especial del Pentágono y sus servicios secretos utilizan a conveniencia grupos terroristas para actuar en el interior de Irán. En Afganistán, veinte años de ocupación militar se cierran con un acuerdo con los talibán que supone una derrota política para Washington, aunque simule una victoria. El propio Departamento de Defensa norteamericano calculaba a finales de 2019 que la guerra en Afganistán había costado hasta ese momento un total de 760.000 millones de dólares, aunque otras fuentes elevan la cifra a más de un billón: los costes de las aventuras imperiales empiezan a ser una pesada carga. Por eso, Trump se inclina por retirar tropas de Oriente Medio, poniendo fin a las guerras donde interviene, pero persisten diferencias con el Pentágono porque asumir el fracaso ante el mundo tiene consecuencias estratégicas, y cuesta escapar de las mentiras: en diciembre de 2019, The Washington Post revelaba documentos confidenciales del gobierno estadounidense según los cuales altos funcionarios mintieron sobre la evolución del conflicto, presentando supuestos éxitos pese a que creían que no podía ganarse la guerra: que Estados Unidos no haya podido derrotar a los talibán abre un escenario preocupante para su influencia en la región y para su crédito ante sus propios aliados. Esa situación tiene repercusiones: Moscú y Pekín ven con preocupación que grupos terroristas islamistas tomen Afganistán como plataforma para operaciones en Asia central y en el Xinjiang chino.

Por su parte, China ha logrado mantener buenas relaciones con la mayoría de los países de Oriente Medio gracias a una prudente política exterior que se abstiene de intervenir en los asuntos internos de cada país, busca la cooperación económica con acuerdos ventajosos para las partes en el marco del gran proyecto de la nueva ruta de la seda y, a diferencia de Estados Unidos, no recurre nunca a imponer sanciones económicas ni busca la expansión militar, ni mucho menos desata guerras e invade países. Pekín desarrolla una activa diplomacia para acordar proyectos en Omán, Abu Dabi y Arabia; en Kuwait, construye el puerto de Bubiyán, junto al Shatt al-Arab, que podría ser utilizado también por Irán e Iraq, y planifica el desarrollo de infraestructuras y de los puntos de apoyo para la nueva ruta de la seda. Pero China debe soportar la presión norteamericana en muchos frentes, desde la guerra comercial hasta los patrullajes del Pentagóno en sus costas, y que llevó a Trump a firmar la Taipei Act en marzo de 2020, en una deliberada violación del principio de “una sola China” que había aceptado anteriormente, actuando en esa zona gris entre la paz y la guerra que recuerda el general y estratega chino Qiao Liang, estimulando las tesis independentistas de Taiwán, algo inaceptable para Pekín, aunque el gobierno chino prefiere seguir el camino del fortalecimiento cauteloso de su país antes que forzar una reunificación que abriría una crisis de graves dimensiones. A su vez, Rusia recompone sus relaciones en la región tras haber conseguido evitar la caída de Siria; mantiene importantes lazos con Irán, intenta llegar a acuerdos sobre el mercado petrolero con Arabia, procura limitar la influencia turca marcando los límites de la acción de Ankara, y continúa apoyando la causa palestina sin dejar de lado a Tel-Aviv: un complejo rompecabezas, pero Rusia es, de nuevo, un actor relevante en Oriente Medio.

La cotización del petróleo añade incertidumbre sobre la región: primero, en marzo, los precios cayeron por el aumento de la producción de Arabia, en una disputa con Rusia; después, por la falta de demanda a causa de la pandemia. Los precios han vuelto a subir parcialmente, sin recuperar su nivel anterior. Ello también crea problemas a Estados Unidos que ha visto cómo su producción de petróleo de esquisto dejaba de ser rentable. Primero con Obama y después con Trump, Estados Unidos acarició la posibilidad de apoderarse de una buena parte del mercado petrolero (cuyos tres primeros productores son Estados Unidos, Rusia y Arabia) y gasístico, éste en manos de Rusia y de Estados Unidos, que, en 2018, se convirtió en el principal productor; tras ellos, Irán y Qatar. El actual sabotaje norteamericano a los gasoductos rusos del Báltico, acompañado de sanciones, y la oferta, que ya hizo Obama, de abastecer a Europa para sustituir el gas ruso se añade a una estrategia global que tiene muy en cuenta Oriente Medio (también, Venezuela), además de Turquía, de quien Rusia es su principal suministrador de gas. Sin embargo, la política norteamericana adolece de frecuentes improvisaciones y evaluaciones precipitadas.

Estados Unidos inició las guerras de Oriente Medio con el pretexto del 11-S, lanzando una operación de castigo en Afganistán para mostrar al mundo su determinación y su venganza, con el propósito de controlar la región, consolidar el poder de sus aliados preferentes, Israel y Arabia, asegurarse el flujo de petróleo, y aumentar su penetración en las antiguas repúblicas soviéticas de Asia central. Invadió Afganistán en octubre de 2001, pero, dos décadas después, otra fecha de ese mismo año cobra hoy relevancia: en junio, China y Rusia habían creado la Organización de Cooperación de Shanghái integrando a Kazajastán, Kirguizistán y Tayikistán, unos meses después a Uzbekistán, y en 2004 y 2005 a la India, Pakistán, Afganistán, Irán y Mongolia, que se incorporaron como observadores. Hoy, India y Pakistán son miembros de pleno derecho. Es probable que, entonces, los estrategas del Pentágono y la Casa Blanca, envueltos en el humo de la guerra y la seguridad de su inigualable poder, no fueran conscientes de que su hegemonía en el mundo empezaba a quebrarse.

