Lluís Bassets
23/08/2021 | Publicado en la Red de Geografía Económica 959/21 (https://groups.google.com/g/redgeoecon/c/quXUQHW-p_4)
Los talibanes tenían razón. Ashraf Ghani presidía un régimen títere, organizado y dirigido por los extranjeros occidentales. Antes parecía propaganda, pero ahora lo han demostrado los hechos, cuando el ejército afgano se deshizo sin siquiera combatir y el propio presidente huyó al exilio sin llamar a la resistencia ni ofrecer más alternativa que el reconocimiento resignado de la victoria talibana.
Hay un argumento para tan rápida descomposición de la democracia construida por Estados Unidos y sus aliados durante 20 años. Se trata de “culpar a los afganos por cómo ha terminado todo. Fallaron las fuerzas de seguridad. Falló el gobierno afgano. Falló el pueblo afgano”.
La exsecretaria de Estado Condoleezza Rice ha calificado tal explicación de “corrosiva y profundamente injusta”, pero quien la promovió es nada menos que el responsable último de la retirada, el propio presidentejo ebid en, en su a locución del lunes pasado, en la que aseguró :“les dimos [a los afganos] todas las posibilidades para determinar su futuro”.
A la enorme trascendencia geopolítica del golpe –la derrota de una superpotencia a manos de una paciente y astuta guerrilla fundamentalista de 75.000 hombres– se suman los efectos psicológicos, en la opinión pública estadounidense y en la opinión internacional. Nadie quería ver de nuevo la imagen del último helicóptero que despegaba del techo de la embajada de Estados Unidos en Saigón ante la entrada del Vietcong en la capital sudvietnamita, pero hemos tenido la foto del helicóptero en Kabul y sobre todo las imágenes de personas que caen a plomo desde los aviones en los que querían huir en el momento en que se elevaban sobre la pista del aeropuerto.
Las estampas del descalabro están ahí. Significan lo que significan: la ignominia inevitable de una derrota. No hay derrotas buenas, Ni guerras que acaben ordenadamente. Tampoco hay victorias en las guerras de ahora, que son asimétricas. Ni guerras buenas y justas, como pretendía ser la que Washington declaró y organizó en Afganistán. Pero detrás de las imágenes está su significado: los errores de los que las emprendieron, en Vietnam y hace 20 años en Afganistán, la incapacidad para evitar la escalada en las hostilidades, primero; luego, para frenar y terminar lo antes posible, y finalmente el sinsentido, a la vista de todos, de haberlas librado.
No es nuevo el fantasma de Vietnam, ahora evocado por muchos y rechazado con ira por la Casa Blanca. Obama ya tuvo que enfrentarse con él, gracias precisamente a su embajador especial para Afganistán y Paquistán, Richard Holbrooke, el artífice de los acuerdos de paz de Dayton (1995), con los que concluyó la guerra de Bosnia. Holbrooke fue autor también de un memorándum dirigido al presidente Johnson, considerado por su biógrafo George Packer “uno de los mejores análisis escritos sobre Vietnam por parte de un diplomático estadounidense” .
En 1974, Holbrooke comparaba la desastrosa Guerra de Vietnam con la campaña de Napoleón en Rusia en 1812. “Hanoi utiliza el tiempo como el instrumento que los rusos utilizaban sobre el terreno ante la avanzada de Napoleón sobre Moscú, siempre retirándose, perdiendo todas las batallas, pero creando en cada ocasión las condiciones en las que el enemigo quedaría paralizado”. Sus notas de 2009 comparan ahora Afganistán con vietnam .“todo es diferente, pero es igual. pienso que debe reconocer se que la victoria militar es imposible y debemos buscar las negociaciones”.
A 20 años de la activación del artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte, utilizado por primera vez para acudir en auxilio de Estados Unidos ante los ataques del 11 de Septiembre, el balance desde Bruselas no puede ser más negativo. La respuesta a la solidaridad europea fue la marginación y la unilateralidad en la toma de decisiones, convirtiendo el lema de “juntos dentro y juntos fuera” en un chiste de mal gusto. Este fracaso es un obús contra la solidaridad atlántica en el plano de los hechos, después de que la presidencia de Trump lo lanzó meramente en el plano declarativo con sus amenazas de abandonar la alianza a menos que los países socios aumentaran su contribución económica.
Sobre el mapa geopolítico, es evidente que Rusia y China, aliados cada vez más estrechos, están sustituyendo a Estados Unidos y Europa, especialmente en regiones tan inestables como Afganistán. La guerra global contra el terrorismo de George W. Bush primero, la cautelosa aproximación de Barack Obama y el caos de Donald Trump dibujaron los vacíos de poder ante los ojos ávidos de Moscú y Pekín. Pero el cambio de rasante hacia la construcción de un nuevo orden multipolar (con China como principal protagonista) se ha producido ahora, a los seis meses de la toma de posesión de Biden, el presidente que quedará señalado por su derrota ante los talibanes.
