Omar Gejo, Gustavo Keegan y Alan Rebottaro
Introducción
El siguiente trabajo intenta llevar a cabo una aproximación al análisis del presente del sistema mundial desde una perspectiva materialista. Para ello, recurre a la Geografía como disciplina clave, y utiliza el concepto de imperialismo como herramienta primordial para la comprensión de la actual crisis del capitalismo.
En este sentido, el texto constará de tres apartados. El primero se dedicará a presentar lo que entendemos como el inevitable regreso de la geografía. El segundo también estará dedicado a otro retorno, el del imperialismo; del imperialismo como concepto geográfico central para comprender al capitalismo actual. Y el tercero estará reservado para desarrollar las principales hipótesis sugeridas como centrales para entender el capitalismo desde los años setenta del siglo XX.
El “retorno” de la geografía
Para el primer apartado tenemos el planteo básico de entender a la geografía como aquella disciplina que se ocupa de analizar el proceso de diferenciación material, el fundamental, aquel por el cual el hombre transforma el medio (natural) y lo hace propio, a escala humana, de acuerdo al desarrollo de sus necesidades, que emergen como propias del mismo desenvolvimiento social. La geografía es el estudio de ese histórico proceso de desarrollo material; la geografía es el estudio material del desarrollo de la historia (1).
El escenario de la historia, la geografía, ha sido así una marcha continua de la dispersión a la concentración. Lo que los historiadores han elegido como hito fundacional para su disciplina, la conquista de la escritura, la geografía lo debiera asumir como la larga marcha hacia un mundo urbano. Esta diferenciación, la que deviene de la relación campo-ciudad, ha marcado el desarrollo de la historia; campo y ciudad, constantemente redefinidos, son una expresión cabal, material, de esa diferenciación material originaria de la historia.
La ciudad ha sido tanto una expresión del “mundo agrario” como del “mundo industrial” y ha reflejado el grado de desarrollo material de las sociedades. Y en el caso del capitalismo, el desarrollo del capital (2) ha sido el elemento sustancial de los procesos de diferenciación material, un inusitado acelerador de la diferenciación material.
El capitalismo es el gran constructor de la realidad, en un doble sentido, tanto como rodillo homogeneizador como ariete diferenciador. La máxima expresión conceptual de ello es aquello del “desarrollo desigual y combinado”, provisto por Trotsky para el análisis del capitalismo imperialista (estatal-nacional, industrial y en presencia de un mercado mundial) (3).
Ahora bien, frente a ello se levantó en los últimos años una ofensiva idealista que pretendió, blandiendo un idealismo rampante, obliterar la mejor tradición de análisis materialista. Esto implicó en la práctica un decidido ataque a la geografía, y se cristalizó en la célebre “sentencia” de Fukuyama, hacia fines de la década del ochenta, de “el fin de la historia”. Era la supuesta culminación de la evolución social en una pretendida poshistoria, posgeografía, de la mano de una mundialización capitalista definitiva, bajo la triada universalista de mercado, democracia y mundo. A esto se llamó “globalización” (4).
La globalización jugó así, un papel fundamental en la ofensiva ideológica de estas décadas, lo que un conservador como Paul Craig Roberts señala como el globalismo, e identifica como la ideología del imperialismo económico (5) y que nosotros, coincidiendo con Jorge Altamira, definimos como ‘la ideología del imperialismo’ (6).
Al haber vinculado esta ideología a un ataque a la geografía, queda claro que el derrumbe de aquélla tiene por correlato el triunfal regreso de la más antigua de las ciencias, la geografía, cuyo epifenómeno, el del retorno, lo constituye, por ejemplo, la irrupción fulgurante de David Harvey como un exponente de época en las Ciencias Sociales (7).
Pero también por la reimplantación de la determinación geográfica sobre los procesos históricos, macro-políticos, con la consabida vuelta de la geografía política y, sobre todo, de la geopolítica, como dimensión ésta última inexcusable para comprender la evolución de la realidad mundial (8).
El “retorno” del imperialismo
Este apartado estará dedicado al desarrollo del análisis geográfico del concepto de imperialismo.
Para ello nos valdremos, como es inevitable, de la aproximación clásica a este tema, la de Vladimir Lenin (1973), que en su célebre opúsculo sintetizó un espíritu de época, cimentado en aportes de Hobson y Hilferding, entre otros, aunque sustancialmente de ellos.
Este concepto ha sido una de las principales víctimas u objetivos de la aparición, desarrollo e imposición del ‘concepto’ de globalización. Nuestro planteo parte de una definición sintética, instrumental, del imperialismo desde una perspectiva geográfica: ‘es el proceso de diferenciación material de carácter sistémico, producto de las geografías (establecidas) de sobreacumulación’. Es decir, el imperialismo es una geografía de sobreacumulación, y como proceso es el incesante movimiento de estas áreas por enfrentar (transferir, exportar) las contradicciones inherentes a ellas.
Pero volviendo a Lenin, el líder de la Revolución Rusa lucidamente delineó, con muy pocos trazos, la naturaleza (geográfica) del imperialismo.
La primera característica es la que habla de un proceso inmanente de concentración, es el surgimiento de los monopolios. La segunda característica es la especificación social de este proceso de concentración, el capital financiero. Si la primera característica parecía una aproximación cuantitativa, la segunda, mientras, es decididamente una visión cualitativa, se trata de la reunión del capital industrial con el bancario. El tercer elemento introduce, decisivamente, al movimiento como el hecho necesario, imprescindible, para intentar lidiar con una acumulación excesiva de capital (sobreacumulación), que de una ventaja se transforma, a la postre, en un lastre. Esto es lo que Lenin distingue como un fenómeno central del capitalismo imperialista, la exportación de capital, que alcanza a superar la propia exportación de mercancías, signando así el paso de un capitalismo comercial-industrial a uno de tipo industrial, de un capitalismo estatal-nacional en formación a uno consolidado (9).
Pero hablamos de procesos y también hablamos de productos, es decir, procesos consolidados, concretos, ‘de carne y hueso’, en suma, geografías.
A este análisis ‘abstracto’, preciso como punto de partida de una análisis extendido, profundo, debemos adosarle, luego, la dimensión histórica, macro-histórica, geográfica.