Washington pretendió crear un nuevo mapa político en Oriente Medio, como antes favoreció la partición de Yugoslavia y después la del Sudán, abriendo en ambos casos las puertas a la guerra y a duras crisis humanas. La invasión de Iraq en 2003 permitió la creación de un Kurdistán iraquí que tiene casi todos los atributos de un país independiente, y tuvo planes para la partición de Iraq, Siria e Irán, que no ha podido llevar a la práctica por la desfavorable evolución de los conflictos regionales para sus intereses. En ese marco, hoy, Estados Unidos suelta lastre pero no abandona Oriente Medio: pretende reducir gastos y reorientar su fuerza militar hacia China, pero continúa presente en todos los conflictos de la región al tiempo que sabotea en ella la proyección de la nueva ruta de la seda: Pekín había previsto la utilización de puertos yemeníes para el tránsito de sus mercaderías, quiere incorporar conexiones económicas en el golfo Pérsico y en los países ribereños y asegurar el flujo de hidrocarburos, pero la presencia militar norteamericana en la región es apabullante: a las bases en Iraq, Arabia, Afganistán, Jordania y Turquía, además de los acuartelamientos ilegales en Siria, se añaden bases aéreas en Kuwait, Qatar, Barhéin, Emiratos Árabes Unidos y Omán. La base norteamericana en Incirlik, Turquía, es además una pieza clave para el dispositivo de espionaje sobre Crimea, el Cáucaso ruso y Asia central, y dispone en ella de armamento atómico.

Todos los conflictos están relacionados a través de alianzas cruzadas y de la intervención y presencia de las grandes potencias; también, de los objetivos de los poderes regionales: Arabia, Turquía, Israel e Irán. Arabia y Turquía, por ejemplo, a quienes distancia el pasado otomano, son aliados tácitos en la guerra siria, pero adversarios en la guerra libia. Dentro del gran Oriente Medio, destacan tres grupos de países: por un lado, Siria, Líbano, Jordania, Israel y Palestina, con el añadido del gran vecino turco, antigua metrópoli; por otro, Arabia, Yemen, Omán y las monarquías del golfo Pérsico, algunas diminutas como Bahréin o que desempeñan un creciente protagonismo, como Emiratos Árabes Unidos; y finalmente un tercer grupo compuesto por Iraq, Irán y Afganistán. Junto a ellos, se encuentra la vecindad de Egipto y Libia, muy relevantes para las potencias regionales y que mantienen fuertes lazos con ellas.

Uno. El gobierno de Damasco ha conseguido sobrevivir a la guerra gracias a la ayuda rusa, iraní y los destacamentos del Hezbolá libanés y grupos palestinos, aunque buena parte del país ha sido destruido. Aunque la operación lanzada por Estados Unidos y sus aliados (Arabia, Turquía e Israel) para derribar al gobierno de Damasco ha fracasado, el norte del país sigue en manos de destacamentos kurdos y de islamistas ligados a Turquía, país que también cuenta con tropas en esa franja. Turcos, islamistas y kurdos sirios son enemigos entre sí y rivales del gobierno de Damasco, y al mismo tiempo aliados de Estados Unidos, aunque la evolución de la guerra y la evidencia de que Turquía es el más feroz enemigo de los kurdos ha hecho que éstos se vuelvan hacia Damasco, congelando el error de la alianza que sellaron con Washington, que les dotó de armas e información. Pese a ello, ni Washington renuncia a seguir utilizando a los destacamentos kurdos sirios para sus propósitos en Siria y en Oriente Medio, ni éstos han abandonado sus lazos con los servicios secretos norteamericanos. La invasión turca no es bien vista ni por Egipto ni por los Emiratos Árabes Unidos, y Daesh conserva una limitada presencia, y es apoyado con frecuencia por las tropas norteamericanas: a mediados de mayo de 2020, la televisión siria presentó a tres miembros de Daesh que habían sido capturados y que confesaron su relación con la base norteamericana de Al-Tanf, situada a pocos kilómetros de la confluencia de las fronteras siria, jordana e iraquí. En otras zonas siguen los enfrentamientos con destacamentos islamistas, donde el ejército sirio es apoyado por combatientes palestinos, como en el este de Homs. La situación económica es muy grave, derivada de la destrucción de la guerra, y se ha abierto un enfrentamiento de Bachar al-Asad con su primo hermano Rami Makhlouf, una de las principales fortunas del país y dueño de Syriatel, uno de los dos operadores de telefonía móvil en Siria. La guerra ha hecho que Siria pierda buena parte de su anterior influencia en la región, pero la ayuda rusa es un seguro decisivo.

En el vecino Líbano, el tiempo de los Hariri ha pasado, y el nuevo papel del maronita Michel Aoun ha hecho posible la configuración de un gobierno donde Hezbolá tiene un papel determinante. Arabia, el patrón de los Hariri, llegó a secuestrar al primer ministro Saad Hariri en Riad, obligándole a anunciar su dimisión públicamente en la televisión saudí. Las protestas sociales de 2019 no consiguieron ninguno de sus objetivos pero configuraron un nuevo gobierno dirigido por Hassan Diab, con el apoyo de la Alianza del 8 de marzo, que integra a Hezbolá, Amal y al Partido Comunista Libanés. La crisis sigue abierta, aunque la pandemia limita las manifestaciones de protesta. La inflación, el cambio del dólar, la actuación del anterior “gobierno de la banca” (como denominaban al gabinete de Hariri los comunistas libaneses), incluso la confiscación de cuentas por parte de la banca, ha envenenado la crisis: el país ha dejado de pagar su deuda, y los bancos no devuelven los depósitos a sus clientes. El deterioro de las condiciones de vida, el reparto confesional del poder y de las instituciones del país, en un momento en que la mitad de la población vive en la pobreza y ha rebrotado la violencia, junto a nuevas manifestaciones, pese a la cuarentena instaurada por el gobierno, y el acusado deterioro de la economía del país, que ha llevado a calificarlas como las protestas del hambre, han puesto al Líbano ante la quiebra. Hezbolá apoya el nuevo programa de reformas del gobierno, y combate a Daesh y Al-Qaeda, que protagonizan atentados terroristas contra sus seguidores, aunque desde la batalla de Arsal (una población del valle de la Bekaa cercana a Siria que estuvo controlada militarmente por Daesh y Al-Qaeda y que concentra a decenas de miles de refugiados sirios) donde sus milicianos y el ejército libanés derrotaron a los islamistas, éstos han perdido mucha fuerza.