Garantía
La única, pero fundamental, condición que China estará en disposición de demandar a cambio del apoyo diplomático y económico es la garantía de que Afganistán no se convertirá en el santuario de los uigures musulmanes oprimidos por el régimen comunista en Xinjiang. Este momento geopolítico no quedará definido únicamente por las derivas económicas y militares, como la segura inclusión de Afganistán en los grandes proyectos de infraestructura de la Nueva Ruta de la Seda impulsada por Pekín.
Todavía más seria es la pérdida de credibilidad de la Casa Blanca y de fiabilidad profesional y capacidad disuasiva tanto de su ejército como de su espionaje. Es un mensaje desalentador para todas las fuerzas y minorías que se resisten a los ímpetus autoritarios en Hong Kong, Tíbet, Xinjiang o Bielorrusia y para los impulsos anexionistas en dirección a Ucrania o Taiwán.
La instalación del régimen talibán es en todo caso una oportunidad para los países vecinos (Rusia, China, Irak, Paquistán e Irán), obligados a intentar un statu quo a su conveniencia mediante la diplomacia y la cooperación económica, en contraste con el modelo de democratiza ción militarizada ensayado por Estados Unidos y la OTAN. Con el prestigio de la democracia occidental por los suelos, también sale reforzado el modelo autoritario de Pekín, Moscú y Teherán.
En una visión del mundo centrada en Asia, la caída de Kabul es la culminación de una historia que empezó hace más de un siglo en el estrecho de Tsushima (1905), donde por primera vez una potencia europea fue derrotada por una potencia asiática emergente, en una batalla naval en la que los japoneses casi hundieron la flota rusa entera. Si el desastre de Tsushima anuncia el ascenso irrefrenable del nacionalismo en Asia frente a los poderes imperiales occidentales, la caída de Kabul es un momento culminante del desalojo occidental del continente y la inauguración de un orden regional organizado por los propios asiáticos.
En Afganistán ha fracasado el intento occidental –y especialmente de Estados Unidos– de modelar el mundo a su imagen después de la victoria en la Guerra Fría. El internacionalismo liberal, tan bien re presentado por Bushy los neocons que promovieron las guerras de Afganistán y de Irak, pretendía extender la democracia a partir de la posición hegemónica de Estados Unidos, también mediante el uso de la fuerza, y naturalmente de unas instituciones internacionales controladas por el hegemón occidental.
La crítica más acerba a la política exterior que condujo al actual desastre la realizó John J. Mearsheimer, uno de los más conspicuos representantes de la teoría realista de las relaciones internacionales, en su libro The Great Delusion: Liberal Dreams and International Realities (El gran espejismo: sueños liberales y realidades internacionales). En él, se propone explicar por qué la política exterior de Estados Unidos de la post-guerra Fría es tan propensa al fracaso y se interesa especialmente por los reiterados fiascos experimentados en Oriente Próximo.
Mearsheimer señala en su libro, publicado en 2018, que “no hay posibilidad alguna de derrotar a los talibanes para convertir el país en una democracia estable. Lo mejor que se puede hacer es dilatar el plazo para que los talibanes, que ahora controlan el 30% del país, obtengan el control de todo el resto”. “En resumen –señala–, Estados Unidos está destinado a perder Afganistán, a pesar de los esfuerzos militares hercúleos y de haber invertido más dinero en su reconstrucción que el que se destinó al Plan Marshall para toda Europa”.
Según Mearsheimer, el internacionalismo liberal será derrotado por el nacionalismo presente en todos los países pretendidamente redimidos y por las exigencias del realismo y del equilibrio de poder, las únicas doctrinas eficaces en el terreno de las relaciones internacionales, que precisamente ponen en práctica con gran destreza potencias como Rusia o China. Cuando los liberales internacionalistas tienen la hegemonía, tienden a utilizar la fuerza para imponer la democracia sin atender a las enseñanzas de Clausewitz sobre “el reino de las consecuencias imprevisibles” inherente a toda decisión bélica.
Será una vuelta de tuerca en el desplazamiento del poder hacia Asia con consecuencias especialmente para los aliados: los europeos, pero también los asiáticos, empezando por la India y Japón, los países más expuestos a los movimientos geoestratégicos que protagonizará China en los próximos años. Sin apenas moverse, sentado a la espera de ver pasar el cadáver del enemigo, Xi Jinping ha coronado en Afganistán una espléndida jugada del go geopolítico con la que ha echado a Estados Unidos del tablero y dejado en posición de debilidad a sus aliados.
© El País, SL
Fuente original: https://edicionimpresa.lanacion.com.ar/la-nacion/20210823/textview