Y para ello recurriremos a un viejo trabajo nuestro de más de dos décadas de existencia, que sigue teniendo vigencia (Gejo, 1995) (10).
Para este punto de vista, desarrollado hacia fines de los años ochenta y principios de los noventa, el Sistema Mundial (el imperialismo, en palabras más claras de Lenin) puede entenderse a través de un triple movimiento histórico que ha acompañado un conjunto de relaciones establecidas entre diferentes regiones del planeta a partir del predominio de algún imperialismo concreto, particular, que alcanzó a subordinar a vastas áreas a sus necesidades de procesar su inherente (proceso de) sobreacumulación. De esos tres ‘momentos’ se corresponden los dos primeros con el predomino británico (el primero) y el estadounidense (el segundo). En conjunto abarcan algo más de un siglo.
El período británico se desenvuelve desde la mitad del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial, que en términos más concretos resultó ser una gran guerra europea. Este período, de casi unas seis décadas se inicia con la abolición de las Leyes de Cereales y las Guerras del Opio, puntos de inflexión en el desarrollo (de la reproducción ampliada) del capitalismo británico. Por supuesto que este es el período en el que encajará el modelo de desarrollo del capitalismo argentino, bajo una modalidad semi-colonial pero, a la vez, notablemente exitosa dentro de las limitaciones que acarrea aquella modalidad. Este período representa el clásico momento de la tradicional división internacional del trabajo, con los centros (imperialistas) industriales y las regiones de acarreo (proveedoras) de materias o generadoras de rentas. En Asia, China e India, y en Sudamérica, Argentina, eran eslabones discernibles en la cadena imperialista británica.
El período estadounidense lo iniciamos con la Primera Guerra Mundial, aunque en general la etapa de pleno dominio norteamericano se la da por comenzada a partir de la dilucidación de la Segunda Guerra Mundial, unos 30 años después de nuestra elección. Dependiendo de la última fecha, la etapa estadounidense quedaría reducida, así a poco más de treinta años o media centuria si se la extendiera hasta comienzos del nuevo siglo.
Lo cierto es que la hegemonía estadounidense se construyó sobre la derrota (directa o explícita) de sus contendientes capitalistas, Alemania en Europa y Japón en Asia; y la victoria complementaria, pírrica de sus aliados occidentales, Gran Bretaña y Francia, cuyos imperios coloniales se desmoronaron tras la segunda contienda mundial. Esta hegemonía se basó en la notoria superioridad industrial estadounidense, definitivamente asentada durante el enorme esfuerzo bélico desarrollado en la Segunda Guerra Mundial, y la devastación industrial sufrida por sus adversarios y también por sus aliados. Es éste un momento de expansión industrial estadounidense fuera de su propio mercado, apoyado en la reconstrucción de los capitalismos centrales (imperialistas) derrotados, sustancialmente Alemania y Japón, y el paralelo sostenimiento de la reconstrucción en Europa Occidental toda, apoyando, incluso, la integración del mercado europeo. Al mismo tiempo, la industria estadounidense profundizará la industrialización en América Latina, en particular de Sudamérica (a la sazón, Brasil y Argentina). Esto se hará bajo el paraguas del paradigma desarrollista, dando aires a una industrialización de bienes de consumo más compleja, que articulará la provisión de insumos básicos industriales bajo tutela estatal y la fabricación de bienes finales por parte de empresas multinacionales, orientados casi exclusivamente hacia los estrechos mercados locales. Será una etapa de profunda vinculación norte- norte en detrimento de la antigua circulación comercial norte-sur de la primera etapa.
Finalmente, un tercer momento, el que nos traerá prácticamente hasta la actualidad, y que se abrió con el comienzo de la década del setenta.
Las principales características de este período fueron dos. Primero, la constatación de la existencia de una tripolaridad, a la que se había llegado tras la recuperación de la posguerra por parte tanto de Alemania como de Japón. Esta dos potencias económicas, una en Europa, la otra en Asia, se instalaron como interlocutoras, en el domino económico, del líder hasta allí indiscutido, los EE.UU. Y segundo, una tendencia a profundizar el entrelazamiento productivo, fenómeno conocido como transnacionalización, que tuvo consecuencias importantes en la periferia, sobre todo en aquella que se consumó como la protagonista de esta etapa y de este fenómeno. Nos referimos a los países de rápida industrialización del Este de Asia. Esta región, de ascenso meteórico, representó la avanzada de la nueva división del trabajo, o, por lo menos, la que resultó favorecida por una nueva repartija de la actividad industrial, lo que le permitió un ensamble con las inversiones de las empresas multinacionales, principalmente las estadounidenses y las japonesas. El contraste con América Latina, y sobre todo con América del Sur, no podía, no pudo, ser mayor.
Algunas hipótesis sobre la evolución del sistema mundial
El tercer apartado es el que describirá los últimos cuarenta años, ahora, en clave de interpretación del movimiento en su conjunto, eso que hemos adelantado como presuntas hipótesis sobre la evolución del sistema mundial.
1) Asistimos a una crisis de arrastre. Su origen, casi diríamos que remoto, se halla en la crisis de los años setenta. Allí es cuando se produce la oclusión de lo que fue la vigorosa recuperación de la economía internacional luego de la Segunda Guerra Mundial. Son esos 20, 25 o 30 años conocidos como los “gloriosos”. Ese movimiento ascendente se produjo como fruto de las condiciones abonadas por la Segunda Guerra, con la destrucción de gran parte de la sobreacumulación que aquejaba al sistema en los centros imperialistas. La destrucción de Alemania y adyacencias y de Japón, liberó las energías para una “recolonización” por parte del triunfante capital estadounidense, que desde la Primera Guerra Mundial registraba signos de asfixia por haber agotado los horizontes de expansión sostenidos, solamente, en su inconmensurable mercado interno (11).
El Plan Marshall y la reconstrucción de Japón fueron las dos respuestas estadounidenses que sirvieron a su propia expansión pero también resultaron absolutamente funcionales a la reconstitución de la dominación burguesa en las potencias derrotadas; reconstitución que, va de suyo, se asentó en el despegue económico de esas economías “en ruinas”.