En la cuestión palestina, el gobierno Trump ha ido más lejos que los anteriores: reconoció a Jerusalén como capital de Israel y presentó en febrero de 2020, con Netanyahu, el llamado Acuerdo del siglo, que supone la anexión por Tel-Aviv de los asentamientos ilegales de colonos israelíes en Cisjordania y de todo el valle del Jordán, impide en la práctica la creación de un Estado palestino y niega el retorno de los más de cinco millones de refugiados palestinos. Ese acuerdo, que Mahmud Abás rechaza de plano, como también la Liga Árabe, fue negociado con Netanyahu y también con su rival electoral Benny Gantz, y ha llevado a la Autoridad Nacional Palestina y a la OLP a abandonar todos los convenios firmados con Estados Unidos e Israel. De hecho, la decisión de Trump rompe con el derecho internacional, con las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU y de la propia Asamblea General, e ignora la Iniciativa de paz árabe que fue aprobada en Beirut por la Liga Árabe (a instancias de Riad, con Abdalá) que, en esencia, proponía el reconocimiento de Israel por todos los países árabes a cambio de la retirada de los territorios ocupados, la creación del Estado palestino en las fronteras de 1967, y una “solución justa” para los refugiados que no se concretaba. La situación en Gaza es desesperada, y Cisjordania vive la segregación, padece el robo de tierras y agua, la destrucción de cultivos y la constante humillación de las tropas ocupantes y la violencia de los colonos.

El nuevo gobierno de Netanyahu y Gantz quiere acelerar la anexión de territorio cisjordano a Israel, junto a la ampliación de las colonias existentes. La llegada de Pompeo a Israel, en mayo de 2020, ya configurado el nuevo gobierno, tenía el objetivo de abordar los aspectos concretos de la incorporación de partes de Cisjordania a Israel a partir de julio. Aunque Pompeo negó ese extremo, el embajador norteamericano con Obama, Daniel Shapiro, declaró que el secretario de Estado mentía al afirmar que la anexión era un asunto de Israel, y que el gobierno Trump quiere que se lleve a cabo, aunque eso pueda llevar también a Jordania a retirarse de su acuerdo de paz con Israel. Por su parte, Rusia considera que el llamado Acuerdo del siglo y la anexión de nuevos territorios palestinos pueden desembocar en una nueva ola de violencia y enfrentamientos. China mantiene buenas relaciones con Tel-Aviv pero apoya siempre la causa palestina en el Consejo de Seguridad de la ONU y rechaza la anexión de tierras que pretende Netanyahu. Estados Unidos ha pedido a Israel que reduzca su comercio con China, que ya se ha convertido en el segundo socio comercial, mientras el embajador David Friedman advertía al gobierno israelí de que China “utiliza sus inversiones para infiltrarse en otros países”. Estados Unidos quiere consolidar el monopolio atómico israelí en Oriente Medio, y comparte su agresividad hacia Irán, aunque se resiste a lanzar un ataque militar contra Teherán, como postulan los sectores más duros de Tel-Aviv, incluido Netanyahu, sin que ello afecte a la común determinación para impedir que Irán consiga armamento atómico.

El gran vecino del norte, Turquía, trata de impedir el surgimiento de una entidad kurda que pudiese poner en peligro su control sobre el Kurdistán turco, donde el PKK conserva una importante influencia. Esa es su principal preocupación. Ankara impuso el toque de queda en la región, lanzando duras operaciones militares de castigo, recibidas con entusiasmo por el nacionalismo turco, aunque ello no ha impedido que Erdogan pierda influencia en el país: en 2019 perdió la mayoría en Estambul (donde impuso la repetición de las elecciones) y Ankara, las dos mayores ciudades turcas, además de Esmirna. La organización de Erdogan (AKP, Partido de la Justicia y el Desarrollo) mantiene gran sintonía con la extrema derecha, los Hermanos Musulmanes, y la tuvo con el dictador sudanés, Omar al-Bashir, hasta que fue derrocado en 2019. Su agresivo nacionalismo se inspira en la fe islamista y en el inconfesado deseo de recuperar la influencia del pasado otomano en los países de Oriente Medio y el norte de África, abandonando la tradición kemalista de la Turquía moderna. Esa ambición nacionalista ha llevado incluso a Erdogan a disponer que la televisión pública turca, TRT, emita un canal en ruso, con el objetivo no declarado de influir en las cinco antiguas repúblicas soviéticas de Asia central, bajo el paraguas del velado sueño irredentista del viejo Turquestán, la “tierra de los turcos”.

Erdogan mantiene una difícil posición en la guerra siria. Aunque cuenta con tropas en el norte del país no ha conseguido eliminar la fuerza militar de los kurdos sirios, y su apoyo a los islamistas de Iblid se antoja difícil de mantener, debe respetar la línea roja trazada por Rusia, mientras el ejército turco combate a los kurdos de su país, bombardea a los kurdos sirios e incluso realiza operaciones especiales para atacar a grupos del PKK refugiados en el Kurdistán iraquí.

Turquía mantiene una alianza con Qatar (cuyo monarca, Tamim Al Zani, mantuvo buenas relaciones con Arabia, pero hoy se ha distanciado), pero no dispone de otros aliados en Oriente Medio, e interviene en la guerra libia, apoyando al gobierno de Unidad Nacional que combate a Haftar, quien recibe el apoyo egipcio, de Arabia y de los Emiratos Árabes Unidos. El sostén de Erdogan a los Hermanos Musulmanes egipcios ha deteriorado su relación con El Cairo, que ha acompañado de insultos a Al-Sisi, el golpista que derribó a Morsi, hasta el punto de que el gobierno egipcio rompió las relaciones diplomáticas con Ankara. Su relación con Europa se ha centrado en el mercadeo sobre los inmigrantes que atraviesan Turquía para llegar a Grecia y otros países europeos, olvidado por el momento el proyecto de incorporación a la Unión Europea. También se ha distanciado de Estados Unidos desde el intento de golpe de Estado de julio de 2016, donde murieron doscientas cincuenta personas y cuyo fracaso culminó meses después con la detención de más de cien mil turcos, de las que más de la mitad fueron encarcelados, y con la expulsión y el procesamiento de más de veinte mil jueces, policías y militares, unido al despido de ciento treinta mil funcionarios. Entonces, las mezquitas desempeñaron un decisivo papel para movilizar a los partidarios de Erdogan. Tras el fracaso del golpe, Obama apoyó a Erdogan, pero éste mantiene la reserva con su aliado norteamericano por su apoyo a las milicias kurdas en Siria. Estados Unidos dispone de un contingente de varios miles de militares de la USAF en Incirlik (donde tiene armas atómicas), aunque el distanciamiento se mantiene, hasta el punto de que Erdogan criticó en Estambul el asesinato del general iraní Soleimani, la actuación norteamericana en el golfo Pérsico y calificó de ilegal el operativo militar que “busca desestabilizar la región”. Con Moscú, la relación se deterioró gravemente tras el derribo del avión ruso a finales de 2015, y se ha centrado en el acuerdo de alto el fuego de marzo de 2020, para delimitar zonas en Idlib y para evitar enfrentamientos entre tropas rusas y turcas.

Dos. Arabia es otra de las potencias regionales, donde la aparición en escena del príncipe heredero Mohamed bin Salmán ha cambiado algunas de sus prioridades. Es un personaje siniestro, sin escrúpulos, que quiere consolidar su poder a toda costa: en 2017, ordenó la detención de cuatrocientos príncipes, empresarios y altos funcionarios en el hotel Ritz-Carlton de Riad, incluidos algunos hijos de Abdalá, el anterior monarca, con objeto de forzarles a ceder parte de su patrimonio a las arcas del reino: el fiscal calculó que la forzada recaudación ascendería a casi noventa mil millones de euros. Mohamed bin Salmán decretó también el descuartizamiento de Jamal Kashogui (que, más allá del cruel asesinato, fue un grave error político que le acarreó presiones de Turquía y de Estados Unidos), y en marzo de 2020 lanzó una nueva campaña para detener a más de veinte príncipes, algunos militares y miembros de los servicios secretos. Su padre, el rey Salmán, padece demencia senil y Mohamed bin Salmán procura eliminar a cualquier rival para llegar al trono. En Arabia, la represión política ha sido siempre feroz, y es frecuente que la policía acuse a los detenidos de espionaje para Irán; centenares de personas son ejecutadas cada año. Durante las protestas de 2011, el régimen asesinó a centenares de árabes, e incluso llegó a condenar a un niño, Murtaja Quereiris, a ser crucificado por haber protestado cuando tenía diez años. Las protestas internacionales consiguieron evitar el asesinato, aunque fue condenado a doce años de prisión. En 2019, la monarquía decapitó a Abdulkareem al Hawaj, un muchacho de dieciséis años a quien previamente la policía había torturado.

Arabia necesita recursos para impulsar las reformas y los faraónicos proyectos de Mohamed bin Salmán, donde destaca el proyecto Vision 2030. Ese plan, sumado al del puente sobre el Mar Rojo para unir Arabia y la península del Sinaí, y el de la construcción de Neom (la supuesta ciudad futurista de rascacielos y coches voladores impulsada por él, situada en la costa del Mar Rojo cerca de Jordania y de Egipto, un proyecto de quinientos mil millones de dólares) están en peligro por la caída de los precios del petróleo, que asegura casi el setenta por ciento de los ingresos del país. Neom es todavía más ambiciosa que Lusail, la ciudad creada junto a Doha por Qatar, que pretende ser un gran centro turístico y de ocio. De hecho, Riad ya ha empezado a reducir las inversiones destinadas a Vision 2030 en ocho mil millones de dólares, y el ministro de Finanzas, Mohammed Al-Jadaan, ha anunciado recortes en subsidios y aumento de impuestos, sugiriendo que el país tendría que pedir un préstamo de 60.000 millones de dólares para cubrir el déficit presupuestario. Rusia y Arabia mantienen negociaciones para recortar la producción de petróleo y aumentar su precio: Riad es quien está más interesada en reducir la producción.

Hasta la llegada de Mohamed bin Salmán, la principal preocupación de la monarquía saudita era preservar su relación con Estados Unidos (miles de militares árabes se forman en los cuarteles del Pentágono), fortalecer su papel regional gracias a los ingresos del petróleo, y contener la influencia de Irán, su gran rival en Oriente Medio, a quien acusa de una creciente intervención en la zona, sobre todo en Líbano, Siria, Iraq y Yemen, mientras consolidaba su influencia en la Liga Árabe y en la Conferencia Islámica, sin renunciar por ello a intervenciones militares en su periferia: así lo hizo Bahréin en 2011, o con su apoyo a milicias islamistas en Siria. También, en el Consejo de Cooperación del Golfo, donde Riad desempeña una función protagonista. El fanatismo religioso del régimen saudita agudiza su rivalidad con Irán, la vieja disputa entre sunnitas y chiítas, y Mohamed bin Salmán ha impuesto un creciente intervencionismo militar en el exterior.