Esto estableció un mecanismo de enlace virtuoso entre estos tres soportes del capitalismo mundial, y que llegó a describir la recuperación de Alemania y de Japón como verdaderos “milagros”. Pero este enlace virtuoso comenzó a agotarse durante los años sesenta, en la medida que la notoria ventaja estadounidense se había perdido y sus derrotados comenzaban a competirle en determinadas ramas de la economía internacional.
2) La crisis se vivió fenoménicamente a partir de dos hechos fundamentalmente: la ruptura del Acuerdo de Bretton Woods, primero (1971), y luego por la denominada “Crisis del petróleo” (1973). Los dos hechos deben ser unidos pues forman parte de un mismo proceso.
La respuesta estructural a la crisis por parte de los EE.UU. puede ser descripta a partir del desarrollo de dos mecanismos que también van a estar unidos. El primero de ellos es el que hará prevalecer una tendencia a la financierización de su economía; el segundo, un mecanismo de transferencia de actividad industrial hacia el este de Asia, preferentemente.
Este hecho podríamos decir que caracterizó tanto a la gestión Reagan como a la Clinton. Considerando que el gobierno de Reagan fue sucedido por George H Bush, es decir que estamos hablando de 12 años ininterrumpidos de gobierno republicano, a los que habría que agregar los ocho años de gobierno demócrata, está claro que enfrentamos dos décadas de marcha en esa dirección, más allá de las lógicas diferencias que pueden manifestarse entre turnos republicanos y demócratas.
Aquí debemos hacer una aclaración pertinente por la entidad, por la magnitud del acontecimiento. Por supuesto que sí afirmamos que EE.UU. asiste a una transferencia de su parque industrial hacia el exterior, hecho del que puede decirse que en buena medida consiste en un proceso de desindustrialización, esto no debe llevarnos a pensar en términos absolutos; la base industrial estadounidense es de una magnitud histórica que no podría soslayarse aún en el marco de un innegable retroceso como el que ha atravesado en las últimas décadas (Craig Roberts, 2015; Baker, 2015).
Pero lo cierto es que una economía desarrollada, central o, para decirlo en nuestro lenguaje, un país imperialista, el país imperialista por excelencia, rector del último período, procede a generar un hecho inédito, a producir una disociación importante entre su oferta y su demanda. Hasta aquí un centro imperialista se caracterizaba por una conjunción estrecha entre su oferta (industrial) y su demanda. Esta transferencia de una parte de su producción industrial comporta un hecho importante, decisivo, a la hora de comprender el carácter del período (12).
3) En términos generales estos acontecimientos se han definido como la imposición de la “globalización” y el “neoliberalismo”.
Los dos fenómenos han ido de la mano, porque son coetáneos, desde ya, pero también, sobre todo, porque fueron producto de una misma necesidad y con un mismo destino. Conforman el binomio con el cual el capitalismo pretendió sobrellevar, sobrepasar, los límites a los que había quedado expuesto en el período precedente a partir de los años sesenta. En el fondo de esta situación se hallaba la necesidad de que el capital tuviera una mayor “libertad”, una mayor “libertad de movimiento”, con el fin de “combatir” su principal lastre, su propia acumulación, su exceso de acumulación.
La mentada “globalización” era la meta “cuantitativa” de dicha apuesta, la máxima extensión geográfica para la acción “civilizadora” del capital. El “neoliberalismo”, en tanto, era la meta “cualitativa”, implicaba liberarlo, en los espacios existentes, de las cortapisas del período de posguerra, ahíto de las consabidas imposiciones “keynesianas”, producto ellas de la crisis del treinta y de su resolución fáctica a través de la Segunda Guerra Mundial.
De un tiempo de pesimismo para el capital, como lo fueron los años setenta, fue emergiendo una respuesta que adquirió densidad conceptual y política primero, para luego, tras la “Caída del Muro”, obtener la rotundidad del “Fin de la Historia” (13).
Estas dos respuestas, que hacen en realidad una única, consistieron en darle mayor extensión, volumen y velocidad de circulación al capital, que es lo que habitualmente se conoce, en términos conceptuales clásicos, como rotación del capital, una de las respuestas contra la caída de la tasa de ganancia. En resumidas cuentas, una mayor libertad para la explotación del trabajo.
El reintegro de China y de la Unión Soviética (y de sus espacios periféricos) a la plena explotación por parte del capital, devolvió al capitalismo la primacía absoluta de la que gozaba hasta la Primera Guerra Mundial.
Pero la llamada “globalización” tuvo como preludio el ascenso de la periferia japonesa tras la crisis del petróleo. Esta fue una primera evidencia de cambio de las condiciones internacionales, confirmando el inicio de un giro que el tiempo determinaría como uno de los ejes de la reconfiguración del sistema mundial: la “asiatización” de la economía internacional (14).
La ruptura de Bretton Woods por parte de su creador, los Estados Unidos, supuso tanto para Alemania como para Japón la necesidad de asumir el desafío de resistir la ofensiva norteamericana en pos de limitar sus desarrollos neo-mercantilistas de la posguerra (15). El quiebre del compromiso de Bretton Woods fue acompañado casi inmediatamente por un acuerdo tácito de Estados Unidos con Arabia Saudita para ligar el comercio de petróleo a la moneda estadounidense, dotándola a ésta de un volumen de demanda que le aseguró una centralidad monetaria a pesar del repudio del acuerdo de 1944 (Gowan, 2000).
Esta maniobra le brindó previsibilidad al horizonte de la política monetaria estadounidense, que sería el instrumento esencial de todo este tiempo (16). Con el comercio del petróleo bajo la férula del dólar, se creó el mecanismo que permitió la absorción del creciente excedente petrolero de aquella década por parte del sistema financiero occidental, fundamentalmente de la banca estadounidense, la City de Nueva York, Wall Street, el corazón financiero del mundo.
4) La financierización de la economía mundial, sobre todo de sus eslabones esenciales, los imperialistas, ha sido una característica central del período. Este proceso, concomitante del otro, del desplazamiento del eje de la industrialización hacia Oriente, hacia Asia, no puede ser disociado, aislado. Es que responderá a enfrentar precisamente ese traslado, reemplazando las viejas cadenas industrializadas por una creciente “valorización financiera” que permitiera una reproducción ampliada del capital, alejada de la explotación directa, abierta, de la fuerza de trabajo, o de la creación de valor para decirlo en términos más técnicos (17).