Arabia se ha convertido en el principal comprador mundial de armamento, sobre todo norteamericano y británico, y ha tomado buena nota de la amenaza de Trump tras el asesinato de Jamal Kashoggi, cuando el presidente norteamericano sugirió que el rey Salmán “podría no estar en el trono en dos semanas”. El apoyo saudita a las reclamaciones palestinas ha dejado paso al distanciamiento, que ha ido de la mano de una aproximación a Israel, con quien ha colaborado en la guerra siria. El anterior rey, Abdalá, mantuvo un mayor apoyo a los palestinos. Más ambicioso, Mohamed bin Salmán ha impulsado algunas medidas modernizadoras que no cambian las características del régimen, decidió intervenir en Yemen, y aspira a desempeñar una función central en Oriente Medio, en el Mar Rojo, en el Máshrek y en otros escenarios africanos: pretende diversificar la economía y persigue el predominio en el mundo árabe y un mayor protagonismo en la escena internacional. Sin embargo, el impacto de la pandemia está siendo duro: el petróleo supone casi la mitad de su producto interior bruto, y el recorte de producción ha disminuido los ingresos, por lo que el régimen se ha visto obligado a activar créditos sin intereses, a promulgar una moratoria temporal de impuestos y el pago de salarios en algunos sectores económicos, y la guerra en Yemen también está pasando factura: Riad no ha conseguido sus objetivos, e incluso se está replanteando su apoyo al gobierno de Abd Rabbuh Mansur al-Hadi, a causa de las dificultades financieras. Esa es una de las claves que explican que el enviado especial de la ONU para Yemen, el diplomático británico Martin Griffiths, crea posible llegar a un acuerdo de alto el fuego en la guerra.

Su enfrentamiento con Irán, político, religioso y estratégico, es una de las cuestiones clave de la región, y las disputas con Qatar, que se ha acercado a Teherán, han complicado su política exterior: Riad mantiene desde hace tres años un bloqueo total a los qataríes, pese a que Estados Unidos presiona para acabar la discordia. Al mismo tiempo, en un sorprendente giro, Mohamed bin Salman no descarta llegar a acuerdos con Irán: ha pedido al primer ministro iraquí, Mustafá al-Kazemi, que inicie una mediación entre Riad y Teherán. De hecho, Arabia teme que Estados Unidos llegue a un nuevo acomodo con Irán tras la liquidación del acuerdo 5+1, y ello limite su hasta ahora incondicional apoyo a la monarquía saudita.

La intervención militar extranjera en Yemen, dirigida por Arabia con la aprobación de Estados Unidos, de la mano de Mohamed bin Salmán, principal impulsor de la agresión, ha creado la mayor crisis humanitaria del planeta: no sólo ha arrasado las infraestructuras del país, incluidas escuelas y hospitales, sino que ha abandonado a su suerte a los yemeníes afectados por la hambruna, agravada con un mortal brote de cólera. Cinco años de guerra en Yemen y cuatro de bloqueo, con un gobierno apoyado por Arabia enfrentado a los hutíes (que controlan el norte del país con la capital, Sanáa) respaldados por Irán, han destruido el país, que se enfrenta ahora al fantasma de la fragmentación. La agresión de Arabia no es la primera: Yemen ha sufrido reiterados ataques de Riad y sus aliados que se remontan a las intervenciones militares en los años sesenta y setenta del siglo pasado contra la República Democrática Popular del Yemen (o Yemen del sur), que se proclamó socialista, y soportó también los bombardeos británicos en esos años.

Las diferencias en el bando gubernamental que apoya a Abd Rabbuh Mansur al-Hadi aumentan. Mohamed bin Salmán forzó un acuerdo en un encuentro en Riad en noviembre de 2019 que suponía en la práctica un reparto del poder de Al-Hadi con los separatistas del sur que forman parte de su facción. Pero los problemas para el gobierno de Al-Hadi (que mantiene la capitalidad provisional en Adén, y la efectiva en Riad) aumentan tras la reciente proclamación del Consejo de Transición del sur,que se reclama gobierno de la parte meridional del país y anuncia la autonomía de Adén: las milicias del Consejo de apoderaron del puerto y aeropuerto de Adén y de todos los ministerios adscritos a Al-Hadi. A mediados de mayo, los combates se sucedían en Zinjibar, la capital de Abyan, mientras el gobierno respaldado por Arabia intentaba recuperar la ciudad. Tanto los atacantes como los soldados del Consejo son aliados contra los hutíes, por lo que esos enfrentamientos abren una nueva guerra dentro de la guerra yemenita. Por su parte, los hutíes, dirigidos Adbel Malik al-Huti y por Mahdi al-Mashat, presidente del Consejo Político Supremo, forman parte de una rama del chiísmo que agrupa a la tercera parte de los yemenitas, y su principal organización, Ansarolá, es un movimiento de extrema derecha de inspiración religiosa, aunque se proclama antiimperialista y rechaza abiertamente al yihadismo islamista, el wahabismo de Arabia, así como a Israel y Estados Unidos, y mantiene lazos con Irán y el Hezbolá libanés. De hecho, los enfrentamientos religiosos actuales enmascaran las anteriores luchas contra la desmedida corrupción del régimen de Alí Abdullah Saleh, que dominó el país durante más de veinte años, hasta 2012, y ocultan las disputas entre la izquierda y los nacionalistas de inspiración nasserista con los partidarios de la monarquía y los clientes de Riad.

Al tiempo, la coalición internacional que dirige Arabia en Yemen se resquebraja: Abu Dabi optó en 2019 por desvincularse de la guerra (los hutíes consiguieron atacar su aeropuerto internacional), y los Emiratos Árabes Unidos fracturan de hecho la alianza porque se han convertido en los padrinos políticos del Consejo de Transición del Sur. Los Emiratos Árabes Unidos (dirigidos por Abu Dabi con Jalifa bin Zayed, y por el príncipe heredero, su hermano Mohamed bin Zayed, otro inquietante personaje como Mohamed bin Salmán) tienen sus propios objetivos en Yemen. A su vez, Qatar, enfrentada a Arabia y también a los Emiratos, utiliza su cadena de televisión, Al Jazeera (la más sintonizada en el mundo árabe) para denunciar la devastación yemenita, no por sentimientos humanitarios sino para comprometer a Riad.

Tres. En Iraq, la situación es desesperada, y los gobiernos dependen de las milicias de distintos partidos. La ocupación militar norteamericana (justificada desde 2014 para combatir a Daesh), la insatisfacción por las duras condiciones de vida, la corrupción, el reparto sectario del poder que ha dado lugar al enriquecimiento de los dirigentes del gobierno, una sanidad casi inexistente, la falta de trabajo, los deficientes servicios, la falta de agua potable en las casas, y el enorme retroceso de las mujeres que padecen con frecuencia asesinatos por islamistas por no llevar hijab, son la muestra de la práctica destrucción del país. Ese caos condujo a la rebelión de octubre de 2019, el hirak; aunque las protestas intermitentes se iniciaron con fuerza ya desde 2011, con la participación de los comunistas. Adel Abdul Mahdi dimitó en noviembre pero se mantuvo provisionalmente como primer ministro, sin que los candidatos a sucederle pudieran lograr apoyo parlamentario. El 5 de febrero, partidarios de Muqtada al-Sadr, el clérigo chiíta que dirige el Movimiento Sadrista y las milicias del Ejército de al-Mahdi, quemaron un campamento de manifestantes asesinando a once personas, y la dura represión desde 2019 ha causado en las calles más de ochocientos muertos y treinta mil heridos. La pandemia limitó después las protestas callejeras, aunque en algunas ciudades existen campamentos de amotinados, como en la plaza Tahrir de Bagdad. La penuria es aprovechada por partidos islamistas que desempeñan en algunas regiones del país un papel asistencial, y la influencia iraní es rechazada por muchos iraquíes, como la norteamericana. El gobierno acusó a los manifestantes de actuar a las órdenes de Estados Unidos, y llegó a pedir, en enero, que el Consejo de Seguridad de la ONU condenase la actividad de Irán y de Estados Unidos en el país.

En febrero, el régimen, controlado por partidos islamistas, se vio ante el golpe de Muqtada al-Sadr cuando éste, tras ordenar la retirada de sus seguidores del movimiento de protesta, volvió a pedirles que regresaran a las plazas para controlar así el descontento, creando el espejismo de que su candidato a primer ministro era el preferido por los manifestantes. Finalmente, en mayo, el antiguo colaborador de la emisora de la CIA Radio Free Europe/Radio Liberty y despuésjefe de los servicios secretos iraquíes, Mustafa Al-Kadhimi se convirtió en primer ministro con las mismas limitaciones que había tenido Mahdi: las leyes de la ocupación por Estados Unidos en 2003, que fuerzan a un reparto religioso y sectario del poder, el muhasasa. Y de nuevo se han iniciado las protestas, duramente reprimidas por la policía, aunque han forzado al primer ministro a poner en libertad a todos los detenidos en las protestas callejeras desde el mes de octubre de 2019, y a investigar la muerte de más de quinientos manifestantes por francotiradores de milicias y del ejército.

Al-Kadhimi busca un equilibrio internacional para consolidar a su gobierno, y ha invitado a Putin a visitar Bagdad. Rusia apoya a Iraq con el objetivo de pacificar el país y la región, y está también interesada en abrir vías de explotación para sus empresas petroleras y gasista y para limitar la influencia norteamericana. El nuevo gobierno examina incluso la posibilidad de comprar los sistemas S-400 rusos, en un momento en que Estados Unidos, junto con los militares aliados de Australia e Italia destinados allí, abandona la base aérea de Al-Taqaddum, en Habbaniyah, a ochenta kilómetros de Bagdad. Pero la tensión y el caos continúan ahogando al país: el norte kurdo está en manos del corrupto clan de los Barzani, presidida la región autónoma ahora por Nechirvan Barzani, sobrino del viejo Masud; muchas ciudades iraquíes están destruidas, en Basora fluyen aguas fecales en los grifos de las casas, y las milicias enfrentadas luchan por sus territorios y por su fe, prisioneros de la división sectaria que impulsó Estados Unidos: la sede en Bagdad de la cadena de televisión de Arabia, MBC, fue ocupada por milicianos proiraníes de Hashd Al-Shaabi, las Fuerzas de Movilización Popular, PMF, porque la emisora había calificado a Abu Mahdi Al-Muhandis (su líder, asesinado por Estados Unidos junto a Qasem Soleimani) de terrorista.