La política monetaria adquirió, entonces, una importancia significativa en este período. Dos hechos lo confirman: el monetarismo fue la corriente principal de la época y los Bancos Centrales constituyeron la institución primordial del Estado como articuladores de esas políticas económicas.
El período comenzó con un contexto de inflación y estancamiento (estanflación) y la restricción monetaria fue proclamada como la pócima para abatirla. Pero en la práctica la Reserva Federal de los Estados Unidos extendió la influencia de su política monetaria al resto del planeta. Y mientras se declamaba la independencia de los Bancos centrales como un punto de partida incontrastable para una buena política económica, en los hechos la primacía de los Bancos Centrales y de las políticas monetarias no era otra cosa que la representación de la hegemonía alcanzada por los sectores financieros en general, y de Wall Street en particular (Delong, 2015).
Más allá del discurso en superficie, la política monetaria ha sido la tendencia de este período, como una forma inigualable para apoyar el “ciclo de los negocios”. La llegada de los setenta se hizo en el apogeo de las políticas keynesianas18, y desde allí se produjo la reacción monetarista. Pero hete aquí que eso que se ha dado en llamar monetarismo bien podría comprenderse como una nueva fase del keynesianismo, de keynesianismo financiero: en él la política monetaria se pone enteramente al servicio del sector financiero; propio de una fase de desindustrialización y de concentración oligopólica en el acrecido sector servicios, comenzando por la banca y las finanzas en la geografías imperialistas (Bellofiore, 2015; Piketty, 2014).
5) El “neoliberalismo” ha implicado una intervención estructural del Estado, claro que alejada del tipo de intervenciones características de la etapa keynesiana clásica. Habiendo surgido de esos años inflacionarios de la década del setenta, vinculado a una pretendida reducción drástica del gasto público, el “neoliberalismo” ha expresado un gran esfuerzo por devolver bríos a la tasa de ganancia en condiciones desfavorables para hacerlo, tanto por la maduración de las estructuras en las geografías imperialistas como por la consolidación de la fuerza sindical en el período que le precedió. El “neoliberalismo” representó el intento de lidiar con estas dos restricciones (la que proviene del capital y la que proviene de la fuerza de trabajo), impulsando, a la vez, un proceso de deflación salarial junto a una inducción de una inflación de activos. Uno y otro han ido juntos y explican en gran medida lo sucedido en todo ese período: una retahíla de crisis financieras (Delong, 2015; Krugman, 2015), concentración del ingreso (Piketty, 2014) y endeudamiento galopante (Eavis, 2015; Munchau, 2015; Reinhart y Rogoff, 2011; Pérez, 2015; Clarín, 2015), detrás de los cuales los Estados han terminado por ser los verdaderos protagonistas de la llamada era “neoliberal” (19).
6) El período “neoliberal” también fue pródigo en hechos que supuestamente han apuntado a extender eso que se denomina “libre comercio”, algo tan exteriorizado como esquivo, cuando no abiertamente desmentido, a la hora de hallarlo taxativamente corroborado fácticamente por su expresión material en la geografía del comercio mundial.
Han sido muy conocidas las iniciativas tendientes a generar “Áreas de Libre Comercio”. Entre ellas, la más conocida ha sido el “Tratado de Libre Comercio de América de Norte” (TLCAN), que hacia mediados de la década del noventa tuvo por proponente a la primera economía del mundo. Pero no fue la única, claro. En el contexto europeo, durante todo el período se desarrolló la tendencia histórica (de la posguerra) a la conformación de un gran espacio económico en el Viejo Continente, llevado a cabo en diferentes movimientos, desde la extensión del Mercado Común Europeo (años ochenta), pasando por el intento de conformar el Sistema Monetario Europeo, hasta la creación del euro, a comienzos de este siglo (Vidal Foch, 2015). También en Asia, para hablar de la otra región imperialista, la recuperación completa de esa región estuvo signada por los desbordes, en clave regional, del capitalismo nipón (Halevi y Lucarelli, 2002).
Y es aquí, en clave regional, en donde estriba la razón de ser la realidad económica, social y política, es decir, geográfica, de la “globalización”. La supuesta unificación absoluta del mundo no ha sido tal. Lo que hemos vivido es una regionalización del comercio mundial, por ejemplo, que es un producto de la principal propuesta de las geografías imperialistas, como consecuencia de una redefinición de la división territorial del trabajo en las vecindades, en los alrededores de los tres corazones (EE.UU., Alemania y Japón) de las grandes regiones del planeta (América del Norte, Europa Occidental y el Este de Asia) (Gejo y Berardi, 2015).
Estos tres procesos de regionalización han estado muy lejos de las construcciones “propositivas” que decían representar, es decir, como espacios amplios de homogenerización (económica, social y política). Por el contrario, como ya hemos dicho, han respondido a una adaptación de los imperialismos concretos a la exacerbación de la puja interimperialista, en marcha tras la crisis de los años setenta y definitivamente recrudecida luego de la disolución de la URSS (Unión Soviética).
En términos de esa división territorial del trabajo remodelada de la que hablábamos, México, el entorno europeo-oriental y los Tigres (las economías de rápido crecimiento de Asia del Este, a saber, entre las más importantes, Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Tailandia, Hong-Kong), han oficiado de pivotes para una desindustrialización (relativa) en los centros imperialistas, forzada por la lucha en el espacio económico mundial, que agudizó tanto la porfía internacional como la opresión social (20).
7) Decididamente, y como no podría ser de otra manera, la disolución de la Unión Soviética y la restauración del capitalismo en China fueron los dos hechos fundamentales que tiñeron políticamente la denominada “globalización”.
Como ya se dijo, la “globalización” produjo, ante todo, una ampliación del radio geográfico de la explotación de los trabajadores por parte del capital. Esta abarcó desde la explotación directa de una cantidad importante de trabajadores hasta entonces desvinculados del mercado mundial (por lo menos de una explotación directa), hasta diversas formas de explotación y/o apropiación de los recursos (naturales o construidos) de esos dos geografías constituidas a partir de las revoluciones sucedidas en el contexto euroasiático, en el marco de las dos Guerras Mundiales.