Tras Egipto y Turquía, Irán es el país más poblado de la región, y se enfrenta a un angustioso futuro, amenazado por la guerra. La operación norteamericana para asesinar al general Qasem Soleimani, las nuevas sanciones económicas impuestas por Washington, la recurrente acusación a Teherán de que financia el terrorismo, y la exigencia de que el régimen de los ayatolás retire a sus tropas de Siria y renuncie a disponer de armamento nuclear, dibujan el acoso de Estados Unidos a Irán. El abandono unilateral por Washington (que Pekín, Moscú y Bruselas consideraron innecesario y perjudicial) del acuerdo nuclear 5+1, ha llevado al gobierno de Jatamí a dejar de cumplir algunas de las obligaciones comprometidas en él. Trump, espoleado por la presión israelí, consideró que el acuerdo de 2015 con Teherán, firmado con Obama, era insatisfactorio y no contempla el programa de misiles iraní, además de limitar las obligaciones de Teherán sólo hasta 2025. Pese a que la OIEA y las propias agencias norteamericanas admitieron que Irán cumplía con las obligaciones del acuerdo, Trump decidió romperlo: busca el derrocamiento del régimen, de momento a través de la presión diplomática, de la asfixia económica y de operaciones terroristas encubiertas. Curiosamente, antes de que Trump rompiera el convenio nuclear el régimen iraní estaba dispuesto a un entendimiento con Washington que dejase atrás décadas de disputas.

Las sanciones norteamericanas han creado una difícil situación, sobre todo en las entidades financieras, en el transporte y en la producción petrolera, agravadas por la caída de los precios del crudo. A finales de 2018, Trump decretó nuevas sanciones contra la industria petrolera iraní y contra su sistema bancario, impidiendo la relación con el sistema SWIFT, y persigue prorrogar el embargo de armas a Irán que acordó el Consejo de Seguridad de la ONU y que finaliza en octubre de 2020, pese a que Rusia y China se oponen a extender el embargo. Aunque Estados Unidos intenta desestabilizar a Irán, las grandes protestas en el país de finales de 2019 no fueron inspiradas por los norteamericanos, aunque intentasen después utilizarlas: la agudización de la crisis, el aumento del precio de la gasolina, los cupos para su adquisición y la precariedad fueron el detonante de las manifestaciones, duramente reprimidas por el régimen teocrático, cuyas fuerzas de seguridad causaron varios centenares de muertos y miles de heridos, en una de las más sanguinarias represiones de los últimos años. La gravísima situación económica ha forzada al Majlis a cambiar la moneda oficial, el rial, por una nueva divisa, el tomán, suprimiendo cuatro ceros en los billetes en un intento de contener la inflación. Irán ha aumentado su influencia en Iraq, y el nuevo gobierno de Bagdad se muestra receptivo: el ministro de defensa iraquí, Yuma Anad Saadoun, ya ha iniciado conversaciones para incrementar la cooperación militar con Teherán. En el tablero, la permanente amenaza norteamericana, el temor a una nueva guerra en la región, y la imprevisible actuación de Netanyahu y de Mohamed bin Samán, rivales regionales y enemigos poderosos: Israel dispone de armamento atómico y Arabia quintuplica el presupuesto militar iraní.

En Afganistán, las elecciones de septiembre de 2019 se celebraron con la habitual compra de votos y procedimientos fraudulentos, que ha sido la tónica desde la invasión del país y el establecimiento del primer gobierno impuesto por Estados Unidos, aunque ello no ha evitado las luchas de banderías. En marzo de 2020, tanto el presidente Ashraf Ghani como el vicepresidente Abdullah Abdullah tomaron posesión en Kabul, configurando una efímera dualidad de poder que se complicó por las ambiciones de otros grupos, como el del expresidente Hamid Karzai. Las presiones norteamericanas lograron después un acuerdo entre las dos partes con la formación de un gobierno de unidad, donde Ghani retiene los principales mecanismos de poder y Abdullah pasa a presidir el Alto Consejo de Reconciliación Nacional, decisiones que los talibán contestaron con nuevos atentados. Rusia, China, Irán y Pakistán apoyan negociaciones para terminar la guerra y para la retirada de tropas extranjeras del país, que son básicamente las norteamericanas y las de sus aliados de la OTAN.

Estados Unidos, que llegó a tener en el país ciento diez mil soldados en 2011, mantiene todavía trece mil, pero el acuerdo firmado en febrero con los talibán (en Qatar, con presencia de Pompeo) estipula su retirada en un plazo de catorce meses. Washington apuesta por un acuerdo negociado entre los distintos sectores políticos del país, incluidos los talibán, para asegurar que el país se mantenga dentro del área de influencia norteamericana. El propio Donald Trump habló con el mulá Abdul Baradar Akhund, el dirigente talibán que negoció el acuerdo. En una muestra más de una disparatada estrategia, Estados Unidos aceptó la exigencia talibán de dejar fuera del acuerdo al gobierno de Ghani mientras, en nombre de éste, aceptaba la exigencia talibán de que cinco mil de sus miembros encarcelados fueran puestos en libertad. Ghani se oponía pero acabó cediendo, y ya ha empezado a liberar a centenares de presos talibán de la cárcel de Bagram. La base norteamericana de Lashkar Gah y otra en Herat están en proceso de desmantelamiento, aunque los enfrentamientos no se han detenido, incluso han aumentado en muchas regiones: los talibán siguen atacando a las fuerzas gubernamentales, aunque se abstienen de hostigar a los norteamericanos. La invasión norteamericana ha destruido el país y no ha conseguido ninguno de sus objetivos; la producción de opio ha aumentado, buena parte de la población se encuentra desnutrida, y existen centenares de miles de desplazados internos.