Pero tras una década de aparente irrestricta adscripción al “sistema occidental”, liderado por los EE.UU., ya a fines de esa década del noventa se mostraron los primeros signos de resistencia a la “unipolaridad” (21).
La década había sido testigo, en sus comienzos, de la invasión de Panamá (1989), apenas luego de la “Caída del Muro”, y después de la Primera Guerra del Golfo. Con estos dos hechos, el primero de impronta regional, aunque portador de un mensaje de indiscutible valor pedagógico, y el segundo, de inocultable trascendencia mundial, al ser protagonizado en el epicentro de una de las regiones vitales del mundo (22), la principal potencia imperialista se arrogó el derecho a una libertad de intervención sin cortapisa alguna, a la que consideraba como señera en cualquier caso, y por ende determinante para el establecimiento del Nuevo Orden Internacional.
El estado de cosas comenzó a modificarse a partir del año 2001, tras el atentado a Torres Gemelas en Nueva York. La posterior intervención en Afganistán y luego la Segunda Guerra de Iraq, pusieron al desnudo el carácter imperialista del intervencionismo estadounidense, que comenzó a tener algunos problemas de cohesión en el frente occidental, y a enfrentar la reticencia, primero, y resistencia, después, por parte de Rusia y de China.
8) La crisis de los años 2007-2008 significó el golpe definitivo para la subjetividad de aquel Nuevo Orden que George H. Bush creyó haber establecido por lo menos por varias décadas.
Finalmente, la declaración oficial estadounidense, en 2011, de la confirmación de una nueva directriz de política exterior, conocida como el “Pivote Asiático” (Panetta, 2013), ha permitido transparentar los principales trazos de una nueva geopolítica estadounidense, menos meso-oriental, más oriental, centrada ahora en la contención del ascenso chino.
La situación ha mutado severamente desde los momentos del apogeo de la “globalización”. En aquellos tiempos se asistió a la fantasía de entender al capitalismo como un mecanismo mercantil puro, abstracto, sin siquiera la necesidad de lo que después de las diferentes crisis económicas devino también en un nuevo cliché, el de la necesidad de su regulación (política).
Por ello tampoco es azaroso el “retorno” de la política, como ha sucedido primero en la periferia y luego en el mismísimo centro del sistema (23). Ni que ese retorno se haga a través de su forma más maciza, como enfrentamiento entre Estados, con la geopolítica como trasfondo.
9) La crisis del año 2008 también parece haber sido un parteaguas al respecto. El papel de estabilizador que jugó China en la década previa, desde la crisis de la periferia asiática de 1997 alcanzó su límite, porque el mismo modelo chino alcanzó sus propios límites. Es que el “modelo de acumulación” (por decirlo en los términos acomodados a cierto lenguaje analítico sistémico, tan en boga hace un tiempo atrás en la academia) que se generó alrededor de una “plataforma de exportación”, y que generó una utilización intensiva de una franja del país, halló, en la crisis del año 2008, la frontera de su expansión, modalidad con la que había crecido a un ritmo del 10% anual sostenidamente durante prácticamente tres décadas. Ese modelo, muy “ofertista”, de demanda contenida, es el que ha alcanzado su techo al parecer, por lógica consecuencia del freno de la economía mundial a partir de la crisis internacional estallada en el corazón del sistema.
La modificación del rumbo chino ha dado pábulo a diversas interpretaciones, entre ellas, las más difundidas, las que afirman que China virará hacia una forma de crecimiento mercado-internista, algo parecido, a la distancia, a la experiencia atravesada por América Latina luego de la crisis de 1930. Pero este tipo de ensayo, al que se lo describe y piensa casi como un proceso técnico, es mucho más que ello. Implica una gran transformación material, en última instancia, política, y que por su envergadura no sólo involucra el trastrocamiento del conjunto de las condiciones imperantes en China sino, también, en el conjunto de la región y hasta en el propio sistema mundial como un todo (24).
Notas
(1) Nos movemos, a tientas, en la línea reclusiana de aquello de ‘la historia es la geografía del pasado y la geografía es la historia del presente’. Para un conocimiento de los aportes de Eliseo Reclus, puede consultarse al respecto el trabajo de Rodrigo Quesada Monge (2015).
(2) El capital entendido en su sentido más complejo, como relación y como instrumento, como el indicador clave del desarrollo material (de las fuerzas productivas).
(3) Para una interesante revisión de los orígenes del concepto de “desarrollo desigual y combinado” puede recurrirse al artículo de Neil Smith (2010). En un breve pero prieto espacio se hace un repaso al origen histórico del concepto así como a su accidentado recorrido posterior que lo llevó a una virtual invisibilización, así como también se encontrará una provechosa aproximación al mecanismo concreto por el cual la dinámica del capital está obligada a generar, necesaria, inevitablemente, diferenciación espacial, diferenciación material, es decir, diferenciación geográfica. El regreso a este concepto por parte de Smith, no en términos de su historia personal, tampoco es el resultado de una casualidad, sino que se enmarca en el regreso ‘posglobal’ de la materialidad.
(4) La llamada “globalización” consistió, desde una perspectiva geográfica, en un claro manifiesto antimaterialista. Supuso, por lo menos, tres hipotéticos hechos que, conjugados, implicaban un verdadero mazazo contra la realidad. La primera de las ideas era que el capitalismo había abandonado todas sus restricciones, y se hallaba frente a la posibilidad de un crecimiento continuo; las crisis habían desaparecido, formaban ya parte de un pasado definitivo. Se hablaba por aquellos años noventa de un nuevo capitalismo, denominado turbo-capitalismo. La segunda idea estaba dirigida hacia la periferia del sistema mundial. En esta nueva era habían desaparecido los viejos problemas de las históricas desventajas posicionales de los capitalismos no centrales. El mercado mundial era, definitivamente, la maravillosa máquina del crecimiento que los liberales siempre habían pregonado. Las categorías problematizadoras, tanto la de periferia como la de dependencia, verdaderas creaciones intelectuales no europeas, producto de las experiencias históricas del desarrollo latinoamericano, dejaban de tener sentido. Por último, otra potente idea cerraba el círculo de la poderosa ideología finisecular. Las áreas centrales, las regiones imperialistas, hallaban la posibilidad ahora de coprotagonizar, asociadas, esta nueva etapa de la historia. Era un mundo transnacional el que venía, el de los viejos conflictos interestatales sería una cuestión del pasado. Como puede observarse, estos tres planteos quedaron refutados “en menos de lo que canta un gallo”. Debe reconocerse en el trabajo de Jorge Beinstein (1999), a una de las mejores y tempranas impugnaciones de esta ideología anti-geográfica.
(5) “El globalismo, al igual que la economía neoliberal, es un instrumento del imperialismo económico. La mano de obra es explotada, mientras los pueblos, las culturas y los ambientes son destruidos. Sin embargo, la propaganda es tan fuerte que los pueblos participan de su propia destrucción” (Craig Roberts, 2015).
(6) “La caracterización de la etapa en curso, que realiza la academia oficial y semi-oficial, como una “globalización” (se refiere al capital) reviste de un carácter histórico progresivo a la restauración capitalista en los ex estados obreros. La globalización del capital, sin embargo, es un fenómeno que llegó a su apogeo histórico hace mucho tiempo, con la plena formación del mercado mundial y la emergencia del imperialismo. Expresa la declinación del capitalismo, no su ascenso. La regresión histórica, que tiene un punto de culminación con la restauración capitalista en curso, tuvo su inicio con la contrarrevolución burocrática, que no fue más que la expresión de la presión de la economía mundial capitalista sobre un “socialismo” aislado en “uno” o varios países históricamente retrasados. La “globalización”, en tanto restauración del capital allí donde había sido expropiado, no constituye un avance sino un retroceso histórico, y conlleva, de un lado, la pérdida de conquistas históricas y sociales en esos países así como a nivel internacional. La “globalización” es la expresión ideológica de la destrucción del socialismo como perspectiva, la cual fue históricamente conquistada por el proletariado en dos siglos de lucha de clases” (Altamira, 2004).
(7) David Harvey se ha constituido en los últimos quince años en un intelectual de referencia. Algunos se han atrevido a decir que es, probablemente, el intelectual marxista más influyente de la actualidad. Cuando ello ocurre es que estamos en presencia de una conjunción de factores, comenzando por el hecho de que el autor posee el lenguaje apropiado para ese momento. Esta consagración del geógrafo inglés se enmarca en eso que podría llamarse la hora de la “desglobalización”. Y esta hora se escribe en clave geográfica. Y Harvey no ha faltado a la cita. Desde “El nuevo imperialismo” a “Breve historia del neoliberalismo”, para terminar con su reciente “Ciudades rebeldes”, el viejo profesor radical ha hecho un recorrido centelleante reimponiendo, casi oficialmente, el tratamiento del imperialismo, un concepto inexistente para la academia; realizando un balance de la etapa, yendo más allá de las usuales críticas que han emanado de las usinas heterodoxas; y ha culminado con un análisis de la geografía política por excelencia, las ciudades, ubicándolas en el epicentro de la transformación política, en un hecho que recuerda a la obra de Henri Lefebvre.
(8) Acerca del “retorno” de la geografía, veamos cómo la materialidad se aplica hoy, ahora como rasgo distintivo para entender la llamada cuestión china:
“¿Comercio transatlántico? Pertenece al pasado. La ola del futuro es comercio transpacífico mientras Asia ostenta 15 de los principales 20 puertos para contenedores del mundo (y China ocupa un lugar fundamental con Shanghái, Hong Kong, Shenzhen, Guangzhou). Lo siento, Gran Bretaña, pero es Asia –y particularmente China– la que ahora gobierna las olas. Qué contraste gráfico con los pasados 500 años desde que los primeros barcos comerciales europeos llegaron a las costas orientales a principios del Siglo XVI. Y además existe el espectacular ascenso de China tierra adentro. Esas provincias tienen una inmensa población de por lo menos 720 millones y un PIB que asciende al menos a 3,6 billones [millones de millones] de dólares. Como detalló Ben Simpferdorfer en su delicioso The Rise of the New East (Palgrave MacMillan), más de 200 importantes ciudades chinas con poblaciones estamos ante el ascenso de la mayor economía tierra adentro del mundo y eso cambiará la forma de China de ver el mundo. Desde las fábricas de Guangzhou a los banqueros de Shanghái todos comienzan a mirar hacia el interior, no hacia afuera. Esta nueva manera de China de ver el mundo –y a sí misma– ciertamente no forma parte del modo en que el mundo, especialmente Occidente, ve a China. En Occidente la prensa siempre habla de la desaceleración de la economía y palabrea sobre el estallido. La verdadera historia es cómo desarrollará y modernizará China sus ciudades medianas y grandes con poblaciones de más de 750.000 habitantes. La concentración de China en sí misma es ahora tan importante como la extensión de sus tentáculos por el mundo. Es el corazón del acelerado “impulso de urbanización” de Pekín” (Escobar, 2015).
O este otro relato:
“Asia está construyendo la nueva ruta de la seda. Además de los proyectos previstos en Kazajistán, Kirguistán, y Tayikistán, en Pakistán y Camboya, la llegada de la ruta de la seda a Rusia y Mongolia, y la declaración conjunta de Xi Jinping y Putin sobre el impulso de la cooperación en múltiples proyectos de construcción e infraestructuras entre la Unión Económica Euroasiática y el denominado Cinturón Económico de la Ruta de la Seda, inicia una dinámica que va a cambiar buena parte del mundo que hemos conocido. Porque la conexión de China con Asia central y meridional, con Oriente Medio y Europa es una de las claves del futuro, junto con la organización y articulación económica, en los dos continentes, de amplias áreas urbanas que cuentan con una población de más de treinta millones de habitantes cada una, y que ya desempeñan un papel determinante en China (Pekín-Tianjin-Binhai; Shanghai-Suzhóu-Wuxi; Chongqing-Luzhou; Hong Kong-Cantón-Shenzhen y el río de las Perlas, etc.), y que pronto lo harán en Europa occidental y Estados Unidos, así como en la India y el sudeste asiático (Polo, 2015).