Cuatro. Convertida Libia en un Estado fallido tras la intervención norteamericana, francesa y británica de 2011, el enfrentamiento entre el gobierno de Acuerdo Nacional de Trípoli y las tropas del mariscal Haftar, de Tobruk, añadido a la persistencia de áreas controladas por señores de la guerra y milicias, al tráfico de seres humanos y a la existencia de mercados de esclavos, ha creado un infierno a las puertas de Europa. Los enfrentamientos entre los dos bandos principales han llevado también a suspender las exportaciones de petróleo desde puertos como Marsa Brega, Zuwetina, Ras Lanuf, Al Hariga y Sidra, y la vida de los libios se ha reducido a la subsistencia extrema, prisioneros de los grupos armados que campan por todo el país. El endiablado laberinto libio lleva a que Turquía, Italia y Qatar apoyen al gobierno de Fayez al-Sarraj, mientras Francia, Egipto y Arabia apoyan a Haftar, un hombre que colaboró con la CIA y fue utilizado por Washington en los años de su acoso a Gadafi. Hoy, Estados Unidos acusa a Rusia y Siria de ayudar a Haftar, e incluso de mandar cazas Mig y trasladar a combatientes desde Siria para apoyarlo, además de hacerles responsable de la supuesta presencia del grupo militar ruso Wagner, y su Departamento de Estado denuncia que Moscú busca conseguir “ventajas políticas” en Libia, extremos que Moscú niega. Las tropas de Haftar se encuentran cerca de Trípoli, pero el gobierno de Fayez al-Sarraj ha conseguido detenerlas gracias a la ayuda turca, que suministra drones de bombardeo y baterías antiaéreas. Por su parte, la Unión Europea, atada por las diferencias entre Francia, Italia y Alemania, apoya el llamado proceso de Berlín para una solución negociada entre las partes, como hacen Estados Unidos y la OTAN, pero al mismo tiempo financia a la corrupta y criminal guardia costera del gobierno de Al-Sarraj: Bruselas está más preocupada por la llegada incontrolada a Europa de inmigrantes desde las costas libias que por la desesperada situación de la población local, de los fugitivos que llegan de los países del Sahel, y de los mercados de esclavos.

Egipto, que ya ha superado los cien millones de habitantes, dispone de tierras cultivables en apenas un cinco por ciento de su territorio, y el agua del Nilo es su principal riqueza; sufre una gravísima crisis económica, y la dictadura militar del general Al-Sisi gobierna, desde el golpe de Estado de 2013, recurriendo a la más dura represión de las protestas sociales y aplastando a las incursiones islamistas. El Cairo, que apoya a Haftar en Libia, mantiene un duro enfrentamiento con Etiopía por la presa Al Nahda que construye Addis Abeba y que apoya Sudán; las negociaciones que se celebraron en Washington no han dado ningún resultado hasta el momento, pero Estados Unidos intenta mantener las conversaciones bajo su paraguas diplomático. El gobierno de Al-Sisi afronta además la pandemia, la actividad de los grupos islamistas, y rechaza las pretensiones etíopes sobre el volumen de agua del Nilo que puede retener en Al Nahda. El Cairo espera el apoyo de Arabia y de los Emiratos Árabes Unidos, aunque también recela de sus inversiones en el proyecto, mientras Etiopía confía en la defensa militar israelí y en Estados Unidos. En 2016, el dictador Al-Sisi cedió a Arabia dos islas sobre el Mar Rojo, Tirán y Sanafir, que cierran el golfo de Aqaba, decisión que, aunque pertenecían históricamente a Arabia, suscitó críticas en Egipto. Riad quiere utilizar esas islas para construir un puente que comunique la futurista Neom con Sharm el-Sheij: Arabia con la península del Sinaí.


Estados Unidos y sus aliados occidentales (Gran Bretaña, Francia) deberían abandonar Oriente Medio: es un requisito imprescindible para que la región deje de ser el escenario de la guerra, el caos y la destrucción en que la ha sumido el imperialismo en el último siglo, agravado en las dos últimas décadas por las guerras norteamericanas. Pero que esa salida norteamericana sea necesaria, vital, no quiere decir que vaya a producirse, aunque los países de Oriente Medio sigan viviendo sobre arenas movedizas. Con el mundo mirando cada vez más hacia la gran región del Asia-Pacífico, Oriente Medio ha perdido importancia estratégica, pero continúa siendo un nudo vital para la producción y distribución de energía y uno de los principales escenarios de confrontación de las grandes potencias, y aunque Estados Unidos está redirigiendo su atención y sus recursos hacia el Pacífico no va a abandonar la región: está reevaluando sus objetivos, adaptándose a la nueva realidad y trasladando la mayor parte de sus fuerzas militares hacia las áreas donde se está configurando el nuevo equilibrio mundial, que ya no es unipolar pese a la arrogancia norteamericana. Y Estados Unidos ha decidido apostar fuerte, con la mirada puesta en Pekín y Moscú sin dejar por ello los torturados escenarios de Oriente Medio. El descubrimiento de una relativa debilidad y la disminución de su peso en el mundo no llevan a Washington a la prudencia, sino a la aventura, al incremento de la presión y, tal vez, conduzca al planeta al caos y la guerra. El inquietante anuncio de Georgette Mosbacher, embajadora norteamericana en Varsovia, sobre la posible instalación de armas nucleares en Polonia; el envío de portaaviones a los mares cercanos a China, el abandono estadounidense del Tratado INF, su anunciada salida del Tratado de Cielos Abiertos y las alusiones al fin del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares y del Tratado START III son malas señales para un mundo que renquea. Si Trump y otros gobernantes norteamericanos utilizan un lenguaje agresivo, bélico, y lanzan amenazas contra China y Rusia, si desenfundan revólveres y disparan sanciones, si diseñan ejercicios de guerra en el Pentágono para amedrentar al mundo, ello significa que los días de su dominio solitario del mundo han terminado: son ya un recuerdo del pasado, pero eso no asegura la paz.

Fuente: https://rebelion.org/viviendo-sobre-arenas-movedizas/