(9) Hay un cuarto elemento en el análisis de Lenin, que es el resultante de los tres anteriores y que probablemente es el que más se ajusta a un análisis geográfico, geográfico-político: el reparto del mundo en áreas de influencia. Este punto es el que discutiremos con cierta extensión a posteriori. Sin embargo, antes de ello, nos permitiremos hacer un comentario más sobre el desarrollo que Lenin hizo del imperialismo. Como producto de este último punto que acabamos de mencionar, pero también como arrastre, como acumulado del resto de las características básicas, la definición más integral que Lenin hace del imperialismo es la que lo señala como una época de guerras y revoluciones. Guerras y revoluciones concentran, condensan, en términos políticos, las dinámicas y contradicciones que emergen de ese fenómeno denominado imperialismo.
(10) El análisis del capitalismo como geografía, o como una sucesión (o acumulación) de geografías históricas (Arrighi, 1999) fue la lógica que presidió aquel trabajo. Enmarcado desde un contexto como el de América del Sur, o más precisamente desde Argentina, fue un intento de racionalizar los constatables vaivenes a los que dio lugar la historia del país. Y más concretamente, fue un ensayo de explicación de la decadencia industrial del país, al margen de las visiones cortas, sean las “economicistas” o las “sociológicas”. Estas dos visiones, que son las usuales, las vulgares, forman parte de eso que se llama “sentido común”, y que tanto obstaculiza el real conocimiento de la historia fáctica y de la historia como movimiento. Ese trabajo fue, en resumen, una propuesta básica, un primer intento sobre el que construir un relato de otro tipo, que se encuentra aún pendiente.
(11) Una de las mejores descripciones de la geografía económica de esos años nos la ha provisto Albert Demangeon (1956). Este geógrafo francés realizó un minucioso análisis de la economía internacional emergente tras la crisis de 1930. Hizo un preciso contrapunto de las principales potencias capitalistas, manifestando las fortalezas y debilidades intrínsecas de las tres principales geografías, EE.UU., Gran Bretaña y Alemania. Pero además, Demangeon propuso un abordaje incisivo de la crisis capitalista, comenzando por vincular orgánicamente la evolución de los sectores primario y secundario, recurrió a un novedoso enfoque de oferta, amparado en una definición de la crisis como de carácter estructural, y una perspectiva mundial (internacional), que bien podría ser aún válida para refutar la puerilidad de la “globalización”. En el caso del enfoque de oferta de la crisis, su planteo fue una crítica anticipada de las respuestas keynesianas posteriores (los enfoques de “demanda”), y en oposición tajante a lo que muchas décadas después reapareció como economía “ofertista” o “vudú” por parte de los conservadores “neoliberales”
(12) Disociar la oferta de la demanda no es un fenómeno extraño para la economía burguesa. De hecho, las dos corrientes troncales, la “ortodoxa” y la “heterodoxa” (para decirlo de una forma gruesa, directa), lo han hecho, y lo siguen haciendo y proponiendo. El “ofertismo” fue la punta de lanza de la ofensiva conservadora, “neoliberal”. Y las posiciones keynesianas han hecho lo propio con la demanda o el enfoque de demanda. Esta separación conceptual no es una cuestión baladí; les ha permitido también olvidar la imposibilidad fáctica de dicha situación. Los “ortodoxos” han pensado en todos estos años en la posibilidad de una sociedad “posindustrial”, una sociedad de “servicios”, de servicios girando en el vacío. Los “heterodoxos”, los “progresistas”, que han hecho del “aislamiento” de la demanda también un culto, con ello ocultan (o han pretendido hacerlo) la ligazón entre la oferta y la demanda. Y no sólo por restricciones cuantitativas, que es el planteo de los conservadores. Los planteos de demanda omiten la restricción social, la restricción política de la cual emergen. La llamada restricción externa como límite de un ensayo pro-demanda, pro-consumo, no es sino otra forma de elaborar “técnicamente” un problema eludiendo la contextualización de los marcos de opresión imperialista (internacional) y de clase (nacional).
(13) La década del setenta fue un período en el que reinó el pesimismo sobre el futuro de los EE.UU. La derrota en Vietnam (1975), las revoluciones en Irán y Nicaragua (1979) y la invasión soviética a Afganistán (1979), generaron una ambiente de derrota en la opinión pública estadounidense, que terminó consumiendo al gobierno demócrata de James Earl Carter, el predecesor del gobierno republicano de Ronald Reagan.
(14) La participación de Asia en el comercio mundial se duplicó en poco más de tres décadas, desde los años ochenta, pasando de menos del 15 % a más del 30 % del movimiento mercantil internacional (Gejo y Berardi, 2013; Gejo y Lion, 2015).
(15) El yen y el marco fueron los blancos dilectos de la salida del Acuerdo de Bretton Woods. Estas dos monedas pasaron a apreciarse tendencial y ostensiblemente respecto de la moneda estadounidense. Las consecuencias quedarían marcadas, como no podría ser de otra forma, en la geografía económica internacional.
(16) La Reserva Federal ha sido el corazón de todo este período; fue la política monetaria la viga maestra de la estrategia estadounidense. Desde la temprana respuestas de Paul Volcker, al frente de la Reserva Federal bajo la administración Carter, que inició un ciclo largo de tasas altas para “aspirar” capitales y precipitó la primera crisis de la periferia latinoamericana a comienzos de los ochenta, hasta el extenso “reinado” de Alan Greenspan que, con casi dos décadas al mando de ese organismo, signó la política monetaria internacional a través de los pulsos que le imprimió a la política monetaria de EE.UU. Greenspan fue el responsable de la “exuberancia irracional” de las “mercados” de los noventa, dando lugar a una especulación en escala, accionaria, cambiaria e inmobiliaria. Es decir, lo que luego se consideró como el período de las “burbujas”, y que bajo la regencia de Greenspan, en forma sedicente, se definió como el de la “Gran Moderación”.
(17) Le ha correspondido a David Harvey (2003) el desarrollo de un concepto que ha tenido luego un amplio recorrido. Nos referimos a de la “acumulación por desposesión”. Con él Harvey pretendió señalar los tiempos del “neoliberalismo” de una forma clara, contundente. La “acumulación por desposesión” tuvo varios aciertos. El primero de ellos precisamente el de estigmatizar al “neoliberalismo”. El segundo, el vincular los cambios en el capitalismo a ajustes geográficos; las crisis y sus resoluciones se geografizan. Una tercera cuestión, racionalizando la financierización de la economía capitalista. En cuarto lugar, la necesaria “solución” por la vía de una confiscación o saqueo. Y, finalmente, en quinto lugar, la imposibilidad de la disociación de las esferas económica y política (Harvey, 2007); mucho menos en los momentos de crisis.
(18) Le cupo al presidente estadounidense Richard Nixon, justamente en el año 1971, dejar sentada una frase que hizo historia: “Ahora somos todos keynesianos”. Un conservador acérrimo dando cuenta, con sus palabras, del dominio que para la época tenían las políticas keynesianas. En ese preciso momento, Milton Friedman y los círculos intelectuales de la Universidad de Chicago “velaban las armas” de la reacción “neoliberal, que se haría presente tan pronto como se desarrollara la “crisis del petróleo” en 1973.
(19) El “neoliberalismo” ha representado un período de fuerte intervención estatal, contra lo que habitualmente se dice de él. Lo fue en sus orígenes, cuando hizo el debut en la periferia, en América del Sur, de la mano de feroces dictaduras, como lo fue la pinochetista, en Chile, en 1973. Y lo fue también cuando se desenvolvió en los países imperialistas. Las dos versiones más clásicas, la británica de Thatcher y la estadounidense de Reagan, acometieron una feroz embestida desde el Estado para lograr sus objetivos. Thatcher presidió una ofensiva antisindical en el marco de un proceso de desindustrialización del país, unido a una profundización de la financierización de la City. Reagan, mientras tanto, lanzó el programa conocido como la “Guerra de las Galaxias”, una versión acendrada del keynesianismo militar (Cypher, 2006), acompañado por una política monetaria que le permitió absorber una gran cantidad de capitales que sufragaron el acrecentado gasto público que generó por entonces un déficit fiscal pronunciado. La versión tradicional que reduce el “neoliberalismo” a una realidad rehén del mercado es simplemente una falacia. En una economía capitalista imperialista pretender hablar del mercado disociándolo del Estado constituye un verdadero disparate. Si con Lenin se planteó aquello de “la política como economía concentrada”, en el “neoliberalismo”, es decir, en el “keynesianismo financiero” (Bellofiore, 2015), “la economía es política concentrada”.
(20) Uno de estos ejemplos lo constituye la “maquila”, que responde a la experiencia de industrialización mexicana de las últimas décadas “a caballo” de la vecindad con el mercado estadounidense, reforzada por el Tratado de Integración de América del Norte, puesto en marcha en 1994. La maquila no puede ser considerada una nueva fase de industrialización del país, superadora de la tradicional fase de sustitución de importaciones que México atravesó hasta los años 80, cuando detonó la crisis de sus deuda externa (año 1982). Sí permite la maquila, como ejemplo paradigmático, refutar las “teorías” en boga acerca de las “cadenas de valor agregado global”, una oferta antigeográfica del “desarrollismo tardío” o del siglo XXI (Para una muestra de este tipo de planteos, se puede consultar a Castro, 2015).
(21) Por “unipolaridad” suele entenderse el período que va desde la desintegración de la Unión Soviética (1991) hasta la crisis del año 2008, aunque algunos lo reducen al año 2003, momento de la invasión de Iraq. En este período el dominio estadounidense se habría encontrado indisputado y se correspondió con el denominado “Nuevo Orden Internacional” y el vuelo que tomaron los conceptos de “ultraimperialismo” o “súper-imperialismo”.
(22) El Medio Oriente es la región proveedora de petróleo por antonomasia. Es la única periferia cuya proyección comercial ha crecido desde 1945 a la actualidad, a pesar del conocido “deterioro de los términos de intercambio”. También hemos dicho que ocupó un lugar de privilegio en el momento de la redefinición de Bretton Woods. No puede quedar al margen de esta mención el actual proceso de transformación de la ecuación de poder en esa región. La aparente declinación de Arabia Saudita e Israel y el paralelo ascenso de Irán bien puede ser un indicador fiable de “vuelta de página” en el sistema internacional, como correlato evidente del denominado “pivote asiático”.
(23) Nos referimos a la ola de cambios generados en América Latina desde fines de los años 90, comenzando por el ejemplo venezolano. La región asistió a un período de recambio generalizado de gobiernos, ocupando la escena regímenes políticos “progresistas”. Luego de la crisis de 2007/08 se abrió un segundo frente en lo que se conoció como la “Primavera árabe” y, finalmente, por efecto de esa misma crisis hemos visto ramalazos en el mismo centro del sistema, preferentemente en el sur de Europa, con Grecia y España en primera línea. A los que se han sumado las experiencias del Brexit y del acceso de Trump al gobierno de los Estados Unidos.
(24) Qué mejor ejemplo de esto último que acabamos de decir que constatar los vaivenes de la política exterior estadounidense, que ha pasado de las dos propuestas de mega-acuerdos comerciales intercontinentales (Transpacífico y Transatlántico), auspiciadas por la administración Obama -y que consistían en la presentación de dos grandes proyectos tendientes a generar las mayores regiones abiertas al “libre comercio” jamás existentes, pero que en realidad eran una “vuelta de tuerca” más en dirección a establecer un chaleco de fuerza económico-político imperialista, tratando de cerrar el paso a una hipotética proyección euroasiática china-, a las propuestas dinamitadoras de esos dos proyectos por parte de la administración de Donald Trump, que aparentaría ahora un repliegue táctico sobre la defensa del mercado interno estadounidense y su periferia inmediata, la del antiguo Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), con el fin de generar una mayor proyección o penetración del capital estadounidense en las regiones de los imperialismos contrincantes (Bueno, 2105; Dinucci, 2015 a y b; Escobar, 2015; Jalife-Rahme, 2015 a y b; Navarro, 2015; McCoy, 2015).
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